Entrevista: Lesia Paliuk, Presidenta de la Asociación de Emigrantes y Refugiados de Europa Oriental. Perseguidos por la tragedia de la radiación de la central nuclear de Chernobyl, los ucranianos no tienen acceso a la salud pública.
Por Exequiel Siddig
Entre los linyeras que desde 2001 rondan las calles de Buenos Aires, hay un doctor en agronomía cegado por su adicción al vodka. Es uno de los 15 mil ucranianos que desde 1994 llegaron a la Argentina escapando del sarcófago a cielo abierto que es su país. Todavía la radiación por la explosión del reactor nuclear en Chernobyl sigue haciendo estragos.
Lesia Paliuk, presidenta de la Asociación de Emigrantas y Refugiados de Europa Oriental (Oranta) desde 2003, conoció a este hombre en la Mesa de Entradas de la oficina del jefe de Gobierno porteño. No hablaba el idioma y el desdén de los funcionarios era infranqueable. Lesia intercedió. Supo de él que había venido al sur pampeano pensando en que le iría bien porque se trataba de un país agrícola. Huérfano de Estado, se la pasaba leyendo en la biblioteca del Congreso, donde encontró la información de que Menem había firmado un tratado bilateral para permitir la entrada de 200 mil ucranianos. Era un convenio apoyado por el BID y el Banco Mundial. “Por cada migrante, esas instituciones otorgarían al país U$S 20 en concepto de vivienda, inserción social, curso de idiomas y reválida de títulos universitarios. Lo cierto es que nunca recibimos nada del Estado en ese entonces; quedamos a la buena de Dios, como dicen acá. Cuando fui a Cancillería a pedirlo, me dijeron que era información clasificada.”
El 37 por ciento de la inmigración ucraniana reciente es profesional universitaria; el 55% tiene el terciario completo. Paliuk nació en Striy, una pequeña ciudad de la provincia de Lviv, lejos de Chernobyl. Es economista por la Universidad de Kiev, pero cuando en 1996 llegó a Buenos Aires con su pareja, ingeniero, les fue peor que a los gallegos y tanos que desembarcaron en las primeras décadas del siglo XX. Algunos compatriotas mal asesorados fueron a parar a hoteles caros y se patinaron los ahorros enseguida. Ellos vivieron en un hotel decadente de Sarmiento 1162. “Mi primer trabajo fue de mucama en un country de La Plata. La dueña de la casa, salió y dejó una nota escrita para la cocinera. Cuando ésta llegó, me pidió que le leyera. Yo no hablaba ni una palabra del español, pero como sabía algo de inglés se lo pude leer. Para mí era prácticamente increíble que alguien no supiera su propio alfabeto. Eso en Ucrania no existía.”
El segundo empleo de Paliuk fue como depiladora y masajista. “Durante la Urss, en la universidad los hombres hacían el servicio militar y las mujeres cursos de enfermería. Salías con dos títulos: el de tu profesión y el de teniente.”
La falta de planificación demográfica del país respecto de los inmigrantes, y que aún persiste, hizo que muchos ucranianos luego de la crisis de 2001 tomaran la opción de irse a Canadá, donde –si tenían título terciario y eran menores de 40 años– consiguieron asistencia social estatal, empleo y crédito para comprarse una morada. Cuando Lesia fue a dar una charla en Río Negro, se enteró de que el hospital de Villa La Angostura carecía de muchos especialistas. “Hay médicos ucranianos y muchísimas enfermeras peruanas en Buenos Aires que podrían cubrir esa clase de puestos. Entre nuestros inmigrantes, hay especialistas en minería –una mano de obra cualificada muy necesaria en la Argentina de hoy–, que trabajan como pintores o albañiles. Recuerdo que un neurocirujano muy famoso de Kiev, se volvió al año: trabajaba en la construcción, ningún hospital quiso tomarlo siquiera como enfermero, y decía que sus manos no iban a poder seguir operando nunca más. Hoy está en un país africano.”
En parte, el problema con los inmigrantes extra Mercosur es la falta de convenios bilaterales que les procuren una mejor vida y más posibilidades. En 2006, desde la asociación Oranta pidieron audiencia con el presidente Kirchner “y nos atendió enseguida”, cuenta Paliuk. El 20 de abril pasado, fruto de ese encuentro, el canciller Héctor Timerman finalmente firmó en Kiev con su par ucraniano Kostantyn Grishchenko un acuerdo para suprimir visas y validar los títulos universitarios en los dos países, aunque que todavía necesita ratificación del Congreso argentino para entrar en vigencia.
Lesia termina su tesis en la Unsam –en una maestría internacional– sobre convenios de cooperación para científicos argentinos radicados en el extranjero. Sin embargo, como líder de su comunidad espera con ansias que en diciembre de 2011 se firme un convenio que asegure la protección social de los migrantes ucranianos, como está previsto.
