La doctrina estadounidense sobre las “nuevas amenazas” les otorga a los carteles de la droga el rol de enemigo preferencial. Y propone la militarización de la seguridad interna. El siniestro saldo de la guerra mexicana contra el narco.
Por Ricardo Ragendorfer.
Ya no constituye un secreto el empeño de los Estados Unidos por militarizar la seguridad interior de los países latinoamericanos. Ni resulta asombroso que hacia ese camino apunten sus programas de ayuda a las fuerzas policiales de la región.
“Ningún país por sí mismo puede hacer frente a los peligros que presenta el siglo XXI”, soltó el enviado de los Estados Unidos, Leon Panetta, el 8 de octubre en Punta del Este, durante la X Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas. Panetta usó esa frase para rematar su resumen sobre la doctrina norteamericana de “las nuevas amenazas”. Al respecto, de sus labios salieron cuatro vocablos: “Desafíos multifacéticos y solapados”. Ello alude –además del terrorismo y las pandillas criminales– a los poderosos carteles abocados al narcotráfico. Y compromete la utilización de las Fuerzas Armadas en labores estrictamente policiales. Pero el saldo de esa mezcla conceptual entre seguridad y defensa resulta algo trágico. El ejemplo mexicano es una prueba palmaria de ello.
Negocio global. Desde 1980, la Drugs Enforcement Administration (DEA) inició una cruzada integral contra los carteles latinoamericanos de la droga con el propósito de controlar el fabuloso flujo monetario que se desliza a través de sus arcas.
Su paralelismo más remoto es la Guerra del Opio en el siglo XIX entre Inglaterra y China, desatada a raíz de la pretensión británica de eliminar los obstáculos que impedían el comercio de tal pócima en el milenario país oriental. El surgimiento –a mediados de los años ’70– de los carteles colombianos, su fabulosa facturación y, con posterioridad, la debacle provocada por enfrentamientos armados entre estructuras rivales –en las que la DEA tuvo algo que ver– no acabó precisamente con el negocio, sino que lo condujo hacia una nueva tierra de promisión: México. Los resultados están a la vista.
La ofensiva bélica contra los carteles aztecas no ha podido desarticular a ninguno y, por el contrario, éstos sortean los embates del Estado con alianzas coyunturales entre sí –que, a veces, sólo duran días o el tiempo que lleva cruzar un cargamento–, a pesar de sus violentas disputas por el control de territorios y mercados.
En la actualidad hay en México ocho carteles estructurados con excelencia –el de Juárez, el del Golfo, el del Pacífico, el de Sinaloa, el de Tijuana, el de la Familia, el de los Beltrán Leyva y el de Los Zetas–, con ramificaciones en todo el territorio mexicano y estrechos vínculos con el conjunto de la agencias policiales de ese país.
Tales organizaciones están conducidas por hijos y sobrinos de legendarios capos como Endina Arellano Félix, Amado Carrillo Fuentes e Ismael Zambada. Se trata de una tercera generación de criminales que, por encima de la crueldad de sus operaciones, son diestros con sus pares en el fino arte de la negociación y que han sabido diversificar sus asuntos. Ya no sólo se dedican a las drogas, sino que abarcan un espectro de 25 figuras delictivas, como el secuestro, la extorsión, el tráfico de migrantes y hasta la trata de personas. De ese modo, mientras la sangre se escurre en un plano inclinado, la presencia del narco ha invadido hasta la última hendija de México.
Jinete del apocalipsis. Hay un registro visual que se convirtió en un acabado icono de la militarización del Estado mexicano: durante la mañana del 9 de febrero de 2011, el presidente Felipe Calderón, quien es célebre por su gran apego a la dramaturgia, inició la conmemoración de la Marcha de la Lealtad con una cabalgata desde el Castillo de Chapultepec hasta el Palacio Nacional, escoltado por una profusa formación de cadetes del Colegio Militar, tal como lo hiciera Francisco Madero hace 98 años.
