Las 31 horas durante las cuales el papa Juan Pablo II estuvo en suelo argentino, entre el 11 y 12 de junio de 1982, le permitieron mantener tres encuentros con el dictador Leopoldo Galtieri y otros miembros de la Junta Militar, asistir a una nutrida reunión en la Curia Metropolitana con cardenales y obispos, más los presidentes de las conferencias episcopales de Latinoamérica, liderar dos convocatorias multitudinarias a las que asistieron 700 mil y dos millones de personas, mencionar 14 veces la palabra “paz” en su segunda intervención ante el monumento a los Españoles y declinar los pedidos de entrevistas de los organismos de derechos humanos. 48 horas después de su visita, el general Mario Benjamín Menéndez se rendía lejos de todo, en Puerto Argentino.
La visita papal le permitió al Vaticano zafar de la incomodidad de concretar otro viaje previsto mucho antes a Londres y un posterior encuentro con Ronald Reagan. Pero de ninguna manera hubo intención seria de mediar en el conflicto. Una primera explicación es que resultaba imposible e indeseable para el Vaticano quebrar la alianza cultural y estratégica entre las Fuerzas Armadas y la Iglesia argentina, aún con sus matices internos. Otra: Gran Bretaña comenzó a ganar la guerra ni bien nuestros generales la diseñaron. A Margaret Thatcher la aventura dictatorial le vino de perillas para remontar su situación política. Aún abogando por la paz, exaltados por la novedosa “unión espiritual del pueblo argentino” que parecía oxigenar a la dictadura, una vez iniciado el conflicto la mayoría de los obispos apostó más a la espada que a la cruz. Contribuyeron a su modo al retroceso medible en décadas de la posición argentina.
Ni bien las tropas argentinas tomaron Puerto Argentino el episcopado, con la firma del cardenal Raúl Primatesta, emitió un primer comunicado que decía: “En este momento crucial en que la patria, guiada por sus autoridades, ha afirmado sus derechos, buscando asegurar su mantenimiento, la Conferencia Episcopal Argentina exhorta vivamente a todo el pueblo de Dios a expresar su unión en una permanente y constante súplica, para que el Señor abra muy pronto aquellos caminos de paz que, asegurando el derecho de cada uno, ahorren los males de cualquier conflicto”. Las autoridades eclesiásticas sostuvieron permanentemente la invocación a la paz. El problema es que también proponían una solución negociada (“la paz auténtica”, decían) en la que la posición argentina saliera airosa, con “justicia” y con “honor”. Esa salida justa y honrosa en los hechos resultaba imposible y los obispos lo sabían, con lo cual, en la práctica, no quedaba otra que seguir disparando.
Las palabras fueron acompañadas por gestos fuertes y liturgias. El cardenal Aramburu y el provicario del Ejército, monseñor Victorio Bonamín, dispusieron el envió de 10.000 rosarios para los soldados. Cuando el general Menéndez juró sobre una Biblia en Puerto Argentino, lo hizo sobre un ejemplar especialmente dedicada por el obispo de Lomas de Zamora, Desiderio Collino, quien antes había bendecido ocho crucifijos y una imagen de la Virgen de Luján. Los obispos argentinos venían empleando el lenguaje de la muerte desde hacía años. Hacia agosto de 1976 monseñor Adolfo Tortolo –quien en julio de 1975, había sido nombrado por el papa Vicario General Castrense de las Fuerzas Armadas– cerraba un libro titulado El Ejército de hoy, escribiendo: “La sangre aún tibia de nuestros mártires será el plasma vital de esta Argentina renovada”.
