lunes, 1 de abril de 2013

AMORES EXTENDIDOS

Familias de tránsito, una opción para los chicos en situación de riesgo. Incorporan a los niños al grupo familiar hasta que la Justicia resuelva si vuelven con sus padres o pasan al sistema de adopción. Historias y desafíos de dar sin esperar nada a cambio. 
 
Por Deborah Maniowicz
 
Un bautismo, dos fiestas de cumpleaños, muchas vueltas en una calesita de barrio. Las fotos que ilustran esta nota bien podrían formar parte de un álbum familiar. Sin embargo, la mayoría de los nenes que aparecen en las imágenes no tienen lazos de sangre con los adultos que los rodean. Se trata de “familias en tránsito”, que cuidan a los chicos hasta que la Justicia les encuentre una familia adoptiva o dictamine que pueden ser restituidos a sus padres biológicos. En el país, hay miles de chicos que se criaron en entornos violentos, fueron maltratados, abandonados o entregados en adopción por familias sin recursos para criarlos y están a la espera de un segundo hogar. Pero el tiempo de espera no transcurre en un instituto de menores, como es habitual, sino en compañía de estas familias, que cobijan al niño desde el primer momento como uno más del clan, pero con la certeza de que en un tiempo se va a ir.
Como su nombre lo indica, las familias de tránsito no son permanentes, abren las puertas de su hogar por el tiempo que sea necesario a chicos con una alta vulnerabilidad social. El objetivo es reducir la institucionalización de los menores y darles un marco de contención familiar. “Se habla mucho de la ley de adopción y del biologismo fundamentalista, que indica que el nene debe regresar con sus padres biológicos a cualquier costo, pero nadie se ocupa del ‘mientras tanto’, del período en el que el chico espera la resolución de un juez”, explica Patricia Talevi de Moras, de la comisión directiva de Familias de Esperanza, ONG vinculada al tema con más de 15 años de actividad.

Talevi de Moras, quien junto a su marido y sus cinco hijos hospedó a más de quince nenes, resalta la importancia de que “la familia entienda que está criando para afuera, como condición para que la experiencia sea positiva. Si uno quiere apropiarse del niño la experiencia no funciona. En esos casos, es mejor que esté institucionalizado. Los chicos no están para llenar vacíos y si uno no está emocionalmente estable es mejor que no se involucre. Por ejemplo, yo nunca fomenté que me digan mamá, siempre ‘Paty’. Tampoco sirve inculcarles los propios hábitos o creencias”.

Todos los chicos que estuvieron bajo su guarda fueron bebés en estado de adoptabilidad: “Llegan sin querer sentir tu olor y tu latido. Buscan el de su madre y no lo encuentran. Al principio no tiene ganas de vivir pero con el tiempo, y con muchas caricias, el bebé empieza a apretarte el dedo y fija su mirada. Ese es el momento donde vuelven a vivir”, resume Patricia.

Cuando los chicos que se reciben en una familia en tránsito deben ser restituidos a su familia biológica, lograr ese vínculo implica otro desafío. María Gómez cuenta su experiencia con Ezequiel, que llegó a su casa cuando tenía apenas cuatro meses. Desde su nacimiento hasta ese momento, estuvo en una institución. Su mamá vivía en situación de calle y era adicta al paco; su abuela ya se estaba haciendo cargo de un nieto y no tenía recursos para tener a otro. “Al año, la abuela empezó a averiguar por el paradero de Ezequiel y se contactó con nosotros –recuerda Gómez–. Junto a una trabajadora social intentamos hacer la vinculación, pero como ella no era constante no dio resultado. Al poco tiempo, apareció una tía dispuesta a hacerse cargo y con mucho trabajo logramos una vinculación exitosa”.

María Victoria Aguirre de Costa, presidenta de Familias de Esperanza, explica que la asociación es la encargada de hacer la vinculación y de devolver al chico a su familia de origen: “En ese momento, los padres de tránsito comienzan a correrse para que el menor empiecen a vincularse con su familia natural”.

