lunes, 23 de julio de 2012

UN TRIBUTO SENTIDO AL ARCANGEL DEL ALMA

El contenido de  la obra de Facundo Cabral fue él mismo, su propia vida, no de 'cantautor' sino de juglar, de trovador que viaja por el mundo cantando una nueva aurora: la libertad existencial del hombre.

Por:Alberto Daneri

Vivió toda su vida temiendo que lo hicieran callar. Sobre todo luego de "Pobrecito mi patrón". Creía que donde todos piensan igual ninguno piensa, si bien tenía claro que sólo podemos trascender mediante la construcción colectiva de un proyecto. Facundo Cabral, un tipo que de niño había sufrido, tenía calle. Era de esos que saben que si están allí, la historia se hará eco. Nos conocimos en los '60, un tiempo diferente, con poco consumismo, donde teníamos menos para comer y mucho para soñar. En la calle Lavalle al 700, en el bar donde parábamos por las tardes. Yo atendía una oficina cerca y era cinéfilo, vestía de traje; él era un chico grande sin inhibiciones que esgrimía su uniforme de jean. Dos cosas nos unían: nuestra edad duplicada, el amor a las mujeres y un deseo de no atarnos a ninguna a pesar de que cumplíamos los 30.
Para la gente actual los '60 fueron una época mítica; pero quienes la habitamos nos hacíamos preguntas políticas, artísticas y sexuales en busca de mayor albedrío en cualquier ámbito. Había deseo de cambio. Y miedo. Sin embargo, cuando en 1967 murió la actriz Vivien Leigh (a la que amábamos), Facundo hizo suyas sus palabras: "Yo no le tengo miedo a la muerte." Al año siguiente surgió el gran trueno de su éxito. Su voz se incrementó durante esa dictadura de Onganía y fue un hito esencial de la contracultura. Voz que apelaba a la libertad como meta: "No soy de aquí ni soy de allá" semejaba en aquellos años un desafío a la hipocresía reinante. Que en esa canción nombrara a varias chicas le pareció al gobierno un ataque a sus rígidas creencias. No se debe olvidar que los militares entraron con palos a tomar la universidad en La Noche de los Bastones Largos. Y les cortaban el pelo a los jóvenes.
El contenido de su obra fue él mismo, su propia vida, no de "cantautor" sino de juglar, de trovador que viaja por el mundo cantando una nueva aurora: la libertad existencial del hombre. Esa tímida canción brotada en medio de una sociedad represiva, poco a poco se iría tornando en lo que se convirtió: voz de muchos. El cerebro de Facundo elucubraba mediante la palabra. Y eso era un reto. Ponía al aire sus sentimientos, su conciencia. En la batalla por la imaginación vislumbró el espíritu de lo que es el arte y cómo puede ser recibido por el pueblo. Debemos hacerle justicia a ese legado. El juglar era provocador y se arriesgaba. Tuvo un período contestatario; luego los sucesos del país lo enfriaron. Lo cierto es que sus palabras se alzaban en contra de la conformidad. Primero tenuemente, con sus canciones; después les unió la narración oral, de sutil valor testimonial, pues con divertidas anécdotas pintaba la deshumanización. Así colaboró en la gestación de nuestra cultura.
Era de los que no aceptan que les cuenten la historia: anhelan formar parte de ella. Por eso se acercaba a la gente que admiraba. Entendía su poder como icono cultural, y sus canciones estaban tan soldadas a su forma de ver el mundo que llegaron a tener un tinte mágico para el público. Ese estilo llano, sencillo, era la forma que le permitía llegar a cientos de miles. Su narrativa lo acercaba al poeta François Villon. De cierto modo, le escribía al amor y a la justicia, sus dos pasiones. Ajeno a la narcótica neblina capitalista, el dinero no simbolizaba algo cardinal en su vida; lo tuvo a montones y lo dilapidó. No era tampoco un artista autodestructivo (que se droga o se emborracha), sino un hombre que ansiaba cultivarse. Y lo logró. Tampoco le gustaba encerrarse (como a otros artistas) en una cápsula del tiempo y acopiar dinero repitiéndose. Sobre todo cuando creció cultural y emocionalmente. Era distinto a los 60 años del joven que tuvo 30. Floreció tras su inmenso dolor a los 41.
Primero, debió exiliarse en la última dictadura. ¿Quién tiene derecho a definir lo que es lícito moralmente y lo que no? ¿El Poder? Lejos del país, en un evento aéreo murieron su mujer y su hija. Entonces él se derrumbó. Excesivamente flaco y callado, salió a flote recurriendo a la religiosidad y fortaleciendo su ego. Carpe diem (vivir el día) sería su nueva divisa. Cuando volvió, deambulaba en un agónico purgatorio; hasta que se liberó. Decía que dormía en cuartos de hoteles porque había aprendido, desde niño, a vivir con las cosas esenciales. Errado o no, detrás de lo que hacía había una verdad: sonaba sincero, creía en cada palabra, si bien sus historias a veces se contradecían. Nadie puede saber cuánto de cierto o de fabulación colocaba en ellas. Si se enamoraba ponía en la mujer las máximas expectativas. O llegaba la decepción. Una vez alardeó sobre un personaje que había conocido. No creí esa historia, pero ni abrí la boca. Me miró. Dijo: "Me gusta tu franqueza, incluso la de tu mirada." Había atrapado mi pensamiento.
Capturó devotos con limpia simplicidad, mezclando la espontaneidad con el discurso armado. Ya en democracia y en un lapso de enorme éxito, se presentaba casi como un enviado de Dios. Una corporación religiosa lo atacó duramente. Y volvió a irse. Siendo fiel a sí mismo recuperó su identidad, si bien con un matiz de misticismo llamativo, similar a su exacerbado fervor por Borges, mordaz enemigo de la Evita que lo ayudó siendo chico. Facundo pensaba que la muerte era un tránsito. Huía del éxito. En plena cumbre se alejaba, quería hallar su alma en otros lares. Pero ya la poseía. Dignamente soportó diversos dolores que lo fatigaban. Como la espada de hielo que casi le quita la vista. Para mitigar la soledad apelaba a la reflexión. De ese niño pobre y analfabeto pero rico en ambición creadora, hoy subsisten canciones, vivencias y su deseo de paz. Quizá su obra sea una peregrinación sin cruz por el vacío de un planeta sin fe. Él, burbujeante como una copa de champán, vivirá en la memoria de quienes ansían un mundo mejor. <

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