La Asociación Madres de Plaza de Mayo lleva adelante una iniciativa mediante la cual se vinculan las leyes de Salud Mental y la de Servicios de Comunicación Audiovisual.
Por Eduardo Anguita
La iniciativa de las Madres de Plaza de Mayo en el sentido de vincular las leyes de Salud Mental y de Servicios de Comunicación Audiovisual es una de las locuras más geniales de los últimos tiempos. Al menos, en la mirada de este cronista, para poder interrogarnos sobre cómo son los procesos sociales –y mentales– que derivan en los grandes silencios mediáticos. Podría pensarse que muchas veces los medios hacen ruido ante el silencio de las sociedades. Un ejemplo es la mala onda de ciertos medios concentrados cuando en el pueblo hay sonrisas. Otro ejemplo, en sentido inverso, puede ser el silencio de los medios ante los gritos desgarradores. A la distancia es más fácil de ver: a las Madres de la Plaza las llamaban “locas” los mismos que torturaban y mataban a sus hijos. Los medios que silenciaron por décadas los campos de concentración, los que silenciaban las balas criminales, son los mismos que desparraman metros de diario y horas de tele en horrorizarse por los pibes chorros.
De lo injusto de esta manipulación ya se habló mucho y en buena hora que se siga hablando. En cambio, de la microfísica –por robarle una palabra a Michel Foucault– de la construcción de la noticia se habla poco. Para poner la lupa más cerca: ¿cuántas barreras de autocensura necesita un periodista o un editor para poder aceptar los límites que les pone el poder? En este caso, el poder es la representación de una constelación que va desde los dueños de los medios para los que trabajan hasta la ideología que inculcan esos medios para transmitir una serie de valores y disvalores. Y acá hay que volver a Foucault y no chuparse el dedo: el poder es un lugar imaginario pero sustentado en muchos mecanismos de internacionalización del control. No alcanza con tener una policía como institución material, sino que es preciso que cada cual sienta la imagen del policía soplándole la nuca, metiéndose en su cuerpo, inhibiendo sus sensaciones. Es preciso tener la policía del pensamiento. Es una idea orwelliana de la que se valieron con perversa habilidad “los grandes hermanos” que dejan a pibes y pibas en una habitación en la que todos simulan actuar con naturalidad pero que saben muy bien dos cosas: la primera es que actúan para las cámaras y la segunda, peor, es que todas sus conductas deben estar destinadas a eliminar a los demás para salir primeros. ¿Primeros de qué? De una sociedad individualista, en la que todo el mundo sienta como una pesadilla cualquier sentimiento gregario, colectivo.
En Vigilar y castigar, Foucault desarrolla la idea del panóptico, el ojo que todo lo ve, que tiene su origen en el diseño de las cárceles inmediatamente después de la Revolución Francesa. La idea de la sociedad de derechos empieza a mutar la idea de la pena: sin despreciar totalmente la horca o la guillotina, empieza a ganar terreno una idea menos sangrienta: encerrar a las personas para que, pasado un tiempo, entierren determinadas conductas disfuncionales para la sociedad. O, mejor dicho, para la idea de sociedad que tenía como actores principales a unas masas asalariadas de un lado y un puñado de capitalistas del otro. La criminalización de los pibes en la Inglaterra victoriana está descrita por Dickens en su autobiográfica novela Oliver Twist. Y a través de las páginas de Los miserables, de Víctor Hugo, también se supo cómo muchos chicos luchaban en las barricadas parisinas. Eran voces disonantes en sociedades donde, por afanarse unos chelines o unos francos, los chicos terminaban en orfanatos o directamente en cárceles.
