Cómo el discurso “antisubversivo” nació antes del golpe de Estado y fue más allá de las Fuerzas Armadas. En los partidos, en el Congreso, en la prensa, explica la historiadora Marina Franco, se cimentó ese relato que iba a fomentar la escalada represiva.
Por Leonardo Castillo
–Una de las razones que la impulsó a escribir Un enemigo para la nación fue la convicción de que faltaba un análisis riguroso sobre el surgimiento de la violencia paraestatal que se impuso en el país entre 1973/76.
–Sí, es así. Si bien en los últimos años se empezó hablar de la Triple A como el inicio de la represión que tuvo lugar tras el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, quedarse sólo con eso resulta insuficiente. Hablar de la Triple A es referirse sólo a una faceta de un fenómeno orgánico más amplio. Me propuse ver la organicidad de un fenómeno autoritario que se inicia a fines de junio de 1973, precisamente después de los sucesos de Ezeiza. La Triple A es una cara ilegal y clandestina de una lógica que surge por esos días y que crece linealmente hasta 1976. A mi gusto, lo que faltaba era una mirada global de ese período. La banda represiva que creó José López Rega es inseparable de una escalada violenta que tuvo además un carácter legal.
–¿Por qué es tan difícil analizar la responsabilidad que tuvieron los partidos políticos en el surgimiento de la violencia que sacudió al país durante los años ’70?
–Después de 1983 se construye la ida de un corte en torno del golpe del 24 de marzo. Es algo que se construyó tras el fin de la dictadura y el juicio a las Juntas. Hubo como un corte abrupto de la historia, y la represión pasó a ser sólo obra del accionar que llevaron a cabo las Fuerzas Armadas, cuya responsabilidad es innegable, pero no estuvieron solas. Esta visión se basa en un corte memorial, construido y difundido por el alfonsinismo y que sigue vigente hasta el día de hoy. Se trata de una interpretación que impidió ver el rol de los civiles, el peronismo, las demás fuerzas políticas y diversos actores sociales que respaldaron y brindaron su conformidad para la represión que se ejerció con anterioridad al ’76. Además, el impacto brutal de la dictadura con el terrorismo de Estado y la desaparición forzada de personas significó una conmoción muy grande, y en parte eso explica por qué el énfasis se haya depositado mayormente sobre los crímenes de los militares.
–¿Lo que propone es desarmar una versión histórica?–Exactamente, se trata de desarmar la ruptura que se construyó en torno del 24 de marzo y analizar las partes de continuidad que se dieron en eso.
–¿Puede decirse que el discurso antisubversivo surge antes de la instauración del terrorismo de Estado?
–Estaba presente antes de la dictadura y eso es una de las cosas que más estremecen cuando se estudia la historia de la primera mitad de la década de los ’70. En la prensa y en los discursos que se pronunciaban en las Cámaras legislativas se reproducía un discurso antisubversivo que no era sólo patrimonio de las Fuerzas Armadas o de las de seguridad. Sorprende constatar la evolución semántica que adquiere el término subversivo por aquel entonces. Durante los tiempos de la autodenominada Revolución Argentina, ese concepto se utilizó para descalificar a los militantes sindicales y políticos que protagonizaron movilizaciones como El Cordobazo o El Viborazo y luego a los integrantes de las organizaciones armadas que desafiaban a esa dictadura. Pero desde finales de 1973 se convierte en un calificativo que se utiliza para hacer referencia a los sectores de izquierda que militaban dentro del peronismo. El subversivo pasó a asimilarse con la figura del terrorista. Pero el salto mayor se dio en el gobierno de Isabel Perón, cuando la palabra pasó a designar a todos los sectores movilizados, sobre todo a los estudiantes. Se prefiguraba de esta forma a una alteridad cada vez más amplia y difusa que debía ser eliminada. Un enemigo. Un blanco al que apuntaba la mayor parte de los discursos políticos. Subversivos podían ser todos, desde los militantes de las organizaciones armadas hasta los sectores de la cultura. Era una concepción que contaba con un amplio consenso social.
–¿De los partidos políticos también?
–El peronismo fue uno de los protagonistas de la escalada represiva que se inicia en esos años y que desembocó en el terrorismo de Estado, pero suponer que es el único responsable es simplista y absuelve a los demás actores políticos, y sobre todo a las Fuerzas Armadas. La idea de un único y gran culpable de una tragedia violenta que envolvió a Argentina en los años previos a la dictadura es una noción atemporal que no alcanza a explicar lo que realmente sucedió. La historia es una construcción colectiva en la que intervienen varios factores y actores.
