Por Miguel Russo
Los años ’60 arrancaron como haciendo saber que todo había saltado en pedazos; que lo anterior servía, claro, pero sólo hasta ahí, hasta ese preciso instante. Caryl Chessman cumplía su condena a muerte después de doce años de dictada y la Justicia ya nunca más sería la misma. Aparecía en las farmacias la píldora anticonceptiva y el sexo ya nunca más sería lo mismo. John F. Kennedy le ganaba a Nixon consagrándose primer presidente católico de los Estados Unidos y la política (y el asesinato político) ya nunca más sería lo mismo. Aparecía la minifalda y la moda ya nunca más sería la misma. 1962, ahí nomás de todos los principios, no se iba a quedar atrás. Mucho menos una segunda mitad del año 1962 inglés, hace exactamente 50 años.
Es que hace exactamente 50 años, un impredecible martes 12 de julio de 1962, subían al escenario del Marquee Jazz Club, un legendario pub londinense situado en el 165 de Oxford Street, seis muchachos tan desgarbados como temerarios. El cartel en la puerta había sido sustituido de apuro ante la defección de la banda que debía tocar esa tarde, pero para ellos era la oportunidad tan anhelada. El cantante Michael Philip Jagger estaba a semanas de cumplir los 19; Keith Richards, el guitarrista rítmico, clavaba 18; Lewis Brian Hopkins Jones, el primer violero, era un grandulón de 20 con cara de 15; el pianista Ian Andrew Robert Stewart adelantaba seis días los festejos de su cumpleaños 24; Richard Clifford Taylor, Dick, el del bajo, tenía 19, y Anthony Chapman, el baterista, ya era con 21 un veterano recorredor de bandas nuevas.
Mick y Keith se habían conocido dos años atrás en la estación Dartford, la del barrio por donde siempre vagabundeaban, con unos discos de blues bajo el brazo. Brian los siguió unos días después en ese amor incondicional a Muddy Waters, Chuck Berry, Willie Dixon y Elmore James. Fue Brian, justamente, el primero que llamó al grupo Rollin’ Stones, en homenaje al nombre del tema que Waters (¿qué duda cabe de la influencia que ejercía si todos lo conocían como el Padre del Blues de Chicago?) había compuesto en 1948. Y fue Brian también el que se encargó, al conocer una semana antes la noticia del debut, de los detalles organizativos: cartas a los amigos, reuniones entre conocidos para conseguir público, reparto de entradas.
El cartel garrapateado de apuro en cartulina (luces de neón para ellos) decía, aunque sin saberlo, para la posteridad: “Today Mick Jagger and the Rollin’ Stones”.
El Marquee estaba repleto de amantes del jazz (los eternos habitués del lugar) y varios jóvenes enfrascados en los furores del rhythm and blues. Jagger, bastante nervioso ante el desafío, les dijo por lo bajo a Richards y a Jones “espero que no piensen que somos una banda de rock and roll” antes de arrancar con el primer tema, “Kansas City”, de Jerry Leiber y Mike Stoller. El grupo tocó dieciocho temas esa tarde, una hora larga. Y mientras el público bailaba, el baterista de la banda de jazz de Alexis Korner (Blues Incorporated) Charles Robert Watts, Charlie, que llegaba al Marquee todas las tardes y con quien Keith y Brian estaban obsesionados por su manejo de los tambores, daba cátedra en una mesa junto a otros clientes habituales: “Esto es terrible, no debería haber ninguna rivalidad entre el jazz y el R&B”.
El resultado de aquella tarde fue contundente: el gerente del Crawdaddy Club de Richmond, viendo la reacción del público, los contrató como banda residente para que tocaran todos los domingos.
Los ensayos de la banda depararon algunas frustraciones. Los tiempos de Dick Taylor no estaban a disposición de la música, Tony Chapman quería seguir recorriendo nuevos horizontes. En el bajo, entró otro amigote del barrio, William George Perks, a quien todos llamaban Bill Wyman. Carlo Little ingresó unas semanas en los parches, pero el dinero que ganaban en el Crawdaddy no alcanzaba: “Brian Jones me pidió que me quedara pero contesté que no, ya que ni siquiera podían pagarme la nafta para ir a los ensayos”, dijo, años después, el baterista. Entonces, Charlie Watts dio el anhelado “sí”.