Previo a las “familias de tránsito” existieron otras formas de vínculo en ausencia de los padres biológicos. Las “amas de leche” fueron mujeres de bajos recursos que se ganaban la vida amamantando lactantes que no eran sus hijos. El desarrollo de leches comerciales con los nutrientes que necesita el bebé terminó por extinguir el oficio. Más tarde, y regulado por el Estado, apareció la figura de “amas externas”, que tenían a niños bajo su cuidado en forma transitoria con autorización de un juez. Por ausencia de una reglamentación firme que limite el número de chicos que podían cuidar al mismo tiempo, terminó transformándose en un trabajo: cada mujer tenía una especie de “pequeño hogar” y los nenes quedaban institucionalizados. Las familias de tránsito o de acogimiento aparecieron en los ’90 para solucionar estas problemáticas. “En la mayoría de los casos, tienen a su cargo un niño, o como mucho dos, y no cobran por tenerlos. A veces, cuando avisamos que la experiencia no es remunerada, a muchos se les acaban las ganas de colaborar. La asociación se compromete a cubrir económicamente las necesidades del chiquito, ropa, salud, educación, estudios médicos, etcétera, pero la familia no recibe dinero”, explica Aguirre de Costa.

La modalidad se apoya en dos principios: La Convención sobre los Derechos del Niño, de las Naciones Unidas, que sostiene en su preámbulo que “el niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, debe crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión”. Y la Ley Nacional 26.061, de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, que en su artículo 39 establece las medidas excepcionales “que se adoptan cuando estuvieran temporal o permanentemente privados de su medio familiar o cuyo superior interés exija que no permanezcan en ese medio. Tienen como objetivo la conservación o recuperación por parte del sujeto del ejercicio y goce de sus derechos vulnerados. Estas medidas son limitadas en el tiempo y sólo se pueden prolongar mientras persistan las causas que les dieron origen”.

Los programas de familias de tránsito nacen, en gran medida, para evitar la institucionalización de los menores. Sin embargo, Aurora Martínez, coordinadora del Foro de Adopción de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires (APBA), explica: “A priori no se puede decir que los institutos son malos y las familias de tránsito buenas. Hay familias que maltratan a los chicos en vez de brindarles apoyo y contención. En estos años me encontré con niños que, una vez adoptados, me contaban situaciones tremendas que habían vivido con las familias transitorias”.

Los requisitos para convertirse en familia de acogimiento son varios: los adultos interesados deben presentar un certificado de domicilio, no pueden ser deudores alimenticios, no pueden tener antecedentes penales y no pueden estar anotados en ningún registro para adoptar.

Pero como toda regla, estas también tienen sus excepciones. Aguirre de Costa tuvo más de veinte nenes en tránsito, entre ellos Wilson, que terminó convirtiéndose en un hijo de ley. Él llegó a la casa durante la primavera de 1998. Un juez decretó que tuviera una muerte digna, que muriera en el marco de una familia y no en la cama de un hospital. “Tenía síndrome de Down, estaba abandonado, tenía siete meses y no llegaba a los cuatro kilos. Al poco tiempo lo internamos por meningitis y más tarde lo operamos del corazón. Nosotros apostamos a que tuviera una vida digna. Con el tiempo salió adelante y se decretó el estado de adoptabilidad”, cuenta Aguirre de Costa. Como en otros casos, el hecho de que el menor esté en condiciones de ser adoptado no es garantía de que el nuevo hogar esté cerca. Muchas veces, la dulce espera supera los nueve meses. “Pasaron cuatro años y como no le habían conseguido una familia, me llamaron del juzgado para preguntarme si no queríamos adoptarlo. Así fue como se incorporó a nuestra familia. Pero es un caso excepcional, aquellos que asumen el desafío no pueden pensar en la adopción como una posibilidad”, concluye.

Todos coinciden en que el momento de la despedida es el más difícil. Y los tiempos de la Justicia nunca son los del chico. Muchas veces, el llamado del juzgado para notificar a la familia que el menor tiene asignado un hogar definitivo no contempla despedidas ni adaptaciones. Irma Fleitas de García, que junto a su marido y sus cuatro hijos asumió en cuatro oportunidades el compromiso de cuidar menores, hace hincapié en ese punto. “Arrancamos en 1999 con Agustina, que llegó en estado de adoptabilidad cuando tenía nueve meses, abandonada por su madre, y se fue dos años más tarde, cuando salió la adopción. La criamos como a una hija, con los mismos límites y cuidados. ¡Hasta la bautizamos! Pasamos unos meses hermosos hasta que un día me llamaron para avisarme que en sólo tres días se tenía que ir. La despedida fue muy dura, nos arrancaron un pedazo de vida. Con el tiempo entendimos que era lo mejor y nos llenó de alegría saber que por fin iba a tener una familia definitiva. Con mis hijos era un tema de charla recurrente. Todos sabíamos que en cualquier momento íbamos a recibir la noticia”, cuenta Irma de un tirón. Si bien el shock de la despedida fue muy fuerte y la familia tardó tres años en recuperarse, en 2002 llegaron dos hermanos: Laila, de 9 meses, y Pablo, de 5 años. Criados en un hogar violento, tanto ellos como sus otros seis hermanos fueron trasladados a diferentes hogares y con el tiempo fueron adoptados. “Somos una familia de trabajadores y aunque en ese momento la empresa donde trabajábamos se fundió, logramos arreglarnos bien. Nunca faltó cariño y yo tengo la teoría de que donde comen dos, comen tres, cuatro o los que necesiten. Después de dos años los dos fueron adoptados por una misma familia. Esta vez tuvimos tiempo de despedirnos y explicarles que los papás venían a buscarlos. Se fueron con una sonrisa, y hasta hoy nos seguimos viendo para las fiestas”, resume.

