viernes, 8 de marzo de 2013

VOCES, GARGANTAS Y DEFENSORES

Ni estigmatización brutal ni sobrevaloración rápida. Un recorrido para comprender el diálogo, siempre inquietante, entre la cultura villera y cultura blanca. Cómo se intenta unificar la voz del otro desde los medios hegemónicos.
 
Por Miguel Russo
      
Julián Axat es defensor del fuero de Responsabilidad Juvenil de La Plata y poeta, dos actividades donde destaca su mismo compromiso. Eso lo lleva a ser una de las voces más autorizadas a la hora de comprender las tensiones, luchas, encuentros y desencuentros entre dos culturas que, en una síntesis a trazo grueso, se podrían llamar “villera” y “blanca”.
“Estoy en contacto todo el tiempo con los pibes que entran en el sistema penal, policial –dice Axat–. Traen un sistema de rituales, de prácticas, de imaginarios que se ve enfrentado a esa cultura forense y penal, que es otra forma de cultura, cultura de elite. En ese encuentro o desencuentro se ve un fenómeno interesante. Un pibe que es traído de los pelos a un calabozo de la comisaría, vestido con su gorrita, su canguro, sus llantas bien altas y con aire, su pantalón NBA, sus aros, sus piercings y sus gestualidades y maneras de decir, de golpe se ve enfrentado a la interpelación de un juez que le habla en un lenguaje neutro. Ese enfrentamiento no es entre la cultura villera y el sistema oficial penal.
–Una representación que es común, también, a otras clases...
–Exactamente. Los pibes de la clase media copian ese tipo de lenguaje y vestimenta. Caminan por la calle con el vaivén característico de la villa: el paso. Me toca trabajar con algunos pibes que me hip-hopean cuando les hablo para asesorarlos en una declaración.
–¿Ese es el primer cruce?
–El primer cruce que se da entre un supuesto pibe chorro y la cana se produce a espaldas del defensor, ya que la cana cuenta un largo rato después qué fue lo que pasó. El primer enfrentamiento es entre un pobre y un pobre, en realidad el tipo vestido de policía proviene de la misma ritualidad y la misma cultura que el pibe que se detiene, si bien los rituales policiales son más militarizados, neutros, de tomar distancia de la cultura villera. Sus hijos son iguales al villero, pero él, a través de la investidura policial, de la gorra, de ese cuerpo docilizado, pretende tomar distancia.
–¿Y después de eso?
–El primer enfrentamiento con la cultura letrada, leguleya, es la primera declaración ante el fiscal. Antes, está mi trabajo informal de prepararlo para la declaración, de ver qué hará y dirá ese pibe. En esa preparación para declarar, el pibe toma conciencia de las estrategias que tiene para salir bien parado de la causa penal. Ahí sí se da cuenta de qué tipo de identidad va a asumir ante ese tipo de sistema o de cultura, para decirlo de alguna manera rápida, aunque no lo sea per se, alta.
–Ese pibe, entonces, ¿abandona al que es para ser otro?
–Sí, a veces hace teatro ante los jueces. Se muestra como un buen pibe, que llegó ahí sin saber por qué, ya que esa gorrita y ese arito o su tez negra no es lo que se supone que es. Se proyecta ante el otro, de manera sartreana, con una identidad que no le corresponde.
–Algo que espera la cultura, por llamarla así, blanca.
–En esa empatía le hace un guiño al fiscal que ve lo que quiere ver diciéndole “yo no soy”. Aun cuando su forma de vestir o su hablar tengan la cadencia de otro pibe chorro o de otro que vive inmerso en los códigos de la villa. Y se cuida. Esa primera tensión entre el sistema judicial y los pibes es un encuentro o desencuentro cultural, de acuerdo a como los pibes lo teatralicen. Hay fiscales que te aconsejan bien, otros no. Y a veces los pibes cambian su forma de hablar frente al sistema porque saben que a pesar de que el sistema judicial desde adentro de su imaginario los ve como los bárbaros, los salvajes, los criminales, los delincuentes, hace matices. Hay algunos que traen ciertas conductas que están fuera del cuadro lombrosiano y otros que encajan perfectamente.
–¿No es denostada linealmente esa cultura entre los jueces?
–No. Hay muchos jueces que quieren ver qué pueden hacer por esos chicos. La Justicia Penal es elitista. Lo que pasa es que mientras la Justicia Federal tiene los delitos de cuello blanco, las justicias provinciales tienen los delitos comunes. Por lo tanto, los cruces son distintos: la Justicia Federal está juzgando a su propia cultura, es decir, lavado de dinero, terrorismo, corrupción, lesa humanidad. Las justicias provinciales se enfrentan al delito común que en un 90 por ciento está vinculado a la selectividad de los pobres. Y es allí donde se produce la posibilidad del enfrentamiento. Lo que advierto es que los pibes que mejores defensas traen, culturalmente hablando, hacia el sistema que los va a supuestamente procesar o confinar a un instituto o una cárcel, son los pibes que llegan con cierta cultura villera de asunción de identidad.
–¿Por qué pasa eso?
–Porque no compran fácilmente el lenguaje penal que lo primero que les dice es que pueden guardar silencio y que ese silencio no podrá ser usado en su contra.
–Es decir, una mentira...
–Total. El silencio va a ser usado en su contra, es un clásico. Es mejor que hablen y mucho, que hagan una buna declaración ya que si guardan silencio los van a hacer pomada. Cuando declaran, y son asesorados para que lo hagan, ahí se juega el tipo de defensa que traen los pibes de la calle. Hay algunos que llegan con su subjetividad totalmente arrasada, pero hay otros que tienen mucha potencia cultural. Por ejemplo, los que vienen vinculados con algunos lugares de la villa donde se trabaja la palabra.
–¿Una forma de trabajar la palabra similar a como la piensa la cultura blanca?
–No. Por ahí es un ida y vuelta con el dealer de la esquina, con el policía del barrio, con su forma de protestar o con las reuniones nocturnas alrededor de su fueguito. No todo es delito en ese intercambio de lenguaje, hay un sobrevivir el día a día. Esos pibes son los que mejor se defienden frente al sistema, porque les demuestran a los jueces que tienen ciertas pautas culturales y patrones con los cuales sacarse las etiquetas que el sistema judicial les está poniendo encima.
