lunes, 26 de noviembre de 2012

PINTO SU ALDEA, PINTO EL MUNDO

A los 74 años y luego de largas complicaciones de salud, murió Leonardo Favio. Su obra como cineasta lo hizo uno de los directores más potentes, originales y mostradores de la realidad profunda de la Argentina. Como compositor y cantautor recorrió Latinoamérica y dejó canciones imborrables en la memoria popular.
 
Por Sebastian Feijoo.
        
S i la muerte para el periodismo y buena parte de la sociedad es un manto sagrado que todo lo exculpa, que deforma lo hecho y lo vivido hasta transformarlo en una ristra de estampitas de corrección, a lo mejor Leonardo Favio no merece esta nota. Porque no todo es lo mismo. Porque la muerte conmueve, espanta y acecha, pero no hace que todas las vidas hayan sido iguales. Y mucho menos sus legados. El lunes pasado, a los 74 años, murió Leonardo Favio: uno de los cineastas más profundos que dio la Argentina, acaso el que a partir de una sensibilidad y creatividad distintivas mejor expresó a su pueblo. No fue un trámite sencillo. Diversas enfermedades lo perseguían desde hacía años, hasta que su cuerpo dijo basta en una habitación del porteño sanatorio Anchorena, rodeado de sus seres queridos. Su vida fue intensa: llena de postergaciones, esperanzas, dolores y belleza. Esa vida ya es parte de la inmortalidad a través de una obra que merece conocerse por su peso específico más allá de los protocolos de las necrológicas.
Favio nació como Jorge Fuad Jury el 28 de mayo de 1938, en Las Catitas, una minúsculo y empobrecido pueblito de Mendoza. Pero vivió su infancia en Luján de Cuyo, criado por su madre, Laura Favio, y su tía Elcira Olivera Garcés, que ya desde temprana edad lo vincularon con el mundo del radioteatro. Un padre ausente marcó una niñez signada por la pobreza y la falta de posibilidades de desarrollo. La calle, la necesidad se sobrevivir y pequeños robos lo llevaron al correccional de menores bautizado Hogar El Alba –el nombre de este tipo de instituciones y el de los geriátricos comparten la misma sobredosis de cinismo–, del que más de una vez se las arregló para escapar. Se trató de una experiencia traumática, que marcó su vida y dejó huella en su obra. Pero lejos del resentimiento, Favio logró transformar todo ese dolor en un motor de sensibilidad que alimentó tanto su vida como su trabajo. La mayoría de sus personajes perseguían cierta redención, pero jamás escondían sus flaquezas.
Fue un artista en la mejor acepción de palabra. Sin poses, sin redes, sin tilinguería. También fue una personalidad única. Su historia, sus formas, su eterno palpitar peronista, su compromiso, su franqueza y su lirismo lo transformaron en una figura única que supo trascender sus películas y su música. Favio también fue una metáfora de justicia social. Nació en los márgenes olvidados de Mendoza, no tuvo padre, vivió en un correccional, su educación fue menos que básica y llegó a ser uno de los cineastas más reconocidos de la Argentina y una referencia ineludible en Latinoamérica. “Empezaron a nombrarme como un personaje de la cultura cuando aprendí a tomar la sopa sin hacer ruido”, dijo alguna vez el propio director con esa mezcla de picardía y ternura que lo definían. Expresó gran parte del sentimiento argentino. Fue popular por su talento, no por –como malentienden tantos– vender porquería y tener mucho rating.
 