La prisionización de las sociedades es una de las maneras de disciplinamiento. Otra manera de control social es la manicomialización. Es decir, encerrar a quienes no se tolera. A los que prefiere no verse. A los que se llama locos. A los que, muchas veces, se les aplica electroshocks, a los que se empastilla hasta que pierdan toda noción de su propia identidad. El encierro del loco actúa, sobre el resto de los humanos, con un doble registro. El primero es que se sientan a salvo de no estar locos. El segundo es que tengan miedo a la locura. Una de las interpretaciones más vívidas de la locura es la de Jack Nicholson en Atrapado sin salida. Más de uno puede pensar que el genial actor norteamericano no interpreta un personaje, sino que pone en juego sus propios desbordes y que eso es lo que impacta, más allá de la trama de denuncia que tiene el film donde a los internados les meten electricidad y los hacen adictos a las pastillas. Lo que pocos saben es que esa película se basó en una novela de Ken Kesey –Alguien voló sobre el nido del cucú– y que el autor se inspiró en algo que le marcó la vida. Kesey fue voluntario, en los años cincuenta, en un experimento con drogas tipo LSD. El gobierno norteamericano había elegido el hospital de veteranos de guerra ubicado en Menlo Park (Los Ángeles) y usó como ratas de laboratorio a seres humanos. Los médicos psiquiatras estudiaban las conductas. Así de simple. Así de “natural”.
Alguien debería preguntarse cómo se llega a estas instancias. Y, volviendo al principio de esta nota, los argentinos todavía estamos invitados a pensar en la relación entre medios de comunicación y locura. O, mejor dicho, cómo se llega a ser tan pusilánime para tratar como loca a una madre que busca a un hijo al que sabe torturado y posiblemente asesinado. O, en la microfísica, cómo se llega a que un redactor o un editor no sepan que su tarea no es inocua. Como no es inocua la tarea del psiquiatra que mira cómo se mueve o grita un tipo empastillado.
En las redacciones hay distinto de tipo de panópticos. Uno, básico, que a esta altura de la computación se usa en muchos medios: el redactor escribe su artículo pero sabe que el editor (su jefe) puede entrar a su computadora y ver lo que hace, en tiempo real. Pero a esa presión se suman otra infinidad de dispositivos de una sociedad que tiene más facilidad para discriminar que para integrar. Este tema es angustioso, es inquietante. Porque no alcanza con sentirse a salvo por el sólo hecho de sentirse en el bando de los buenos. Por la sencilla razón de que, el primer paso para entrar en el camino de cornisa y terminar derrapando, el primer paso para discriminar, es dividir a los humanos entre buenos y malos. Desde ya, cada vez que uno hace eso, automáticamente se siente del bando de los buenos. De lo que se trata es de animarse y meterse en los conflictos para que nadie sea discriminado ni por loco ni por diferente. Y para que los que trabajamos (en primera persona) en medios de comunicación no creamos estar a salvo: ni por estar en el bando de los buenos ni por estar arriba de una muralla observando, con todo cinismo, cómo se matan unos con otros.
De lo injusto de esta manipulación ya se habló mucho y en buena hora que se siga hablando. En cambio, de la microfísica –por robarle una palabra a Michel Foucault– de la construcción de la noticia se habla poco. Para poner la lupa más cerca: ¿cuántas barreras de autocensura necesita un periodista o un editor para poder aceptar los límites que les pone el poder? En este caso, el poder es la representación de una constelación que va desde los dueños de los medios para los que trabajan hasta la ideología que inculcan esos medios para transmitir una serie de valores y disvalores. Y acá hay que volver a Foucault y no chuparse el dedo: el poder es un lugar imaginario pero sustentado en muchos mecanismos de internacionalización del control. No alcanza con tener una policía como institución material, sino que es preciso que cada cual sienta la imagen del policía soplándole la nuca, metiéndose en su cuerpo, inhibiendo sus sensaciones. Es preciso tener la policía del pensamiento. Es una idea orwelliana de la que se valieron con perversa habilidad “los grandes hermanos” que dejan a pibes y pibas en una habitación en la que todos simulan actuar con naturalidad pero que saben muy bien dos cosas: la primera es que actúan para las cámaras y la segunda, peor, es que todas sus conductas deben estar destinadas a eliminar a los demás para salir primeros. ¿Primeros de qué? De una sociedad individualista, en la que todo el mundo sienta como una pesadilla cualquier sentimiento gregario, colectivo.
