viernes, 11 de mayo de 2012

"SOY LO QUE SIEMPRE QUISE SER, MAESTRA"

Elsa Agras, bailarina, directora y clown. Tiene 87 años y dirige el Ballet 40/90, destinado a gente de ese rango de edad. Humor y resistencia de una mujer que sorprende y que ya tiene su película.

Por Raquel Roberti

Cansada de que nadie la saludara ni le hablara, justo cuando más necesitaba de la empatía de la gente, una mañana salió de su habitación con la nariz roja de payaso perfectamente colocada sobre su nariz. Elsa Agras llegó al comedor del hotel donde se alojaba en San Luis y se sentó a desayunar. “Había matrimonios y gente de todas las edades, todos me miraban a hurtadillas, pero no hubo uno que pudiera reírse. Los códigos de la sociedad dicen que después de los 60 años, hay que quedarse esperando morir”, cuenta, enojada todavía por los prejuicios que aíslan a las personas de la cuarta edad y que nunca estuvo dispuesta a aceptar, aun a costa de que, asegura, “todo el mundo” crea que es “una loca”. Hoy tiene 87 años y sorprende desde la primera mirada: en medio del cabello corto, blanco de canas, mantiene un mechón más largo que lleva en una fina trenza, viste jogging y calza zapatillas. “No niego la edad –afirma–, la muestro, soy muy prudente, pero siempre trato de mostrar que a esta edad, con los achaques y el bastón, se pueden hacer muchas cosas y disfrutar de la vida.” El bastón la acompaña desde hace trece años, producto de un accidente en el que se fracturó un fémur, y entre esas cosas que Elsa puede hacer, está dirigir el ballet 40/90 –que fundó hace 16 años, con personas que tienen entre 40 y 90 años y que nunca antes habían pisado un escenario–, que en estos días presenta A los hechos pechos, en Garrick Arte y Cultura (Avellaneda 1359).

–¿Cómo surgió la idea?

–Surgió porque la gente me decía: “Cómo me hubiera gustado bailar como vos”, y yo pensaba: “¿Y por qué no se dan el gusto ahora?”, pero no tenía una idea definida, quería hacer algo pero no sabía qué. En esa época vivía cerca de la placita de Palermo Viejo y solía ir al bar El Taller, de Eugenio Ramírez. Hablando con él, le dije que tenía ganas de enseñar y me ofreció el salón del primer piso. Puse avisos en los diarios de la zona para un sábado y me senté en la escalera a esperar, al sol. Vinieron dos señoras, muy pulcras, con trajecito. “¿Y ahora qué hago con ellas?”, pensé. Empecé a enseñarles de a poquito, y al mismo tiempo, a aprender. Toda mi vida fui docente de danza clásica, pero no tenía experiencia con gente que no tenía idea de baile. Fue un largo camino, empezaron a venir más mujeres, a los dos años les propuse hacer muestras, después espectáculos, y ahora hacemos temporadas de cuatro meses.

–¿Cuántas personas integran el grupo?

–Hay 58 mujeres, al comienzo vino algún que otro hombre, pero duraron poco. Y ahora salen corriendo. Pero en el espectáculo de este año hay un hombre, relacionado con el teatro, que participa en un número con una de las chicas. Él sale y se sienta en una silla, ella le baila una zamba, se derrite, y él nada.

–En el trailer de Elsa y su ballet, el documental de Darío Doria que se estrenará en noviembre, algunas escenas la muestran con mucho sentido del humor...

–Gracias a Marcelo Katz, mi maestro de clown, que me enseñó a volcar en la escena el buen humor que heredé de mi papá. Me gusta la ironía, pesco enseguida aspectos cómicos en situaciones serias y me tiento. Ayer venía penosamente caminando, lo que más me cuesta, detrás de una chica que iba a los saltitos y de repente empecé a imitarla, duré media cuadra, pero me divertí. Hacer clown es lo más maravilloso del mundo.

–¿Por qué?

