Hogar Monteagudo, un refugio distinto para personas en situación de calle.
Proyecto 7, una organización creada por gente sin techo, lleva adelante una propuesta integradora: entender, tolerar y convivir, además de cubrir las necesidades básicas. Las asambleas “sagradas” y la historia de su director.
Por Lucas Cremades
Las calles empedradas de Parque Patricios se pierden hacia el sur, bajando por la calle Monteagudo hasta la avenida Amancio Alcorta. En este rincón porteño y profundo en el que conviven conglomerados urbanos en asentamientos precarios –como la Villa 21 y la Zabaleta– con fábricas y casas de estilo de clase alta devenidas en hogares de clase media y baja, la realidad se rige por un mismo cielo. Mientras tanto, bajo un techo por el que millones de personas no quisieran pasar nunca, 115 personas laten en el minuto a minuto del Hogar Monteagudo. Llegaron por diferentes motivos y ahora no quisieran irse, después de haberse arrumbado durante años en las calles.
Proyecto 7 es una organización que nació en 2003 por iniciativa de siete personas en situación de calle, que dormían en las escaleras de la Biblioteca del Congreso de la Nación. Horacio Ávila fue uno de ellos. “Se llama así porque éramos siete y porque son siete las personas necesarias para obtener la personería jurídica. Individualmente no podíamos llegar a ningún lado por el boludeo gubernamental –explica Ávila, hoy a cargo de la conducción del Hogar Monteagudo–. No había una fuerza que nos permitiera acudir a los derechos más básicos y luego de las muertes de algunos compañeros, empezamos a organizarnos”.
Conformada por personas que estuvieron o están en situación de calle, Proyecto 7 llegó a la conducción del hogar hace un año. “Hoy encontrás 115 personas, pero a través de Proyecto 7 viene mucha gente de afuera a comer. Mujeres con hijos y demás. Tratamos de articular las necesidades y a aquel que quiere pegarse un baño, lo dejamos. Si hay ropa se les da. Aunque la prioridad la tienen los de adentro. Pero todo lo que esté a nuestro alcance hay que hacerlo. Trabajamos bajo el concepto de que este lugar es de la gente”.
Con un subsidio de parte del Ejecutivo porteño equivalente a 12 pesos diarios por cada habitante del hogar, las veinticuatro horas del día casi no alcanzan para atender semejante nivel de demanda. “Tuvimos un atraso en los pagos de más de un año que se solucionó dos meses atrás. Pero el 87 por ciento de ese presupuesto va para los sueldos de los profesionales y el equipo interdisciplinario: sin ellos no podríamos trabajar, ya que nuestros objetivos son la integración social y que la gente se pueda ir. Para darles una cama, un lugar para comer y una ducha caliente con reglas sumamente estrictas como en el resto de los lugares, me quedo en mi casa y lo manejo por teléfono. Con un programa expulsivo y reglas casi carcelarias, no se necesita mucho más”, explica Horacio, mientras de su oficina entran y salen algunas de las 15 personas que trabajan en el lugar.
El sistema de igualdad que rige en el Monteagudo lo hace diferente al resto. Al entrar nomás, la armonía reinante, la higiene, la hospitalidad y el respeto mutuo batallan cualquier prejuicio previo. “Tenemos abuelos a montones, discapacitados psiquiátricos, mentales, motrices. Gente que viene de las cárceles, adictos graves. No hay nada en lo que no puedas laburar. Gente con HIV, con diabetes y HIV. De modo que hay dietas alimenticias. Tenemos un pastillero enorme para que todos tomen la medicación. Nos ocupamos de seguirlos”.
El hogar, antes regido por el Servicio Interparroquial de Ayuda Mutua (SIPAN), cuenta hoy con la articulación del Hospital Penna, que envía a diario a dos médicas que se encargan de las derivaciones, recetas y curaciones. “Es un trabajo de 24 horas –dice Ávila mientras fuma su tercer cigarrillo y prepara el mate–. Tratamos de dividirnos. El mayor trabajo es diario. Mucha gestión y mucha articulación. Hay 115 personas con distintas problemáticas y hay que estar capacitado para asistir tanta demanda. Los encargados son gente del lugar. Muchos de ellos, a través del sueldo que reciben por este trabajo, pudieron alquilarse algo”.