–Una de las tesis del libro es que en el período constitucional que antecedió a la última dictadura se inició una escalada represiva que condujo al golpe y posteriormente al genocidio que perpetró la dictadura. ¿Hubo algún momento en el que la tragedia pudo haberse evitado?
–La verdad es que no sé. Los historiadores somos muy malos haciendo análisis contrafácticos. Pero es cierto que hay algunos interrogantes interesantes respecto de cosas que sucedieron de una forma y que pudieron ocurrir de otra manera. ¿Qué hubiera pasado si las organizaciones armadas renunciaban a la violencia tras la asunción de Héctor Cámpora? ¿Qué hubiese sucedido si Perón no moría y completaba su mandato? Son elementos que podrían haber cambiado el juego político, pero es imposible saber hasta qué punto. Lo cierto es que a mediados de 1974 se ingresó en una espiral trágica que no pudo ser detenida.
–¿La figura de José López Rega fue tan importante en la escalada represiva que se desató?
–Centrarse en la figura de López Rega, más allá de las responsabilidades que tuvo, es lo más sencillo. Era brujo, místico y resulta una figura atractiva para ser estigmatizado como el malo de la película. Quedarse con la imagen de un mago que manipulaba a Perón es encontrar la solución perfecta para explicar todo lo malo que nos sucedió. Se gestó en la primera mitad de los años ’70 un proceso autoritario y represivo, que tuvo blancos concretos y albergó la violencia paraestatal. Y eso contó con el aval de las principales fuerzas políticas y sociales. Ese es el fenómeno que me propuse entender.
–Escribió El Exilio, una obra sobre las vivencias de los argentinos refugiados en Francia durante la dictadura. ¿Hay un nexo entre ese trabajo y Un enemigo...?
–Sí. Hay un nexo y tiene que ver con la emergencia del discurso de los derechos humanos. Trabajando en Francia con los exiliados comprobé que en los primeros años de la dictadura, en torno de la desaparición forzada de personas se construyó toda la acción política. Los grandes ideales que movilizaron a amplios sectores hasta unos años atrás habían quedado relegados, y era entendible pues se trataba de salvar vidas en Argentina. Pero ese discurso, en definitiva, viene a reemplazar todo aquello de lo que no se podía hablar, básicamente por la gran sensación de culpa que envolvía a los exiliados en esos años. Muchos de ellos provenían de organizaciones armadas y vivían con culpa el hecho de haber sobrevivido a la derrota. Había, en ese entonces, varias cosas de ese pasado inmediato de las cuales no se podía hablar. Entre ellas estaba el peronismo, que había sido víctima y actor de la represión, a través de la Triple A. El accionar de las bandas paramilitares entre 1973 y 1976 era algo que no podía ser mencionado. Tanto es así que muchos debates en el exilio versaban sobre a partir de cuándo se había iniciado la represión. Incluso, en los grupos integrados por peronistas de izquierda se establecía el 24 de marzo como punto de partida del terror de Estado y no se podía ir más atrás. Era un tabú que incluso se constataba en otros lugares donde se congregaba el exilio argentino. Es cierto que algunos otros grupos, vinculados con el PRT, hablaban de la Triple A, pero no profundizaban demasiado.
–¿Y los testimonios de esos exiliados fueron como un disparador que la llevó a repensar la historia de los ’70?
–Sí, fue así. Cuando me entrevisté con los exiliados noté que lo más traumático de esos años no había sido el destierro, sino la violencia. La violencia sufrida en carne propia, la padecida por seres cercanos y la que algunos militantes de organizaciones armadas habían ejercido contra otras personas. Esa centralidad de la violencia en la representación de la angustia del pasado fue lo que me hizo revisar los discursos anteriores a 1976. Comencé con un análisis sobre cómo los discursos de la prensa reflejaban el tema de la violencia y lo que encontré fue una construcción cultural y política que se articulaba sobre lo legal y lo ilegal, que servía de marco para la actuación de bandas paraestatales como la Triple A. Para una segunda parte dejé la construcción del discurso antisubversivo propiamente dicho.
–¿Y cuál era la lógica del discurso represivo que empezó a circular por esos años?
–Lo que se encuentra de parte de los actores políticos es que se había llegado a un punto en el que era necesario reprimir aun a costa de cercenar derechos y garantías consagrados en la Constitución. La amenaza de la “subversión” debía ser erradicada porque estaba en peligro la continuidad de la Nación. Esto era lo que circulaba antes de 1976.
–¿Cómo cree que fue el papel que jugaron las organizaciones armadas en el período 1973-76?