Con la nueva formación, el Crawdaddy comenzó a desbordar. Hasta allí llegó una noche el periodista Peter Jones. Los ya The Rolling Stones lo entusiasmaron y al domingo siguiente volvió con el publicista Andrew Loog Oldham.
Oldham estudió el show y decidió asumir el rol de productor, pero en charla con Mick, Keith y Brian decretó que Stewart, a efectos publicitarios, no encuadraba en la banda. El “veterano” Stu fue apartado como miembro oficial, aunque continuó hasta su muerte, en 1985, como pianista de la banda. ¿Por qué se le hacía tanto caso a un publicista? Simple: Oldham llevaba otra banda que estaba rompiendo los cánones musicales ingleses: The Beatles, que atestaban de fanáticos el pub The Cavern cada noche y habían realizado su primera prueba en estudio de grabación un mes atrás, el 6 de junio.
El estallido musical inglés se había puesto en marcha. Y como todo estallido, se concitaban amores y odios por igual. Beatles y Rolling Stones eran un mismo camino de dos vías y los seguidores de una y otra banda comenzaron a trascender las fronteras inglesas y a derramarse por todo el mundo.
La gran diferencia quedó reflejada al poco tiempo. Decían The Beatles: “Nos encantaba que la gente gritara en los shows porque deseábamos que alguien tapara el ruido que estábamos haciendo. Los equipos eran horribles y no siempre tocábamos bien. Pero cuando conseguimos un buen sonido, decidimos grabar y dejar de hacer giras”. Dijo Jagger: “Comprendimos que nunca nos íbamos a escuchar arriba del escenario y dejó de interesarnos: tocábamos igual”.
Después es historia conocida: el delirio, los discos, las rivalidades supuestas o verdaderas, la forma de ver el mundo o de plantarse frente a él, las discusiones sobre si Out of Our Heads supera a Rubber Soul, si el álbum blanco le llega a hacer sombra al blanco de Beggars Banquet o la boutade filosófico-geográfica de Jagger: “La diferencia es simple: John y Paul crecieron en Liverpool; Keith y yo, en Londres”.
Lo cierto es que desde aquella impredecible tardecita del Marquee del martes 12 de julio de 1962, la cosa tuvo otro fondo musical. Y suena igual desde hace 50 años.
Es que hace exactamente 50 años, un impredecible martes 12 de julio de 1962, subían al escenario del Marquee Jazz Club, un legendario pub londinense situado en el 165 de Oxford Street, seis muchachos tan desgarbados como temerarios. El cartel en la puerta había sido sustituido de apuro ante la defección de la banda que debía tocar esa tarde, pero para ellos era la oportunidad tan anhelada. El cantante Michael Philip Jagger estaba a semanas de cumplir los 19; Keith Richards, el guitarrista rítmico, clavaba 18; Lewis Brian Hopkins Jones, el primer violero, era un grandulón de 20 con cara de 15; el pianista Ian Andrew Robert Stewart adelantaba seis días los festejos de su cumpleaños 24; Richard Clifford Taylor, Dick, el del bajo, tenía 19, y Anthony Chapman, el baterista, ya era con 21 un veterano recorredor de bandas nuevas.
Mick y Keith se habían conocido dos años atrás en la estación Dartford, la del barrio por donde siempre vagabundeaban, con unos discos de blues bajo el brazo. Brian los siguió unos días después en ese amor incondicional a Muddy Waters, Chuck Berry, Willie Dixon y Elmore James. Fue Brian, justamente, el primero que llamó al grupo Rollin’ Stones, en homenaje al nombre del tema que Waters (¿qué duda cabe de la influencia que ejercía si todos lo conocían como el Padre del Blues de Chicago?) había compuesto en 1948. Y fue Brian también el que se encargó, al conocer una semana antes la noticia del debut, de los detalles organizativos: cartas a los amigos, reuniones entre conocidos para conseguir público, reparto de entradas.