Dice Ávila que era más feliz cuando cortaba calles durante el “frazadazo” del 2010 contra los desalojos del gobierno de Macri y para reclamar la plena vigencia de la ley 341: soluciones habitacionales, otorgamiento de créditos hipotecarios para el acceso a la vivienda. “Ahora estoy muy orgulloso de ser el responsable legal del lugar, aunque lamente esto de hacer muchísimos trámites. He estado sin irme durante tres meses hasta que encontramos el funcionamiento que estábamos buscando: la armonía, la convivencia”. Ahí radica la clave del éxito. “No tenemos muchas reglas: es un lugar con más libertades. Pero la libertad tiene un precio y el que está acá tiene que estar dispuesto a pagarlo. Si un compañero viene chupado o consumido, no lo echamos. Lo dejamos entrar, que se pegue una ducha y lo hablamos al otro día. Si quiere o puede restablecerse, si es necesario que vaya a centros de día o desintoxicación, o se le buscan actividades laborales. No hay cuestiones mágicas para dejar de consumir. El tema es contenerlo y no expulsarlo. Esa es una de las reglas de mayor libertad, que nos pesan y por las que corremos riesgos. Hasta ahora viene funcionando muy bien”.
Esta libertad, que en otros lugares no existe, se logra con asambleas semanales donde se discuten situaciones generales, jamás personales. Una pelea entre dos compañeros puede derivar en una charla de cinco horas que sólo concluye cuando ya no quedan rencores ni asperezas. Cuatro asambleas hicieron falta para decidir qué programas de televisión se verían. Estas asambleas resolutivas de los viernes con la coordinación de Horacio son sagradas para los habitantes del hogar. “Hay que buscarle la vuelta. De a poco a la gente le llega el mensaje y por eso el que se va, vuelve. Nos corremos del lugar del director y lo decidimos entre todos. Eso modifica la convivencia. Lo colectivo se refuerza. Para los abuelos, entender a un pibe que consume paco es muy complicado. Lo mismo, entender al pibe que no trabaja y por qué no trabaja. También he tenido gente con cuentas bancarias de 30 mil dólares. Tengo hijos de familias con tres propiedades en Barrio Norte, o gente de la calle que siempre fueron cartoneros. Tengo filósofos, médicos y analfabetos. Buscamos una convivencia en la que todos seamos iguales”, explica Ávila.
Nadie se sorprende al ver reuniones de un abuelo con tres pibes. Ni mucho menos, si un chico afeita a un abuelo o lo ayuda a abrocharse el pantalón. “Un compañero puede ayudar al otro a bañarse, literalmente. Tenemos varios homosexuales en un lugar de muchísima homofobia, que están conviviendo perfectamente con los demás. En un año, 39 personas se fueron en condiciones favorables. Muchos aún no se quieren ir porque esta es su casa, su lugar en el mundo”.
Alrededor de 15 mil personas viven en la calle en la ciudad de Buenos Aires, mientras que 330 mil lo hacen en todo el país. Santa Fe, Mendoza y Córdoba son algunas de las ciudades donde la problemática se vuelve evidente en las periferias de la ciudad.
Cuatro duchas, tres inodoros y cuatro mingitorios para 115 personas. Un afgano que llegó al país como refugiado político y duerme bajo el mismo techo que un filósofo italiano al que tratan de “latin lover”. Uruguayos, paraguayos, correntinos, entre otros acentos. El frío y la lluvia no distinguen nacionalidades. “La mayoría de los lugares tiene dos o tres policías de la Metropolitana y dos empleados de seguridad privada. Acá trabajamos nosotros con un concepto bastante fuerte de lo que queremos y lo que tenemos. Este es el lugar que nos toca hoy y hay que cuidarlo. Ojalá mañana nos toque algo mejor. Mientras tanto, tratamos de estar lo mejor posible. El respeto acá es una palabra muy importante”, cierra Ávila.
Al salir de la oficina, José, un ex adicto que ama el hogar y vivió en la calle más de veinte años, celebra estar por primera vez en un proceso de franca recuperación. Sufrió la pérdida de una pierna y un brazo, producto de gangrenas e infecciones. Lo que nunca ha perdido, dicen, es el sentido del humor. A su lado está Alejandro, uno de los más queridos del Monteagudo: aunque está en condiciones de irse a vivir a otro lado, elige ocupar una cama y ayudar a cientos de personas que duermen en las calles día tras día. Su oficio lo vuelve un ser feliz. Lo dice en voz alta. Horacio lo escucha. Su pasado en la calle es un código ganado entre los de su condición. Pero durante las noches, en el calor de su hogar y su familia, siente: “Hace diez años que trabajo con esto. Es muy difícil para mí, ahora que tengo casa y demás, un día que llueve no sentirme mal por la cantidad de gente que va a estar acurrucándose como puede para no mojarse en la calle. Es un dolor genuino. Sé lo que es dormir parado para no mojarse. No es culpa, yo sé que no soy el responsable. Pero siento que tengo una obligación y una cuestión muy utópica de pensar que lo voy a solucionar”
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Con y sin hogar
115 hombres viven en el hogar, entre abuelos, adultos y jóvenes.
15 mil personas están en situación de calle en la ciudad de Buenos Aires.
7 fueron los que crearon la ONG Proyecto 7.
12 pesos diarios aporta el gobierno porteño por cada uno de los habitantes del hogar.
Fuente: Revista Veintitres
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