En alusión a las familias que inculcan una religión a los niños durante el período de convivencia, Martínez sintetiza: “Cada una tiene una forma distinta de educar a los chicos. Por eso, es importante evitar que el nene sufra una transculturización. No tiene sentido bautizarlo, hacerlo evangelista o de la religión que fuera por el tiempo que está con la familia”.

Gladys “Mimi” Colangelo cuenta los beneficios que le trajo a su familia, constituida por su marido y dos hijos varones, el hecho de ayudar. “Facundo llegó a casa con cuatro meses y se fue en adopción cuando tenía un año y tres meses. Es VIH positivo y cuando llegó a casa les tuve que explicar a mis hijos de qué se trataba la enfermedad, les enseñé a usar guantes cada vez que Facu se lastimaba y había que ayudarlo. Fue una experiencia muy enriquecedora. Cada año nos viene a visitar en vacaciones de invierno y hace unos días me llamó su mamá para contarme que es el mejor promedio de segundo grado”, cuenta Colangelo orgullosa.

Para evitar que estén en institutos, Colangelo tuvo varios grupos de hermanos: “A mi marido le costó empezar. Él decía que el desprendimiento iba a ser demasiado doloroso y no sabía si lo iba a soportar, pero yo le hice entender que la prioridad debía ser el bienestar de los chicos y que, de última, nosotros éramos adultos y podíamos apoyarnos en el otro. Empezamos pidiendo nenes grandes, ya que nuestros hijos en ese momento tenían 6 y 14 años. Vivimos experiencias muy duras, tuvimos nenes muy salvajes que habían vivido situaciones muy violentas y relacionaban cualquier juego con las armas y el maltrato. También tuvimos unos hermanitos que nunca habían visto un baño, vivían en la calle y les sorprendía cada detalle. Al tener una diferencia social tan marcada todos aprendimos y nos beneficiamos de la experiencia. Los quise como a mis hijos”.

Viviam Perrone, titular de Madres del Dolor y mamá de tránsito desde hace tres años, cuenta que por su labor en la ONG no tenía tiempo de ocuparse de los chicos de lunes a viernes, pero enseguida se comprometió a visitar a los nenes en los hogares y sacarlos a pasear durante el fin de semana: “Hacíamos las actividades típicas de una familia: íbamos a almorzar, remontábamos barriletes, dormíamos la siesta, compartíamos reuniones familiares… Pero con Agustín tuve un vínculo distinto. Durante mucho tiempo sólo lo busqué a él y hasta pasó en casa una semana de las vacaciones de invierno. Su mamá lo había abandonado en un hospital y estaba desnutrido. A los diez meses una jueza decidió entregárselo a su abuela y yo me ofrecí a hacer la vinculación. El juzgado donde había que acompañarlo quedaba en el mismo edificio donde se hizo el juicio oral por la muerte de Kevin (N. de R.: en 2002, como consecuencia de un accidente de tránsito), con lo cual la emoción era doble”. Durante mucho tiempo Viviam siguió visitando a Agustín e incluso hoy siguen vinculados.

En el marco de la reforma del Código Civil y de la Ley de Adopción, las familias de tránsito son una alternativa más para cuidar del desarrollo del niño en su primera infancia. Y aunque el lema de esta modalidad se centra en dar y no en recibir, todas las familias entrevistadas resaltan los beneficios de haber vivido la experiencia. Sólo hay que animarse.
 
Fuente: Revista Veintitres

No hay comentarios:

Publicar un comentario