Dios es argentino. Como sucedió en tantas naciones del mundo desde los orígenes de la Historia, nuestra Iglesia no olvidó destacar que, contra Gran Bretaña, Dios estaría de nuestro lado. Desde La Plata, monseñor Antonio Plaza, quien había sido capellán mayor de la Policía de la provincia y encubridor de torturadores, ya había dicho que Dios estaba a favor de la guerra contra la subversión. Con el Ejército en Malvinas, aseguró que “no puede haber ningún argentino que no piense en estos momentos que la recuperación de las Malvinas no solamente es un acto de justicia, sino también un acto que servirá para unir al pueblo en busca del destino feliz para el cual Dios ha creado a la patria argentina”. Otro monseñor, Guillermo Bolatti, arzobispo de Rosario, reiteraba a mediados de abril del ’82 que “Dios defenderá nuestra causa, la causa que ha sido motivo de este acto de las Fuerzas Armadas argentinas al ocupar territorio que era y es nacional, parte integrante de nuestra patria”.
Difícil conciliar estos posicionamientos con la invocación simultánea al valor de la paz y los horrores de la guerra. Pero esto es lo que hacía la enorme mayoría de los obispos. Una figura relativamente excepcional fue Vicente Zazpe, quien desde Neuquén habló de la soberanía en Malvinas para referirse también a la necesidad de “mantener la soberanía de una industria expuesta a la expoliación por un sistema contrario a los intereses de la Patria”. Dijo también que “la mayor riqueza y soberanía de la Argentina es nuestro pueblo, al que se le hace padecer las consecuencias de una economía que lo empobrece y se lo reprime violentamente cuando quiere hacer sentir su descontento”.
Esta y otras citas anteriores, tomadas del diario La Nación, corresponden a un artículo de un especialista en la historia de la Iglesia católica durante la dictadura, Martín Obregón, de la Universidad Nacional de La Plata. En ese artículo, publicado en Cuadernos Argentina Reciente, Obregón recuerda de qué presuroso modo el Vaticano acordó la visita papal al país, siendo que el viaje previsto (desde dos años atrás) era en dirección al Reino Unido, más una eventual audiencia en Roma con el máximo aliado británico: Ronald Reagan. Ya algunos miembros de las Fuerzas Armadas habían expresado su malestar por esas movidas vaticanas. Juan Pablo II empezó su visita al país sin pisarlo, enviando desde Roma un mensaje ambiguo acerca de encontrar, de nuevo, “una solución honrosa por medio de una negociación pacífica”. Todavía hoy puede leerse por internet lo que dicen las páginas de la agencia católica Aica: “Es entonces cuando Juan Pablo II, con paternal delicadeza, decide efectuar fuera de todo programa y sin preparación alguna, una visita fugaz a la Argentina”. Un viaje, decía el Papa, “de amor, de esperanza y de buena voluntad, de un Padre que va al encuentro de los hijos que sufren”.
Difícil conciliar estos posicionamientos con la invocación simultánea al valor de la paz y los horrores de la guerra. Pero esto es lo que hacía la enorme mayoría de los obispos. Una figura relativamente excepcional fue Vicente Zazpe, quien desde Neuquén habló de la soberanía en Malvinas para referirse también a la necesidad de “mantener la soberanía de una industria expuesta a la expoliación por un sistema contrario a los intereses de la Patria”. Dijo también que “la mayor riqueza y soberanía de la Argentina es nuestro pueblo, al que se le hace padecer las consecuencias de una economía que lo empobrece y se lo reprime violentamente cuando quiere hacer sentir su descontento”.
Esta y otras citas anteriores, tomadas del diario La Nación, corresponden a un artículo de un especialista en la historia de la Iglesia católica durante la dictadura, Martín Obregón, de la Universidad Nacional de La Plata. En ese artículo, publicado en Cuadernos Argentina Reciente, Obregón recuerda de qué presuroso modo el Vaticano acordó la visita papal al país, siendo que el viaje previsto (desde dos años atrás) era en dirección al Reino Unido, más una eventual audiencia en Roma con el máximo aliado británico: Ronald Reagan. Ya algunos miembros de las Fuerzas Armadas habían expresado su malestar por esas movidas vaticanas. Juan Pablo II empezó su visita al país sin pisarlo, enviando desde Roma un mensaje ambiguo acerca de encontrar, de nuevo, “una solución honrosa por medio de una negociación pacífica”. Todavía hoy puede leerse por internet lo que dicen las páginas de la agencia católica Aica: “Es entonces cuando Juan Pablo II, con paternal delicadeza, decide efectuar fuera de todo programa y sin preparación alguna, una visita fugaz a la Argentina”. Un viaje, decía el Papa, “de amor, de esperanza y de buena voluntad, de un Padre que va al encuentro de los hijos que sufren”.
