La conflicto policial en Santa Cruz intenta imitar la huelga de los uniformados bolivianos. En tanto, la nueva ola de la inseguridad alarma la buena conciencia del espíritu público. Cuál es la trastienda de ambos escenarios.
Por Ricardo Ragendorfer.
La huelga policial en Santa Cruz logró su objetivo estratégico: instalar la sensación de que esa provincia es ahora una enorme zona liberada. Y lo hizo sin que haya crecido la actividad delictiva. Sólo bastó que, por falta de custodia, los bancos y las dependencias oficiales hubieran limitado o suspendido sus horas de atención para así trastocar los ejes de la vida cotidiana. Pero no exclusivamente en el sentido burocrático. Es que el plan de lucha de los uniformados también se vale del miedo civil y del contagio. Lo primero, por caso, se refleja en la desolación del paisaje urbano con el cierre por decreto de locales bailables, confiterías y salas de juego; lo segundo, en una especie de foquismo policíaco. De hecho, en los últimos días corrieron rumores acerca de acuartelamientos en Córdoba y Buenos Aires. Apenas rumores.
¿Habrá envalentonado a los efectivos de Santa Cruz la reciente rebelión de sus colegas bolivianos?
Ya se sabe que tal conflicto puso en vilo al gobierno de Evo Morales. El reclamo –de naturaleza salarial– incluyó el saqueo y posterior incendio de una oficina de inteligencia que atesoraba los legajos del personal de la fuerza, junto a voladuras de cuarteles policiales en varios puntos del país. Mientras tanto, en La Paz, los huelguitas armados con fusiles y granadas que mantenían un cerco en torno al Palacio Quemado –la sede presidencial–, amenazaban con colgar de los árboles incluso a sus delegados si las negociaciones no llegaban a buen puerto. Semejante escenario –alentado por activistas del derechista Movimiento Sin Miedo y del partido opositor Unidad Nacional– se prolongó hasta el 27 de junio.
Cinco días antes, en Paraguay, un putsch parlamentario eyectaba del poder al presidente Fernando Lugo. No es un secreto que ello fue el increíble epílogo de una conspiración bordada desde la esfera policial: la masacre de Curuguaty.
Ocurrió el 15 de junio, después de que un juez ordenara el desalojo de tierras ocupadas ilegalmente en esa localidad situada en la frontera con Brasil. Francotiradores infiltrados entre los campesinos abrieron fuego sobre la partida policial. La respuesta pareció urdida con anticipación. Aquella tarde, 17 cadáveres de campesinos y policías, además de un centenar de heridos, quedaron diseminados en el sembradío. La sangrienta cosecha no tuvo otro fin que el de tener un motivo para linchar a Lugo en un juicio político de fantasía. El resto de la historia ya es pública.
Sin embargo, su fase más virulenta –la matanza en sí– remite a undéjà vu de cuño nacional: los incidentes del 7 de diciembre de 2010 en el Parque Indoamericano, después de que una jueza ordenara el desalojo de unas 350 familias que habían ocupado de manera pacífica un sector lindante al barrio Los Piletones. La faena –consumada en un operativo conjunto de la Policía Federal y la Metropolitana– concluyó con dos cadáveres: el de Bernardo Salguero, paraguayo, de 22 años, y el de Rosemary Churapuña, boliviana, de 28. También hubo decenas de heridos; entre ellos, un bebé. Horas después, la estentórea irrupción de un ejército de matones sindicales, barrabravas y punteros oscilantes entre el duhaldismo y el PRO provocaría –no sin apoyatura policial– otra víctima fatal y 70 nuevos heridos.
En el plano judicial, son 45 los policías procesados por ello. En el plano político persiste un interrogante: ¿qué es lo que desató entre los agentes del orden tal furi a homicida? ¿Por qué razón –y en contra de los protocolos vigentes por entonces– un contingente de 200 federales y 60 efectivos de la Mazorca de Macri acudieron al desalojo con postas de plomo en sus escopetas Itaka? ¿Qué motivo impulsó a las más altas autoridades de la Federal para que, por radio, impartieran desde la sala de situación del Departamento Central la orden de abrir el fuego? Tal vez, ninguno de los sospechados llegue a reconocer la existencia de un plan desestabilizador en marcha. Lo cierto es que en aquella vidriosa primavera, la respuesta oficial más nítida consistió en la creación del Ministerio de Seguridad, seguida por un proceso de reformas profundas en las principales fuerzas federales de seguridad.
Pero, por esos días, nadie pudo suponer que una coreografía idéntica sería utilizada 19 meses después en Paraguay sin otro propósito que el de malograr su proceso democrático.
Ocurre que la suerte le fue a Lugo más esquiva que al presidente de Ecuador, Rafael Correa, quien pudo conjurar el 30 de septiembre de 2010 un fragote iniciado con el acuartelamiento de la Policía Nacional, antes de que integrantes de esa fuerza mantuviera cautivo al mandatario. El rol de Unasur y su entonces secretario, Néstor Kirchner, fue determinante para abortar la intentona golpista.
Ya con anterioridad a ese apisodio, no era una novedad plantear que las agencias policiales latinoamericanas habían reemplazado a la Fuerzas Armadas en el hábito de derrocar gobiernos constitucionales. Ese, por cierto, es uno de los ejes en los que se funda la nueva dialéctica golpista diseñada en las catacumbas del Pentágono.
Pero no se trata de una idea genuina; por el contrario, el uso de fuerzas policiales a los efectos de articular golpes de Estado es, como el dulce de leche, una contribución argentina a la humanidad. Prueba de ello es el llamado navarrazo, en homenaje al comisario Antonio Domingo Navarro, quien el 27 de febrero de 1974 derrocó en Córdoba al gobernador Ricardo Obregón Cano. Su vice, Atilio López, aparecería acribillado días más tarde. A partir de entonces, esa provincia había pasado a ser el primer laboratorio del terrorismo de Estado que se aplicaría luego en todo el país.
Al respecto, ¿la huelga de los policías en Santa Cruz es sólo un ensayo general de algún experimento de mayor envergadura? Habría que saberlo. Habría que saber si la profución maliciosa de datos y estadísticas del delito es también parte del asunto. Tras casi un año en que la actualidad policial estuvo confinada a crímenes intrafamiliares, intravecinales; es decir, casos fatales entre personas que se conocían previamente, la inseguridad –nombre que simplifica la compleja matríz de la violencia urbana– ha vuelto a las primeras planas. Y junto al fantasma de la huelga policial. Una combinación de cuidado.
Fuente: Info News.
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