Director desde siempre. Favio había hecho algunas apariciones como actor, probó escribiendo guiones, pero la figura de director lo encandiló apenas la conoció y la abrazó ni bien tuvo una oportunidad. Decididamente, su legado más potente pertenece al mundo de la pantalla grande. Su filmografía más destacada incluye Crónica de un niño solo (1964), Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más… (1967), El dependiente (1969), Juan Moreira (1973), Nazareno Cruz y el lobo (1975), Soñar, soñar (1976), Gatica, el Mono (1993), la monumental , sinfonía del sentimiento (1999) y Aniceto (2008). En más de un sentido fue autodidacta, pero la gran admiración y amistad que lo unía a Leopoldo Torre Nilsson (Babsy) resultaron fundamentales para su formación. Crónica de un niño solo fue su sorprendente debut. Filmada en blanco y negro, pintaba con sutileza y profundidad el sórdido mundo de su infancia, protagonizada por niños actores desconocidos. “Yo filmaba para deslumbrar a Babsy. Él era el referente de lo que yo hacía. Cuando la vio se conmovió. La vimos por primera vez en una proyección en la Asociación de Cronistas en la que estábamos solos los tres: él. Beatriz Guido y yo”, expresó el propio Favio en el libro Pasen y vean. La vida de Favio, de Adriana Schettini.
Luego llegarían Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más..., la historia de un triángulo amoroso trágico, tratada con un minimalismo conmovedor que también funcionó de trampolín para un por entonces desconocido Federico Luppi. El dependiente, por su parte, cierra la trilogía iniciática de Favio, también registrada en blanco y negro que –con sus formas únicas– puede inscribirse el cine de autor latinoamericano de mediados de los años ’60, donde se fusionaba lo testimonial y la ficción, y se filmaba en locaciones naturales con actores no profesionales o poco conocidos. En este caso, se trató de una historia de amor tácita en un pueblo perdido. Está basada en el cuento de su hermano Zuhair Jury, una asociación que tuvo pasado y futuro.
 
La revolución interior. Favio volvió al cine con Juan Moreira, filmada en plena era del “Luche y vuelve” y a segundos de la inauguración oficial de la primavera camporista. Se trataba de la vida del gaucho Moreira –interpretado por Rodolfo Bebán–. Con esta producción Favio dejaba atrás el nicho de director de culto para trasformarse en un éxito masivo. Eran tiempos de esperanzas y triunfos populares, a los que la épica de Juan Moreira parecía interpretar con plenitud. Su búsqueda estética hizo emerger a otro director: menos costumbrista, más cercano a los recursos del spaghetti western, las telenovelas y por ende a ciertas resoluciones grandilocuentes. Poco después le siguió Nazareno Cruz y el lobo, la historia de un campesino conocido en su pueblo natal por ser el séptimo y último hijo varón de su padre, que reniega de las leyendas, pero más tarde se encontrará con el mismísimo príncipe del Infierno (Alfredo Alcón). Luego sería el tiempo de Soñar soñar, con Carlos Monzón y Gian Franco Pagliaro como protagonistas, un relato de amigos que se quieren y traicionan, y al mismo tiempo parecen jugar con el telón de fondo del sueño peronista que primero implosionó y después fue masacrado por la dictadura comandada por Jorge Rafael Videla.
Esa misma dictadura dejó al país sin Favio por demasiado tiempo. Entre el exilio obligado y sus procesos internos hubo que esperar 17 años. Gatica, el Mono, es un retrato único del que sólo Favio era capaz. Desde su concepción, al guión y su forma de filmarlo, Gatica es Gatica y también es el peronismo: su ascenso, su caída, sus felicidades, sus tristezas y ante todo su épica. De alguna manera, Gatica también es un poco Favio. El boxeador de la película repetía “a mí se me respeta” –entre muchos latiguillos–. El director le explicaba a Schettini: “Es algo que yo siempre tuve dentro mío. Siempre lo tuve aún sin decirlo. Entonces, decidí ponérselo a Gatica porque me pareció un latiguillo bien infantil, pero que en última instancia marca una actitud de vida. Es como decir yo me rompo el culo hasta aquí, pero este es el límite. Lo que pasa es que Gatica reclama ese respeto en los momentos mas insólitos, como por ejemplo cuando acaba de tocarle el culo a una mina. Es una criatura, él no mide”. Gatica, el Mono, fue nuevamente un éxito de taquilla y crítica.
Aniceto sería su despedida filmográfica. Una historia de amor en clave de ballet, protagonizada por el bailarín Hernán Piquín y con la voz en off del propio Favio. De algún modo sintetizó gran parte de la paleta artística que creó a lo largo de su vida.
 
