Por Lila Caimari ·
Investigadora sobre delito y vida cotidiana en Buenos Aires entre 1880 y 1944, dice que la Policia instalo la ilusion de la omnipresencia y omnividencia que lleva a constantes frustraciones.
Este reportaje empieza con varias desilusiones. Tal vez la primera, porque resulta de orden más general, tenga que ver con aquella vieja frase (del siglo XV) de Jorge Manrique en Coplas a la muerte de mi padre: “...como, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”. Bueno, no es verdad. Otro bajón es comprender que los argentinos tropezamos con la misma piedra no dos veces como cualquier humano sino muchas más en la resolución de un tema tan complejo como la inseguridad. La tercera: que La ciudad y el crimen. Delito y vida cotidiana en Buenos Aires, 1880-1940 (Sudamericana) no tendrá una continuación que se acerque a esta época. Aunque Lila Caimari, historiadora, investigadora del Conicet y autora de ese libro se sienta algo presionada, en el buen sentido, para continuar la saga. “El asunto de la inseguridad tiene tanta carga emotiva que noto un deseo de que los historiadores construyamos un puente desde ese pasado hasta el presente”, dice. ¿Es que la historia podría ayudarnos?
¿Por qué trabajó este tema?
¿Por qué trabajó este tema?
Tenía la idea de desalojar al sentido común que impera en todas las descripciones en relación al delito y a las fuerzas de seguridad. Esa idea de que nunca estuvimos peor. Encontré esa misma estructura narrativa en los diarios desde finales del XIX. Que hay más violencia, que la Justicia resulta débil, que la Policía es corrupta. Los mismos tópicos que vuelven y vuelven.
¿Pero no estamos peor?
La idea no es banalizar ni trivializar lo ocurrido en los últimos veinte años, porque han pasado hechos importantes. Sino calmar dentro de lo posible la histeria y ver en perspectiva cuestiones que, como el delito, tienen una carga emotiva que obliga a la urgencia.
Entonces ¿el sentido común no alcanza a explicar el delito?
El sentido común es una construcción y encontré en mi investigación que tiende a engañar, a dar explicaciones que no se compadecen con la evidencia.
¿Cuál era la explicación de sentido común para el delito en el 900?
Que el crimen era culpa de los inmigrantes. Que principalmente los italianos eran unos desaforados. Pero cuando se releva la población de la penitenciaría nacional no se observa una mayor propensión al delito de ese grupo.
Las variables que, entre otras, explicaban el delito se relacionaban con la crisis, con la dislocación de un mercado laboral que expulsaba y atraía continuamente. Esto no quiere decir que las cosas no hayan cambiado ahora.
Ahora, por ejemplo, existe el factor paco que antes no aparecía.
Dígaselo a las víctimas actuales.
Para la víctima de un delito no hay comparación posible. ‘A mí qué me importa que antes hubo menos delitos y ahora hay más. Me asaltaron y vivo esa sensación por entero’. Cuando con otros colegas decimos que trabajamos sobre el delito nos preguntan: ‘¿Pero alguna vez los asaltaron?’ Como si se pudiera vivir en una torre de marfil. Lo dicen como si fuera una especie de deslegitimación que proviene de la experiencia. Pero claro ¿quién le podría advertir a una víctima que su vivencia debería ser otra? La cuestión es que hay otro tipo de verdades para saber cómo encarar el problema. Las ciencias sociales tienen ahí una deuda.
¿Y la historia da alguna pauta de cómo encarar la cuestión?
No. Puede ayudar sumando una perspectiva. Por ejemplo, si uno estudia las reformas de la Policía, un punto crítico en el problema, la historia parece invitarnos al escepticismo. Porque estas intervenciones terminaron siempre en fracaso. Pero esto no quiere decir que no se pueda hacer nada, sino que hay mucho para hacer.
¿Por qué nunca se encuentra una solución para la inseguridad?
La idea de una sociedad desprovista de violencia, de conflictos, resulta un horizonte utópico, desmentido una y otra vez. Trato de demostrar hasta qué punto el delito está vinculado con contextos de cambio en la economía, en la demografía, en la distribución del ingreso, en las formas que adopta el mismo delito.
¿Cualquiera podía ser víctima entonces como lo es ahora?
Por supuesto. Hay algo de aleatorio en el delito, precisamente una de las cuestiones que produce más ansiedad. También cambia la narración según el delito. No es lo mismo contar un asalto a un banco
que un homicidio.
Algunas crónicas ponen en primer plano a las víctimas, otras a la pesquisa. El secuestro o los casos recientes de asesinatos de niños que desaparecen primero convocan a una vigilia colectiva e involucran a grandes audiencias de manera más intensa que el homicidio, donde lo más violento está en el pasado. Y es lógico, ya que la desaparición de un niño activa los fantasmas más oscuros de una sociedad.
¿La privatización de la seguridad conlleva la idea de que el Estado no da abasto?
Hay antecedentes de una Policía privada paralela a la estatal desde los años veinte. Que el Estado es incompetente, la Policía, lenta y los delincuentes rápidos. Esto tiene que ver con la permanente desilusión que crea esa especie de garantía utópica de omnipresencia y omnividencia policial que es parte del mito y que la Policía vende como imagen. La Policía nace con un escudo que representa a un gallo y a un gran ojo. Y ese logo es de 1822. La Policía vive en tensión con sus propias promesas.
Pocas promesas parecía ofrecer el país en 2001, cuando Caimari y su esposo estadounidense decidieron instalarse en Buenos Aires. Se habían conocido en París, cuando ella preparaba su tesis sobre el peronismo y la iglesia católica y él estaba a punto de grabar su primer disco. Después siete años en Nueva York, cuando Richard Shindell, cantaautor de folk, iniciaba sus giras con la mítica Joan Baez y otras bandas. Con un hijo de 14 (al que ya asaltaron siete veces) y una hija de 17, nacida y criada en General Roca, Río Negro, graduada en la universidad de La Plata, Caimari dice que no se arrepiente de este retorno. Como para no despedir la nota con otra desilusión.
Fuente: Clarin
No hay comentarios:
Publicar un comentario