Más allá de dicha efeméride, la puesta en escena significó un guiño para el Ejército en su lucha contra el crimen organizado. También fue una afirmación casi obscena de triunfalismo.
A esa misma hora, los noticieros informaban sobre la ejecución de ocho personas por tiradores que iban a bordo de camionetas, en el distrito de Nezahualcóyotl, ubicado a escasos kilómetros del sitio en el que Calderón montaba su brioso corcel. Aquel miércoles se reportó un total de 50 muertes en diez estados por ajustes de cuentas, atentados con explosivos y operativos de seguridad. Tal era el promedio diario de asesinatos a comienzos de ese año.
En cifras globales, desde diciembre de 2006, cuando –presionado por Washington– el entonces flamante mandatario tuvo la ocurrencia de convocar a las Fuerzas Armadas para su ofensiva contra los carteles de la droga, la ola de violencia causó en ese país unos 60 mil cadáveres.
Es por demás significativo que en los once meses anteriores de ese año sólo se hayan cometido 603 asesinatos de este tipo. Ello tiene su lógica. Ocurre que la “declaración de guerra” de Calderón al narcotráfico desató tres conflictos bélicos simultáneos: el de los carteles entre sí por el control de los territorios; el de los Zetas (organización integrada por desertores del Ejército), que financian su ingreso en el negocio de la droga con robos y secuestros, y el de los militares contra los propios ciudadanos.
Esta última contienda, por ser obra de una fuerza del Estado, merece una lectura especial.
Estado de excepción. Desde el punto de vista legal, la Constitución de México establece que si un conflicto interno amenaza al país, es lícito aplicar un “estado de excepción”. Y el Ejército en la calle lo es. Pero si ello no posee reglas precisas ni fecha de vencimiento, tal medida deviene en una excepcionalidad de facto, en la que esa anomalía se torna natural y cotidiana. Sobre esta base cabalga la dialéctica del autoritarismo, junto a su correlato fáctico: la suspensión de las garantías individuales y la violación de los derechos humanos. Ahora, a casi seis años de la intervención militar, el gobierno pretende blindar los atropellos de los uniformados con una reforma de la ley de Seguridad Nacional, con el objetivo de “cubrir lo que ya se hizo”. Motivos no le faltan.
En enero de 2010, el embajador estadounidense en México, Carlos Pascual, envió al Departamento de Estado un cable en donde cuestiona con dureza la capacidad operativa del Ejército contra el narcotráfico. Entre otras consideraciones, señala: “Sólo el 2% de los detenidos por militares en Ciudad Juárez ha sido responsabilizado de un crimen.” En otras palabras, el 98% restante estuvo bajo arresto –y sometido a bestiales interrogatorios– sin que haya cometido delito alguno. Gajes del olfato castrense.
Ya a principios de 2007 trascendió que, tras una emboscada a una unidad del Ejército en el Estado de Michoacán, los soldados torturaron y violaron a seis chicas de entre 14 y 17 años, además de arrestar ilegalmente a unas 36 personas cuyas casas fueron saqueadas. La pesquisa para dar con los autores del ataque narco derivó en una represalia indiscriminada contra la población. Lo cierto es que para las autoridades fue muy embarazoso reconocer que ése había sido el bautismo de fuego del Ejército en la “guerra santa” de Calderón.
Desde entonces –de acuerdo con la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH)– se han presentado 7.944 denuncias contra las Fuerzas Armadas por saqueos, torturas, asesinatos y desapariciones forzadas de personas. Claro que no fueron “excesos” ni “daños colaterales”, sino un estilo de trabajo. Un estilo basado en la creencia de que la sociedad civil es la retaguardia del “enemigo”. En ello cifraban los represores latinoamericanos de los ’70 su estrategia para combatir a la guerrilla. “Sacarle el agua al pez”, solían decir sus instructores. Otros, a ese recurso, lo llaman lisa y llanamente “terrorismo de Estado”.
Fuente: Tiempo Argentino.
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