Toco y me voy. El Santo Padre llegó minutos antes de las 9 de la mañana del 11 de junio. Galtieri fue a recibirlo. Ya la Nunciatura y los obispos habían descartado la posibilidad de un encuentro con organismos de derechos humanos “en razón de la brevedad de la visita”. Al día siguiente, viajando en papamóvil, eran dos millones en torno del altar erigido en el Monumento de los Españoles. El 28 de mayo ya se había producido la victoria británica en Ganso Verde y comenzaba el avance sobre Puerto Argentino. Acaso eso explique lo que se dice sobre el clima que se percibía en las misas papales: ya no era el belicismo patriotero como un angustioso pedido de paz. Entre los dos millones, descollaban las figuras de los tres comandantes en jefe de la dictadura, Galtieri, Jorge Anaya y Basilio Lami Dozo. Habría tiempo para un tercer y último encuentro entre Juan Pablo II y Galtieri.
Dos días después de que el Papa se tomara el vuelo de regreso, llegaría la rendición en Malvinas, esa que Crónica tituló en cuerpo catástrofe “¡TREGUA!”, La Razón 5ª: “Cesó la lucha y se retiran las tropas”, y Clarín: “Cesaron los combates”. La operación discursiva inmediata de la Iglesia católica, que previó lúcidamente lo que sería la reacción popular ante la derrota, fue intentar compensar la implosión de la dictadura ayudando a construir su retirada a salvo. Uno de los primeros comunicados de la Conferencia Episcopal tras la rendición resaltaba “el valor y la pericia de quienes defendieron a la Patria”, así como el “sentimiento de unidad nacional”. No puede sorprender, pero es notoria la coincidencia entre esas palabras y las de un editorial escrito por Mariano Grondona el 23 de junio del ’82, con el seudónimo Guicciardini, en El Cronista: “Todos los analistas, desde Clauswitz hasta Churchill, coinciden en señalar el momento de la derrota en una gran batalla como la máxima prueba para un gobierno, un ejército y un pueblo… Los argentinos, que nos habíamos portado tan bien durante la guerra de Malvinas, no hemos sabido hacerlo, sin embargo, después de la derrota”. Hoy, Grondona es de los que hablan de patrioterismo.
Dos días después de que el Papa se tomara el vuelo de regreso, llegaría la rendición en Malvinas, esa que Crónica tituló en cuerpo catástrofe “¡TREGUA!”, La Razón 5ª: “Cesó la lucha y se retiran las tropas”, y Clarín: “Cesaron los combates”. La operación discursiva inmediata de la Iglesia católica, que previó lúcidamente lo que sería la reacción popular ante la derrota, fue intentar compensar la implosión de la dictadura ayudando a construir su retirada a salvo. Uno de los primeros comunicados de la Conferencia Episcopal tras la rendición resaltaba “el valor y la pericia de quienes defendieron a la Patria”, así como el “sentimiento de unidad nacional”. No puede sorprender, pero es notoria la coincidencia entre esas palabras y las de un editorial escrito por Mariano Grondona el 23 de junio del ’82, con el seudónimo Guicciardini, en El Cronista: “Todos los analistas, desde Clauswitz hasta Churchill, coinciden en señalar el momento de la derrota en una gran batalla como la máxima prueba para un gobierno, un ejército y un pueblo… Los argentinos, que nos habíamos portado tan bien durante la guerra de Malvinas, no hemos sabido hacerlo, sin embargo, después de la derrota”. Hoy, Grondona es de los que hablan de patrioterismo.
Fuente: Miradas al Sur
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