Los noticieros y los canales de noticias pretenden ser espejos que reflejan la realidad: eso está ahí, eso está pasando, y yo te lo muestro. Pero los espejos no hablan. La que habla es la mirada. La mirada de la madre cuando le da la teta a su bebé. O cuando el bebé se descubre reflejado en el espejo y le confirma que “sí, ése sos vos”. O la mirada del padre que juzga al hijo. O la mirada del moderno periodista televisivo que nos mira a los ojos, nos habla, y establece un vínculo con nosotros, hace contacto.
Por Hernán Invernizzi
En las sociedades mediatizadas (como señaló Gilles Deleuze), el público observaba a las multitudes reflejadas en la pantalla, pero ahora, al revés, son las multitudes las que observan a los públicos. En cine, el actor tiene prohibido mirar a la cámara porque se encuentra con los ojos del espectador y la ilusión de la ficción se desmorona. Si el actor te mira a los ojos, deja de ser el personaje y se vuelve “persona”. En las noticias es al revés: como las audiencias ya no le creen todo a la TV, el presentador debe mirar a los ojos –para hacer contacto con un público que sabe, sospecha o intuye que no hay transparencia o verdad, ni siquiera en las transmisiones en directo–. Ronaldo cae, rueda para la cámara y se mira en los grandes monitores del estadio. El piquetero se muestra, pero se cubre el rostro por la cámara. El soldado yanki invade con el fusil en una mano y la cámara en la otra. El espectador ya sabe que la cámara elige, selecciona, omite, subraya, construye. Y también sabe que los sujetos seleccionados por la cámara se han vuelto elenco inestable pero permanente, actores.
El poder de la imagen televisiva perdió legitimidad y autoridad –y el medio actualizó sus tácticas para conservar el control–. El espectáculo se organiza en un estudio de TV que nos muestra cámaras, cables, micrófonos, monitores, tecnología que impresiona por su capacidad de producción (estamos en una fábrica de noticias), los presentadores interactúan con personas que no vemos (productores o asistentes) y nos muestran al personal técnico. Por eso todos son iguales: la línea editorial cambia pero la estética es la misma.
Y nos miran a los ojos. Así proponen que lo suyo no es cine, que no es ficción ni es show sino personas de verdad, como vos y como yo. Y cuando nos buscan los ojos, nos buscan como interlocutores para reconstruir la confianza perdida, para crear un vínculo: los periodistas jóvenes se visten como muchachos jóvenes, ellas ya no se peinan todas igual, beben té y café, comen medialunas a la mañana... Somos personas y estamos en contacto. Poco a poco, como señaló Eliseo Verón, el valor del contacto sustituyó al valor de la imagen devaluada. Y de esta manera, día a día, país por país, el espectáculo televisivo interviene en el proceso de conformación de nuestra identidad.
Parte de nuestra identidad es la llamada “autopercepción”, algo así como “quién creo que soy”: una cosa es qué soy y otra qué creo ser. La identidad social se construye de maneras complejas que incluyen desde aquella madre que mira a su hijo hasta la interacción con los medios, pasando por la clase social, el trabajo, la educación, pautas culturales y un largo etcétera que suma a eso de “qué o quién creo que soy”. Es un asunto que le da mucho trabajo a las ciencias sociales y acerca del cual hay grandes debates. Por ejemplo, las polémicas alrededor de la autopercepción de los grupos y las clases.
Hoy ya sabemos que los medios no manipulan a la gente como un ventrílocuo a su muñeco y que la comunicación no es una inyección que se le aplica a un público indefenso y distraído. Los medios no inyectan pensamientos como si fueran antibióticos, pero intervienen en la lucha por el consenso y la hegemonía desde un lugar de poder –como hacen noticieros y canales de noticias a través de la misma estética y de las mismas tácticas discursivas–.
Se suele analizar el asunto con relación a la inseguridad o cuando hay elecciones, pero como la hegemonía es un sentido común que se construye todo el tiempo, la mirada del medio no deja afuera ningún tema. Las secciones de economía, por ejemplo, invierten tiempo en informar acerca de las variaciones del Mercado de Valores, situación de los bonos locales y extranjeros, etc. Aparecen los gráficos, los zócalos o subtítulos y el especialista, mirando a cámara, comenta. La inducción se hace a través de frases como: “el rendimiento del Bono X fue mayor que el del Bono N”. El medio sabe que quien invierte en papeles financieros no se orienta a través del noticiero sino de publicaciones y empresas especializadas –pero mira a los ojos, hace contacto, y habla de algo que nada tiene que ver con la vida real de su audiencia real–.
El mismo procedimiento se aplica con el caso del mercado de valores, en el cual intervienen sólo empresas inmensas y sólo cierto tipo de ahorristas. Y lo mismo pasa con la cotización del dólar. Sólo un porcentaje insignificante de su audiencia tiene relación directa con la especulación financiera y el ahorro en acciones –pero la mirada del presentador nos habla de un asunto de “interés general” y el público, durante más o menos tiempo, cree que ese tema es, debería o podría ser parte de su vida y de su identidad–. En cualquier mesa de nuestra clase media latinoamericana alguien dirá: “¡Qué bárbaro! Los bonos ya no rinden como antes...”. La bendita autopercepción: ésa que durante un rato nos hace creer turistas suecos en Argentina.
Fuente: Miradas al Sur
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