“Hay mucho alcoholismo entre los ucranianos en la Argentina –cuenta Paliuk–. El vodka y el whisky allá, por el frío, no les hacía nada, pero acá los ha destruido. Además, la radiación por Chernobyl es una caja de Pandora, no se puede medir. A la hija de una amiga, de 13 años, que nació en la Argentina, le descubrieron una leucemia. Todos necesitamos un chequeo médico ordinario al menos una vez al año. Los mayores no van a los hospitales porque no tienen cobertura médica. Y se nos están muriendo.”.
Lesia Paliuk, presidenta de la Asociación de Emigrantas y Refugiados de Europa Oriental (Oranta) desde 2003, conoció a este hombre en la Mesa de Entradas de la oficina del jefe de Gobierno porteño. No hablaba el idioma y el desdén de los funcionarios era infranqueable. Lesia intercedió. Supo de él que había venido al sur pampeano pensando en que le iría bien porque se trataba de un país agrícola. Huérfano de Estado, se la pasaba leyendo en la biblioteca del Congreso, donde encontró la información de que Menem había firmado un tratado bilateral para permitir la entrada de 200 mil ucranianos. Era un convenio apoyado por el BID y el Banco Mundial. “Por cada migrante, esas instituciones otorgarían al país U$S 20 en concepto de vivienda, inserción social, curso de idiomas y reválida de títulos universitarios. Lo cierto es que nunca recibimos nada del Estado en ese entonces; quedamos a la buena de Dios, como dicen acá. Cuando fui a Cancillería a pedirlo, me dijeron que era información clasificada.”
El 37 por ciento de la inmigración ucraniana reciente es profesional universitaria; el 55% tiene el terciario completo. Paliuk nació en Striy, una pequeña ciudad de la provincia de Lviv, lejos de Chernobyl. Es economista por la Universidad de Kiev, pero cuando en 1996 llegó a Buenos Aires con su pareja, ingeniero, les fue peor que a los gallegos y tanos que desembarcaron en las primeras décadas del siglo XX. Algunos compatriotas mal asesorados fueron a parar a hoteles caros y se patinaron los ahorros enseguida. Ellos vivieron en un hotel decadente de Sarmiento 1162. “Mi primer trabajo fue de mucama en un country de La Plata. La dueña de la casa, salió y dejó una nota escrita para la cocinera. Cuando ésta llegó, me pidió que le leyera. Yo no hablaba ni una palabra del español, pero como sabía algo de inglés se lo pude leer. Para mí era prácticamente increíble que alguien no supiera su propio alfabeto. Eso en Ucrania no existía.”
El segundo empleo de Paliuk fue como depiladora y masajista. “Durante la Urss, en la universidad los hombres hacían el servicio militar y las mujeres cursos de enfermería. Salías con dos títulos: el de tu profesión y el de teniente.”
La falta de planificación demográfica del país respecto de los inmigrantes, y que aún persiste, hizo que muchos ucranianos luego de la crisis de 2001 tomaran la opción de irse a Canadá, donde –si tenían título terciario y eran menores de 40 años– consiguieron asistencia social estatal, empleo y crédito para comprarse una morada. Cuando Lesia fue a dar una charla en Río Negro, se enteró de que el hospital de Villa La Angostura carecía de muchos especialistas. “Hay médicos ucranianos y muchísimas enfermeras peruanas en Buenos Aires que podrían cubrir esa clase de puestos. Entre nuestros inmigrantes, hay especialistas en minería –una mano de obra cualificada muy necesaria en la Argentina de hoy–, que trabajan como pintores o albañiles. Recuerdo que un neurocirujano muy famoso de Kiev, se volvió al año: trabajaba en la construcción, ningún hospital quiso tomarlo siquiera como enfermero, y decía que sus manos no iban a poder seguir operando nunca más. Hoy está en un país africano.”
En parte, el problema con los inmigrantes extra Mercosur es la falta de convenios bilaterales que les procuren una mejor vida y más posibilidades. En 2006, desde la asociación Oranta pidieron audiencia con el presidente Kirchner “y nos atendió enseguida”, cuenta Paliuk. El 20 de abril pasado, fruto de ese encuentro, el canciller Héctor Timerman finalmente firmó en Kiev con su par ucraniano Kostantyn Grishchenko un acuerdo para suprimir visas y validar los títulos universitarios en los dos países, aunque que todavía necesita ratificación del Congreso argentino para entrar en vigencia.
Lesia termina su tesis en la Unsam –en una maestría internacional– sobre convenios de cooperación para científicos argentinos radicados en el extranjero. Sin embargo, como líder de su comunidad espera con ansias que en diciembre de 2011 se firme un convenio que asegure la protección social de los migrantes ucranianos, como está previsto.
“Hay mucho alcoholismo entre los ucranianos en la Argentina –cuenta Paliuk–. El vodka y el whisky allá, por el frío, no les hacía nada, pero acá los ha destruido. Además, la radiación por Chernobyl es una caja de Pandora, no se puede medir. A la hija de una amiga, de 13 años, que nació en la Argentina, le descubrieron una leucemia. Todos necesitamos un chequeo médico ordinario al menos una vez al año. Los mayores no van a los hospitales porque no tienen cobertura médica. Y se nos están muriendo.”.
Fuente: Miradas al Sur
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