En Vigilar y castigar, Foucault desarrolla la idea del panóptico, el ojo que todo lo ve, que tiene su origen en el diseño de las cárceles inmediatamente después de la Revolución Francesa. La idea de la sociedad de derechos empieza a mutar la idea de la pena: sin despreciar totalmente la horca o la guillotina, empieza a ganar terreno una idea menos sangrienta: encerrar a las personas para que, pasado un tiempo, entierren determinadas conductas disfuncionales para la sociedad. O, mejor dicho, para la idea de sociedad que tenía como actores principales a unas masas asalariadas de un lado y un puñado de capitalistas del otro. La criminalización de los pibes en la Inglaterra victoriana está descrita por Dickens en su autobiográfica novela Oliver Twist. Y a través de las páginas de Los miserables, de Víctor Hugo, también se supo cómo muchos chicos luchaban en las barricadas parisinas. Eran voces disonantes en sociedades donde, por afanarse unos chelines o unos francos, los chicos terminaban en orfanatos o directamente en cárceles.
La prisionización de las sociedades es una de las maneras de disciplinamiento. Otra manera de control social es la manicomialización. Es decir, encerrar a quienes no se tolera. A los que prefiere no verse. A los que se llama locos. A los que, muchas veces, se les aplica electroshocks, a los que se empastilla hasta que pierdan toda noción de su propia identidad. El encierro del loco actúa, sobre el resto de los humanos, con un doble registro. El primero es que se sientan a salvo de no estar locos. El segundo es que tengan miedo a la locura. Una de las interpretaciones más vívidas de la locura es la de Jack Nicholson en Atrapado sin salida. Más de uno puede pensar que el genial actor norteamericano no interpreta un personaje, sino que pone en juego sus propios desbordes y que eso es lo que impacta, más allá de la trama de denuncia que tiene el film donde a los internados les meten electricidad y los hacen adictos a las pastillas. Lo que pocos saben es que esa película se basó en una novela de Ken Kesey –Alguien voló sobre el nido del cucú– y que el autor se inspiró en algo que le marcó la vida. Kesey fue voluntario, en los años cincuenta, en un experimento con drogas tipo LSD. El gobierno norteamericano había elegido el hospital de veteranos de guerra ubicado en Menlo Park (Los Ángeles) y usó como ratas de laboratorio a seres humanos. Los médicos psiquiatras estudiaban las conductas. Así de simple. Así de “natural”.
Alguien debería preguntarse cómo se llega a estas instancias. Y, volviendo al principio de esta nota, los argentinos todavía estamos invitados a pensar en la relación entre medios de comunicación y locura. O, mejor dicho, cómo se llega a ser tan pusilánime para tratar como loca a una madre que busca a un hijo al que sabe torturado y posiblemente asesinado. O, en la microfísica, cómo se llega a que un redactor o un editor no sepan que su tarea no es inocua. Como no es inocua la tarea del psiquiatra que mira cómo se mueve o grita un tipo empastillado.
En las redacciones hay distinto de tipo de panópticos. Uno, básico, que a esta altura de la computación se usa en muchos medios: el redactor escribe su artículo pero sabe que el editor (su jefe) puede entrar a su computadora y ver lo que hace, en tiempo real. Pero a esa presión se suman otra infinidad de dispositivos de una sociedad que tiene más facilidad para discriminar que para integrar. Este tema es angustioso, es inquietante. Porque no alcanza con sentirse a salvo por el sólo hecho de sentirse en el bando de los buenos. Por la sencilla razón de que, el primer paso para entrar en el camino de cornisa y terminar derrapando, el primer paso para discriminar, es dividir a los humanos entre buenos y malos. Desde ya, cada vez que uno hace eso, automáticamente se siente del bando de los buenos. De lo que se trata es de animarse y meterse en los conflictos para que nadie sea discriminado ni por loco ni por diferente. Y para que los que trabajamos (en primera persona) en medios de comunicación no creamos estar a salvo: ni por estar en el bando de los buenos ni por estar arriba de una muralla observando, con todo cinismo, cómo se matan unos con otros.
Fuente: Miradas al Sur.
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