Más de una vez me he preguntado por qué razón, habiéndolo intentado los argentinos en reiteradas oportunidades y con sucesivos fracasos, recién en 1983 pudimos iniciar una etapa de consolidación definitiva de la democracia.
A mi juicio, la elección del 30 de octubre de ese año fue una elección de ruptura. No siempre las elecciones son de ruptura. Más bien son muy pocas las que tienen este carácter. Pero en aquella oportunidad, era muy claro que la sociedad quería dejar atrás la ignominia de la dictadura que había arrasado con los derechos humanos, con las veleidades belicistas de un régimen militar que nos llevó a la Guerra de Malvinas y casi nos empuja al mismo escenario con el país hermano de Chile. También la inmensa mayoría de nuestros compatriotas pretendía enterrar la violencia política de la década del ’70 y desembarazarse –aunque ésta fue una cuenta que quedó pendiente– de una política económica que pulverizó el aparato productivo, condenando a millones de argentinos al hambre y a la exclusión. Eran los tiempos en que grandes grupos humanos se trasladaban como nómades, sin rumbo, de un lugar a otro del país para encontrar un mendrugo con el cual pudieran saciar el hambre de sus familias. Ya no eran los trabajadores industriales que se instalaban en los grandes cordones de la periferia de la Capital, sino los excluidos, que se asentaban donde podían, aun al precio de vivir en las peores condiciones.
Raúl Alfonsín supo leer correctamente esa demanda de ruptura con el pasado. Y, paralelamente, interpretó el reclamo de los organismos de derechos humanos. Esa demanda, encarnada por las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y la movilización popular de los últimos tiempos contra la dictadura, constituyeron la masa crítica que le dio la fortaleza suficiente para iniciar la transición democrática que –a diferencia de las que se pusieron en marcha en el resto de los países de la región– fue la única transición “no pactada” en el continente. Desde ese lugar puso en marcha el histórico Juicio a las Juntas, creó la Conadep, modificó el Código de Justicia Militar para someter a los represores a la esfera de la Justicia civil y sacó de la impunidad a José López Rega –uno de los primeros organizadores del terrorismo de Estado– para traerlo esposado y encarcelarlo en una prisión de la democracia argentina.
En síntesis, el envión inicial de este nuevo intento democrático se apoyó sólidamente en los conceptos de memoria, verdad y justicia que fueron abrazados por casi la totalidad del pueblo argentino, dándole a esta experiencia un crédito que nunca antes había tenido y que aún hoy sigue sin agotarse. Nuestra generación tenía en claro que esta oportunidad no podía desembocar en una democracia tutelada y, por esa razón, no sólo se embistió contra la corporación militar sino que intentamos hacerlo –en algún caso con mayor éxito que en otros– contra todas las corporaciones que en el pasado habían condicionado, e incluso derrocado, gobiernos populares.
Así fue que también promovimos la ampliación de derechos civiles, de modo tal de desarticular el autoritarismo cultural que encontraba un fuerte apoyo en la cúpula eclesiástica de aquel entonces que, además, había estado –salvo algunas honrosas excepciones– íntimamente vinculada con los directores del proceso militar.
La paz fue otra de las obsesiones estratégicas de aquella etapa. Porque no puede haber democracia sin paz. De allí el Tratado de paz y amistad con Chile, la demolición de la hipótesis de conflicto con Brasil y la fuerte participación en la creación del grupo Contadora que evitó que la administración de Ronald Reagan invadiera el territorio de Nicaragua, lo que hubiera significado el regreso a la Doctrina de la Seguridad Nacional y un grave peligro para las democracias que recién comenzaban a dar sus primeros pasos.
Siempre dentro de esa mirada estratégica promovimos todas las acciones posibles –algunas oficiales y otras no tanto– como para ayudar a la democratización de nuestros países hermanos. Y no únicamente por razones de principios y convicción política sino porque la democracia argentina no podría haberse desarrollado si solo era una isla sitiada por regímenes autoritarios.
Puede decirse, y con razón, que el gobierno que nos tocó gestionar no pudo torcerles el brazo a las corporaciones económicas y, particularmente, a la financiera, pero sí puede afirmarse que el gobierno de Alfonsín fue víctima de un golpe de Estado económico precisamente porque no quiso hacer lo que sí después vino a ejecutar la administración de Carlos Menem.
Lo mismo sucedió en materia de política de medios. Nos fuimos sin poder sancionar una Ley de Radiodifusión pero tampoco fuimos los autores de la derogación del Art. 45 de la ley vigente que impedía que un propietario de medios gráficos pudiera a la vez ser titular de licencias de radio y televisión. También eso quedó en manos del gobierno de Menem que, apenas asumió, derogó dicho artículo y no sólo privatizó Canal 13, traspasándolo a manos del Grupo Clarín, sino que además dejó el camino abierto para la formación de monopolios mediáticos.
Es evidente que entre los gobiernos surgidos en estos treinta años se pueden trazar paralelismos. Uno de ellos es entre el gobierno que inició Alfonsín en 1983 y la etapa que inauguró Néstor Kirchner en el 2003. En esos dos momentos crecieron y se ampliaron los derechos humanos, los derechos civiles, los derechos políticos y los derechos sociales. Por el contrario, en los períodos que condujeron Carlos Menem y Fernando de la Rúa hubo un evidente retroceso en todas estas materias. Esto nos permite concluir que, en buena medida, las etapas en las que más se avanzó van de la mano de una fuerte recuperación de las identidades políticas, nacionales, populares, democráticas y progresistas de las dos grandes culturas que dieron origen a esos gobiernos. Mientras tanto, los reflujos o retrocesos también coinciden con los momentos de debilidad de esas mismas identidades.
Nadie duda que el balance final de los treinta años es positivo y va en favor de los intereses de nuestro pueblo. Por ello, hay mucho por recordar, hay mucho por celebrar y, obvio, hay mucho por hacer. Si ese “hacer”, los que pensamos parecido lo hacemos juntos, seguramente la tarea será más sencilla.
Fuente: Miradas al Sur.