–¿Hay una apropiación de esa representación villera en la clase media? Más allá de la estética y la vestimenta, pensemos en la cumbia villera en los casamientos o fiestas clasemedieras, en la escapada hacia sitios marginales para conseguir droga, en las excursiones a La Salada...
–Una excursión a los indios ranqueles, claro. Nosotros somos los Mansilla. A veces desde la defensa penal me toca ser una suerte de Mansilla, ya que tengo que escuchar muy bien a la hora de asesorar a un pibe si la cana le armó la causa o no. Hay una excursión a la otredad, pasar la barrera del horror y ver qué hay allí. Es un proceso muy duro, muy costoso sacar ese velo. Nosotros construimos, en esa otredad, un mercado del otro lado que no es tal. La cumbia villera es un fenómeno de los ’90, no existe en las disquerías la batea que proponga el consumo cultural o un goce de la cumbia villera.
–Y no es una música sólo de la villa, sino que parece ser la música de fondo de la Argentina...
–Claro, pero no es un fetiche ni una mercancía. Los pibes de la villa escuchan mucho heavy metal. Y mucho hip-hop. El rapeo fue de los ’80, pero el hip-hop tiene algo del hoy en día. El hip-hop tiene cierta cultura de la resistencia, no tanta apatía y desengaño. Es muy común ver en los desalojos cómo son los pibes quienes generan la mayor resistencia. Se percibe dentro de la villa una forma de resistencia a las opresiones policiales.
–Dentro de la villa hay algún tipo de representación que es asimilado por sus habitantes: hablo de medios gráficos villeros, de las radios comunitarias.
–Lo que más se lee dentro de la villa son las páginas policiales de los diarios más volcados a lo policial. Todavía persiste esa forma de leerse: Crónica, el diario Hoy en La Plata. Y miran a Tinelli. Se lee La garganta poderosa y Todo piola. Generan un intercambio de ideas, pero el consumo mayoritario de esos medios es hacia afuera de las villas, hacia cierto progresismo. Sé que en el ámbito donde se genera una revista como Todo piola, con Camilo Blajaquis, un poeta de dentro de la villa, fomenta una empatía a imitar. Pero me parece que en otras villas no se lee, por ahora.
–¿Hay diferencias entre los habitantes de las distintas villas de Buenos Aires y el interior del país?
–Enormes. En Capital hay multiculturalidad. En Retiro o en La Saladita se mezclan argentinos, paraguayos, peruanos, bolivianos. Es más cosmopolita. Eso está bien representado en una película no tan buena como es El elefante blanco. Las de otros lados no lo son tanto: son un poco más homogéneas. Las villas de Berisso tienen una cultura más boliviana, están instalados hace varios años; en Los Altos de San Lorenzo hay más cultura paraguaya, con fuerte preponderancia del habla guaraní.
–Obviemos la bestialidad lombrosiana que adopta la cultura blanca, ¿es inevitable la marginalidad dentro de una villa?
–No, pero están los marginados dentro de la marginalidad, un fenómeno que dejó la dictadura y los ’90, el ghetto dentro del ghetto. Esto sucede también en otros países, incluso en los tan desarrollados como dicen ser los Estados Unidos: el rescatado o el no rescatado dentro de la villa genera la guerra del pobre contra el pobre. Ocurrió hace poco en La Plata: a una villa de títulos blanqueados llegó un grupo que se instaló sin asimilarse, y se armó un cerco entre ambos grupos y estalló la guerra que un diario local se encargó de fogonear tomando partido. Unos, los recién llegados, eran los delincuentes, y otros, los rescatados, que estaban allí hace tiempo. En realidad, la diferencia es que unos pudieron poner ladrillos y los otros llegaban con maderas y chapas. En varias villas hay espacios ocupados por grupos no rescatados por los cuales es imposible caminar de noche sin pagar una suerte de peaje, lo que significa tener el ingreso restringido. Y el miedo a ese lugar prohibido dentro del lugar de la villa pública implica una marginalidad dentro de la marginalidad. Los villeros dicen que ese lugar, el de no rescate, es un lugar del que no se vuelve. Y esa villa dentro de la villa empezó a sucede a fines los ’90, y tiene que ver con la guerra interna de la marginalidad. Pero eso no es una cultura ni parte de una cultura. Un estudio del teórico italiano Giorgio Agamben mostraba eso en los campos de concentración y hablaba del “homo sacer”, a quien él llamaba “musulman”. Eran las personas que habitaban un subcampo de concentración dentro de los campos de concentración nazis: aquellos que ya no tenían posibilidad de rescate, que ya no podían salir e iban a ser enviados prontamente a las cámaras de gas. Nuestros “musulman” son aquellos a los que la policía ya detectó y ya saben irrecuperables: o terminan en la zanja o reclutados para tareas delictivas con bala asegurada. Eso es parte de una cultura: la muerte interna.
–Pero es parte de una cultura que no cataloga como villera sino como nacional...
–Claro, porque no es un problema de ellos, sino un problema de todos. Hay simetrías con un problema latinoamericano, con las particularidades del narcotráfico o la cartelización de las favelas brasileñas o de las villas del DF mexicano. La diferencia está en que la Policía Bonaerense tiene una forma mientras que las policías latinoamericanas se contactan de otra manera con esa cultura. Llegar a ser policía bonaerense, actualmente, pareciera ser una forma de ser m’hijo el dotor. Cuando asume su identidad de policía bonaerense asume tal distancia respecto de su propio origen que es capaz de olvidarlo y asesinar en nombre de ese olvido. No creo que eso ocurra en México o en Brasil. Allí, las tropas de elite son blancas: lo muestran en los noticieros o en las películas. Son miembros de la clase media que entran a militarizar una villa, a tomar el territorio. El policía bonaerense es casi como un mercenario: proviene de la misma villa a la cual lo hacen retornar uniformado a hacer un operativo.
 
