miércoles, 7 de noviembre de 2012

SABATO Y SUS CONTRADICCIONES

Ernesto Sabato nació el 24 de junio de 1911 en Rojas y murió el 30 de abril de 2011 en Santos Lugares. Fue escritor hasta que, como él mismo señaló, por problemas en la vista, se recluyó, paradójicamente, en la plástica. Marxista, humanista y, finalmente, pesimista casi profesional, su vida estuvo regida por un sinnúmero de contradicciones. Las mismas contradicciones que lo llevaron a ser tan amado como odiado, tan celebrado como vituperado. Contradicciones como las de aquel Leopoldo Lugones socialista que apoyó a Roca o cantó la “hora de la espada” o como, en definitiva, las que marcan la relación histórica de los intelectuales con la política.
 
Por Miguel Russo

Era el tímido que repetía una y otra vez en las entrevistas que no quería hablar de otros escritores porque lo consideraba una falta de respeto. Y el que, en rueda de amigos, sacaba a relucir una extravagante teoría sobre el más conocido de sus colegas: “Borges nunca salió de la Argentina. Una gran máquina hace todos los sonidos de aeropuertos y ciudades y como él no ve nada le hacen creer que está viajando”.
Era el que al ser consultado sobre el 17 de octubre de 1945, afirmó: “Yo estaba en mi casa de Santos Lugares cuando se produjo aquel profundo acontecimiento. No había diarios, no había teléfonos, ni transportes, el silencio era un silencio profundo, un silencio de muerte. Yo pensé para mí: esto es realmente una revolución”. Y el que en 1956, en el libro El otro rostro del peronismo (que se negó a reeditar de allí en adelante) señaló que Perón era un aventurero inescrupuloso, agente de la embajada alemana.
Era el muchacho que había decidido estudiar en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas de La Plata y el que obtuvo en 1937 el doctorado en Física. Y el hombre que decidió manifestar su reproche a la ciencia en un extenso diálogo televisado con Mariano Grondona allá por julio de 2000, cuando había publicado su libro La resistencia: “Yo creo que a uno le salen cosas cuando se está en una edad bastante grande, salen estas cosas fundamentales de la condición humana, los grandes problemas de la vida, la muerte, la soledad, por lo menos es lo que a mí me pasa. Un perro, un pájaro, una flor: son las cosas que quizá más permanezcan en la condición del hombre. A esta altura ya no me interesan tanto los problemas metafísicos”. Sábato era, entonces, un hombre refugiado. ¿Dios?, quiso saber el periodista de los bandos militares. “Los pueblos siempre creyeron en Dios, en algún Dios, salvo en esto que llaman la modernidad. ¡Linda clase de modernidad! En ese sentido soy muy reaccionario, me parece tan ligero todo eso, tan presuntuoso e indiscreto, tan insatisfactoria la vida actual”.
Era el hombre que, a la mañana siguiente de la emisión de ese programa, atendió mi llamada telefónica, una llamada apurada para tener esa “declaración exclusiva” que solicitaban todos los jefes de redacción de todas las redacciones, para responder, la voz cansada, una vez más sus contradicciones, sus “exclusivas” contradicciones: “Me levanto a las seis de la mañana, es una hora linda porque uno está solo, pensando, meditando sobre la vida y la muerte. Escucho el canto de los pájaros, miro una hilera de hormigas desplazándose hacia su hormiguero”.
–¿Y después, Sabato, qué pasa después?
–Después todo empieza a declinar de manera inexorable.
Era el hombre que hacía imposible pensar que alguna vez había hecho caminar a varias generaciones de una manera distinta por el Parque Lezama.
Era el socio de Federico Vogelius para idear la revista Crisis. Y de la que se alejó unas semanas antes de salir su primer número porque, según recordaría él mismo, “queríamos una revista crítica de los grandes problemas de entonces, pero, en determinado momento sentí que no podría hacerse como yo pretendía: Vogelius quiso llevarla adelante con una dirección marxista que llegó a difamarme a través de los estalinistas de turno. Eso es lo que ellos llamarían dialéctica”.
Era el hombre que decidió dejar de lado algunos fragmentos de su Sobre héroes y tumbas. Por ejemplo, aquel en el que Quique (ese personaje que visita con frecuencia la boutique donde trabaja Alejandra) decía: “Me frustra cada vez que me veo obligado a ver esos bodrios de Shakespeare, y te prometo que si no tuviera que ganarme la vida en Radiolandia en las nobles tareas del cuarto poder, como caballero de la prensa, me mandaba una pieza con esos rompiscatole de Romeo y Julieta, en una variante sensacional, como dice mi amigo Silverstein, campeón de ajedrez de Villa Lugano”. Y era el hombre que decía, parafraseando a Flaubert, que todos sus personajes eran parte de él mismo.
Era el hombre que comenzaba a añorar a sus amigos no bien terminaba una reunión. Y era el hombre que, en determinado momento de esas tenidas, se retiraba a un rincón mientras su esposa recriminaba maternalmente a los invitados: “Ernesto cree que no están poniendo el énfasis suficiente para hablar de él”. O el hombre que dejaba caer como al descuido, para ser admirada por millonésima vez, la carta en la que Graham Greene alababa su obra.
Era el hombre que defendía su ideología anarquista como meta de todo hombre libre. Y era el que luego de almorzar el 19 de mayo de 1976 con el dictador Jorge Rafael Videla junto a Borges, el padre Leonardo Castellani y el por entonces presidente de la Sade Horacio Ratti, se negó a decirle a esa misma revista Crisis qué había hablado frente a quien comandaba la muerte en el país. Y era, también, el hombre que Castellani contó: “Quienes más hablaron fueron, sobre todo, Sabato y Ratti, que llevaban varios proyectos. Hablaron mucho sobre la ley del libro, sobre el problema de la SADE, sobre los derechos de autor. En un momento de la reunión, Sabato y Borges dijeron que el país nunca había sido purificado por ninguna guerra internacional. Y después, Sabato habló mucho o peroró, mejor dicho, sobre el nombramiento de un consejo de notables que supervisara los programas de televisión. Pero no pidieron por los escritores detenidos”.
Era el hombre que ocho años después entregaba el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas al presidente Raúl Alfonsín. Y el hombre que escribía en el inicio del prólogo del Nunca Más: “Durante la década del ’70, la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países”, inaugurando, quizá sin proponérselo, pero seguramente que con una ingenuidad peligrosa, la teoría de los dos demonios.
Tenía 99 años: un siglo dedicado a la literatura y al pensamiento en un país donde siempre fue difícil hacerlo sin cuestionamientos. Un siglo, casi, de ese eterno ir y venir de las contradicciones.
 
Fuente: Miradas al Sur

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