–Al retomar las acciones armadas hacen blanco sobre las Fuerzas Armadas. Por lo tanto, los militares azuzan la idea de la lucha antisubversiva como prioridad. Esto es algo que se verifica en los discursos pronunciados por altos oficiales entre 1974 y 1975 y que es consecuencia del accionar violento que llevaban a cabo las organizaciones armadas. Pero de todas formas, el grado de violencia ejercido por las Fuerzas Armadas y de seguridad no puede ser equiparado con el de las formaciones guerrilleras.
–¿Por qué los ’70 siguen despertando tanto interés?
–Porque es un período que costó muchas vidas y, como sociedad, Argentina tiene una deuda con todas esas víctimas. Y también cuesta porque está de por medio el peronismo, que fue durante buena parte del siglo XX un gran divisor de aguas, por lo tanto cualquier cosa que lo involucre genera una enorme tensión política. De todos modos, mi intención es analizar un período histórico, no pretendo traer el pasado al presente.
–Usted mencionó que este trabajo tiene por objeto sacarles argumentos a los sectores que hacen apología del genocidio. ¿Puede explicarlo?
–Muchas de las cosas que descubrí al analizar este período es que algunas cuestiones que sostienen los defensores de la dictadura tienen algunos visos de verdad. Por ejemplo, que los militares fueron convocados por un gobierno democrático, en 1975, y que contaban con el respaldo de buena parte de la sociedad es algo cierto, en buena medida. Durante el Operativo Independencia, en el Congreso se reclamaba el reconocimiento a los militares como víctimas de la subversión, lo que prueba también el respaldo político que tenían las Fuerzas Armadas incluso antes del golpe. Pero todos esos hechos no pueden exculpar a nadie del hecho de haber cometido un genocidio como el que se practicó a partir de 1976. Entonces, si desde la investigación y el debate público se reconoce la responsabilidad que tuvo la sociedad al convocar a las Fuerzas Armadas para combatir a las organizaciones armadas, los apologistas de la dictadura se quedan sin argumentos. En un juicio, bien se puede admitir que fue un error avalar el accionar de los militares contra todo lo que se consideraba como subversivo. ¿Pero eso exime a alguien de la imputación sobre un delito de lesa humanidad? En absoluto. Y fijémonos que en cada uno de sus intervenciones, Jorge Rafael Videla utiliza el decreto firmado por Italo Luder en 1975 mediante el cual se convocaba a las Fuerzas Armadas a “aniquilar el accionar subversivo” como una justificación. Sin embargo, eso no puede entenderse como una carta blanca para dar un golpe contra un gobierno democrático y ejercer después la represión que se desarrolló.
–¿Pero cómo es entonces que una sociedad llega al terrorismo de Estado y la desaparición forzada de personas?
–Porque se va corriendo el límite de lo tolerable, de lo que políticamente se puede hacer. Cuando se establece un cierto consenso sobre la necesidad de eliminar la subversión, y los subversivos terminan siendo la mitad de la población, se llega a niveles represivos como los que se verificaron desde el 24 de marzo de 1976. Lo que remarco es que el límite no se corrió ese día, se trató de una progresión, una escalada autoritaria. La dictadura no bajó desde un plato volador.
–¿La teoría de los dos demonios, que se buscó imponer en los años ’80, impidió un análisis más profundo de un fenómeno complejo?
–El gran problema es que funcionó como una especie de límite de lo que se podía decir y pensar. Entre ellas, la responsabilidad que tuvieron los partidos políticos, y en especial el peronismo, en la escalada represiva que antecedió al golpe. Afortunadamente, la sociedad ha puesto en cuestión esta teoría en los últimos 25 años y eso es bueno porque indica que intenta hacerse cargo de su pasado. No obstante, considero muy necesario rever la responsabilidad que tuvieron las organizaciones armadas en la violencia que tuvo lugar en los ’70, sin establecer equiparaciones con las fuerzas del Estado. En definitiva, la teoría de los dos demonios es una construcción histórica que hay que romper. Pero tampoco es sostenible que se acuse a alguien de ser funcional a esta teoría por poner en relieve críticamente aspectos de la militancia de aquellos años.
–¿Esa alteridad en función de la cual se construyó la figura del subversivo en los ’70 persiste aún en el imaginario social?
–Creo que sí. Mucho de lo que encarnó la subversión se transfiguró en los ’90 en lo que encarnaron los piqueteros para algunos sectores. La figura de otro social como una amenaza sigue presente. Hoy, por ejemplo, les toca padecerlo a los pibes de los barrios, que son las víctimas de la violencia policial. Pero somos una sociedad distinta a la de los ’70, por suerte venimos de otra acumulación.
Fuente: Pagina/12
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