El delicado equilibrio entre las revistas, poesías y narraciones
Hay cierta literatura que representa la villa. Está la poesía de Camilo Blajaquis, escrita desde dentro de la villa, que retrata la vida de los pibes. Blajaquis hace una operación interesante, ya que él no se transforma en un político ni vende que la poesía es un arma política cargada de futuro. Él hace una forma de sobrevivir, que quizás sea una subversión política contra un sistema, pero no pretende tanto. Es hacer una revista, construir una comunidad para que otros como él asuman la posibilidad de la poesía como forma de sobrevivencia. Es un acto político, pero distanciado. Y es un hecho de cultura poética villera. Él es la poesía que va armando talleres literarios, revistas. Algo que no sucedía en los ’90. Y muy distinto a lo que hace Washington Cucurto, que escribe como un dominicano del Once, pero que imposta como recurso la cultura villera, construido con muchísima eficacia, ya que logró algo que parecía imposible: un mercado para el otro.
–¿Y La garganta poderosa?
–Hace dos años, Facundo Pastor entró junto a un operativo estigmatizante que vinculaba a la villa con el narcotráfico, con el delito. Al día siguiente de la emisión de ese programa todo el barrio va a las puertas de América TV a manifestar contra ese informe. Decían que podía haber delincuentes, esa separación entre la villa y la sub villa, pero invitaban a Pastor a ingresar para que viera que no todo es como lo habían mostrado. Y deciden allí mismo construir ese instrumento de comunicación que es La garganta poderosa como herramienta de difusión entre sí pero también para afuera. De ese modo, La garganta poderosa es la asunción de una identidad. Es una forma de romper con Mansilla, una manera de decir que vienen a mostrar lo que son, no lo que dicen que son. Y después hay varios libros de poesía: Oscar Fariña con El guacho Martín Fierro, una reescritura bardera de José Hernández en clave de pibe chorro; Mariano Dubin con Bardo, un poeta que entendió la clave de la cultura villera, y Nicolás Correa con Virgencita de los muertos, vecino de Carola, la mamá de Candela, donde se representa la cultura popular.
–No la narrativa...
–La narrativa está fallando en la representación. La poesía la visibiliza, la refleja, aunque no se lea tanto ni dentro ni fuera de la villa.
 
Fuente: Miradas al Sur.

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