El cartel garrapateado de apuro en cartulina (luces de neón para ellos) decía, aunque sin saberlo, para la posteridad: “Today Mick Jagger and the Rollin’ Stones”.
El Marquee estaba repleto de amantes del jazz (los eternos habitués del lugar) y varios jóvenes enfrascados en los furores del rhythm and blues. Jagger, bastante nervioso ante el desafío, les dijo por lo bajo a Richards y a Jones “espero que no piensen que somos una banda de rock and roll” antes de arrancar con el primer tema, “Kansas City”, de Jerry Leiber y Mike Stoller. El grupo tocó dieciocho temas esa tarde, una hora larga. Y mientras el público bailaba, el baterista de la banda de jazz de Alexis Korner (Blues Incorporated) Charles Robert Watts, Charlie, que llegaba al Marquee todas las tardes y con quien Keith y Brian estaban obsesionados por su manejo de los tambores, daba cátedra en una mesa junto a otros clientes habituales: “Esto es terrible, no debería haber ninguna rivalidad entre el jazz y el R&B”.
El resultado de aquella tarde fue contundente: el gerente del Crawdaddy Club de Richmond, viendo la reacción del público, los contrató como banda residente para que tocaran todos los domingos.
Los ensayos de la banda depararon algunas frustraciones. Los tiempos de Dick Taylor no estaban a disposición de la música, Tony Chapman quería seguir recorriendo nuevos horizontes. En el bajo, entró otro amigote del barrio, William George Perks, a quien todos llamaban Bill Wyman. Carlo Little ingresó unas semanas en los parches, pero el dinero que ganaban en el Crawdaddy no alcanzaba: “Brian Jones me pidió que me quedara pero contesté que no, ya que ni siquiera podían pagarme la nafta para ir a los ensayos”, dijo, años después, el baterista. Entonces, Charlie Watts dio el anhelado “sí”.
Con la nueva formación, el Crawdaddy comenzó a desbordar. Hasta allí llegó una noche el periodista Peter Jones. Los ya The Rolling Stones lo entusiasmaron y al domingo siguiente volvió con el publicista Andrew Loog Oldham.
Oldham estudió el show y decidió asumir el rol de productor, pero en charla con Mick, Keith y Brian decretó que Stewart, a efectos publicitarios, no encuadraba en la banda. El “veterano” Stu fue apartado como miembro oficial, aunque continuó hasta su muerte, en 1985, como pianista de la banda. ¿Por qué se le hacía tanto caso a un publicista? Simple: Oldham llevaba otra banda que estaba rompiendo los cánones musicales ingleses: The Beatles, que atestaban de fanáticos el pub The Cavern cada noche y habían realizado su primera prueba en estudio de grabación un mes atrás, el 6 de junio.
El estallido musical inglés se había puesto en marcha. Y como todo estallido, se concitaban amores y odios por igual. Beatles y Rolling Stones eran un mismo camino de dos vías y los seguidores de una y otra banda comenzaron a trascender las fronteras inglesas y a derramarse por todo el mundo.
La gran diferencia quedó reflejada al poco tiempo. Decían The Beatles: “Nos encantaba que la gente gritara en los shows porque deseábamos que alguien tapara el ruido que estábamos haciendo. Los equipos eran horribles y no siempre tocábamos bien. Pero cuando conseguimos un buen sonido, decidimos grabar y dejar de hacer giras”. Dijo Jagger: “Comprendimos que nunca nos íbamos a escuchar arriba del escenario y dejó de interesarnos: tocábamos igual”.
Después es historia conocida: el delirio, los discos, las rivalidades supuestas o verdaderas, la forma de ver el mundo o de plantarse frente a él, las discusiones sobre si Out of Our Heads supera a Rubber Soul, si el álbum blanco le llega a hacer sombra al blanco de Beggars Banquet o la boutade filosófico-geográfica de Jagger: “La diferencia es simple: John y Paul crecieron en Liverpool; Keith y yo, en Londres”.
Lo cierto es que desde aquella impredecible tardecita del Marquee del martes 12 de julio de 1962, la cosa tuvo otro fondo musical. Y suena igual desde hace 50 años.
Fuente: Miradas al Sur.
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