El mundo de la música. Favio desembarcó en la música a fines de los ’60. Por entonces, el cine le daba prestigio pero no muchos ingresos. La música se terminaría consolidando como una gran fuente de financiamiento, pero más allá que esa realidad su pasión y compromiso con el género eran genuinos. Aunque los resultados artísticos fueron menos singulares e imperecederos que su obra cinematográfica.
Llegó a grabar poco menos de 25 discos, casi siempre enraizados en la balada romántica, con un gran despliegue de arreglos y melodías adhesivas. Los hits llegaron rápidamente. “Fuiste mía en verano”, “Hoy corté una flor”, “Ella ya me olvidó”, “Ding dong, ding dong, son las cosas del amor” y “Simplemente una rosa”, todavía son recordados. Muchas de esas canciones llegaron a toda Latinoamérica y el exilio impuesto por la dictadura del ’76 lo empujaron a girar por Colombia, Ecuador, Panamá, Puerto Rico y Venezuela, entre otros países, y multiplicaron esa popularidad.
Dos potencias se saludan. En Pasen y vean. La vida de Leonardo Favio, el director relata su primer encuentro con Perón. “Yo llegué como 15 minutos tarde. El general estaba en la puerta, que daba junto al gran portón de la entrada. Estaba charlando con el policía de la guardia en la cabinita que estaba junto al portón –en Puerta de Hierro–. Cuando se acercó el auto que me llevaba él se me acercó como si me conociera de toda la vida. Y me dijo con picardía, señalando al custodio: ‘Caramba, estábamos preocupados. Pensábamos que le había pasado algo’. El policía asintió sonriente. Me sentí como llegando a una meta, como si en ese momento, como si en ese instante hubiera llegado a la meta el pibe que fui. Ese pibe del que tengo la imagen de que siempre corre, corre en busca de algo más que escaparse del patronato. Como si hubiera llegado a la meta… Perón era como lo imaginaba. Muy parecido al mito. No había diferencias. Su cuerpo era armonioso y tenía un andar elástico, a pesar de los años. Su voz era la misma que la que nos llegaba por los parlantes de la plaza, allá en mi pueblo”, explicaba.
El compromiso de Favio con el peronismo fue otra de sus marcas registradas y no se extinguió nunca. Incluso, fue convocado por Perón para integrar la comitiva de famosos que trajo al líder de regreso al país en 1972, y el 20 de junio de 1973, en el marco de la masacre de Ezeiza, le salvó la vida bajo amenaza de suicidarse a docenas de militantes que estaban siendo torturados, según relató Horacio Verbitsky en su libro Ezeiza.
Ese amor incondicional lo llevó a la titánica aventura que bautizó Perón, sinfonía de un sentimiento (1999), una miniserie pensada para televisión que superó la seis horas de duración. Allí, Favio exalta el carácter transformador y épico de la figura de Perón, pero también de Evita. “Perón y Evita son una misma cosa, como lo son Cristo y Dios, pero al que nosotros palpamos es a Cristo. A Dios lo respetamos, pero con él no lloramos. Me acuerdo que la primera vez que empecé a leer en profundidad los evangelios me acongojaron hasta las lágrimas. En cambio, Dios es algo impagable”, explicó en su momento a Schettini. La miniserie nunca tuvo el estreno oficial que merecía, pero circula entre fieles y no tanto en formato DVD. Favio también abrazaría al kirchnerismo con fervor y protagonizó un memorable pedido de renuncia al por entonces vicepresidente Julio Cleto Cobos.
Último adiós. Los restos mortales de Favio fueron llevados el martes pasado al cementerio de la Chacarita, acompañado por un multitudinario cortejo. El lunes había comenzado el velatorio en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso. Miles de seguidores y fanáticos lo despidieron emocionados con aplausos, flores y palabras sentidas. La presidenta Cristina Fernández también participó de la ceremonia. Desde el 5 de noviembre de 2012 Leonardo Favio ya no está entre nosotros. Su obra sigue viva y sobrevivirá a modas y tendencias. Ese niño castigado por la pobreza y la marginación que sublimó el dolor en arte y llegó a conocer a Perón debe estar sonriendo en alguna parte.
 
Fuente: Miradas al Sur

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