–Es mejor que un psicoanálisis, es un ejercicio de meterse hacia adentro, de no tener miedo de hacer el ridículo, de aprender a ser sincera, a expresar los sentimientos, a comprender que a veces no está nada mal meterse en un embrollo. No se puede vivir en una vitrina para que no te pase nada. Es descubrir otros caminos. Eso me permite decir de todo cuando ensayamos...

–¿Por ejemplo?

–Muchas malas palabras, qué sé yo, les digo: “Muevan el culo, carajo, para eso está”, y ellas se ríen. Soy muy jodona en las clases, hacemos muchos juegos, pero aprendí que no debo forzarlas porque no voy a lograr nada, en todo caso tengo que hacerlas reír, algo que la gente, con la edad, deja de hacer. Por eso no subestimo a las chicas, nada de una rondita y ya está, tienen que aprender diversos pasos de baile. Y salir al escenario despojadas: bailan un carnavalito con poncho, pero sin pollera, con medias opacas y no les importa. Hacen “Cantando bajo la lluvia” con unos paragüitas que compraron en el barrio chino, yo las imito para que se vean y nos matamos de risa. Los espectáculos siempre terminan en el hall porque la gente ve que podría hacer lo mismo. Cada vez que nos presentamos hay cataratas de mujeres queriendo ingresar.

–¿Y qué pasa, abandonan?

–No hago casting, en el grupo baila el que sabe, el que no, la sorda, pero no soy la Madre Teresa. En cuanto veo una actitud de individualismo, soy dura: este no es un lugar para vos, ni yo soy la persona adecuada. Tengo fama de cabrona.

–¿Puede enseñar los pasos, con el bastón?

–Es raro, porque me cuesta mucho caminar y me da miedo caerme, pero puedo, por ejemplo, hacer un paso de tap. Lo que no puedo, lo marco, pero se me van los pies, me dan unas ganas de bailar que me muero.

–¿Qué hacía antes de dedicarse a 40/90?

–Empecé a dar clases de danza cuando tenía 16 años, no me dediqué a bailar porque mi familia no quería. Hasta los 42 tuve mi estudio, con más de 70 alumnas. Lo dejé un tiempo, incursioné en la eutonía, en gimnasia consciente, estudié teatro con Juan Carlos Gené. Me casé, vinieron los hijos, me divorcié y me reencontré con el primer novio de mi adolescencia, Osvaldo Rosendo, él tiene mucho que ver con este camino.

–Cuénteme la historia...

–Yo tenía 14 y él 16, tuvimos tres etapas de amor. La primera duró unos dos años, hasta que mi familia ¡chácate!, nos cortó la historia. La segunda, de los 18 a los 20, donde pensábamos en escapar, hasta que mi familia, otra vez, ¡chácate! Y la última, cuando éramos libres, pero viejos. Ojalá mucha gente pudiera concretar esos amores que no pudieron ser; habernos conocido tanto desde tan jóvenes y tener actividades relacionadas con el arte, nos unía mucho. Seguíamos tan chiflados como de chicos, aunque ya teníamos 60 y pico. Hablábamos como locos, horas y horas, hacíamos cosas que la gente no hace y menos las personas mayores, como irnos a la costanera a la medianoche. Un día le dije: “No pude ser bailarina, no pude ser coreógrafa, en realidad soy lo que siempre quise ser y nunca me di cuenta, maestra. Es lo que más me gusta, es una pasión”.

–¿Se considera rara?

–No soy un bicho raro, no soy una mujer maravillosa. En todo caso, soy un ejemplo de que todo el mundo puede. Aunque no sea bailar, pintar, mover el cuerpo, relacionarse con el cuerpo de otra forma, hacerse amiga, incorporar los impedimentos a la vida. Cuando voy al médico me preguntan si me siento mal, les digo: estoy dirigiendo un ballet, voy sola a todos lados, camino, me duele como la mierda, pero no ando mal; ahora, si puedo andar mejor, se lo voy a agradecer.


1 comentario:

  1. pues seamos amigosss o familia. seria un honor conocerla...mi nombre es juan carlos agras.. venezuela..saludoss

    ResponderEliminar