La correspondencia (recogida en El tamaño de una bolsa) que se cruzaron el intelectual británico John Berger y el Subcomandante Marcos. Uno desde la Alta Saboya y el otro desde la selva Lacandona hablaron el mismo idioma: la alegría de realizar lo imposible.
I. Las garzas. La primavera es la estación esperada. En algunas lenguas, como el español, es femenina; en otras, como el griego, es masculina. Cuando llega, ella o él, se queda un fin de semana, cede su puesto a un sucesor y se larga.
Sin embargo, a partir de enero, empezamos a hablar de ella, de él, como si estuvieran escondidos en algún lado. Y lo están: bajo la piel de la tierra, las ramas de los saúcos ya han empezado a sufrir las heridas de los brotes; y las campanillas de invierno ya han empezado a empujar con la cabeza, los dientes apretados. Cuando por fin sale de su escondite, nos quedamos con la impresión de que su estancia ha sido vista y no vista.
Más que una estación es un anhelo. A mi edad es natural preguntarse: ¿cuántas veces más viviré esta espera? Lo que se espera es un nuevo principio. No se trata de que el año sea entonces joven, sino de que se nos vuelven a ofrecer posibilidades. No las hay en el invierno del descontento.
La primera estación llega desesperada y cargada de esperanzas: razón de más para su necesaria clandestinidad. Y aquí pienso en su carta, Marcos, en las palabras que escribía:
[...] Si tuviéramos una flor pues se la regalábamos y como no tenemos flores bastantes para cada uno o para cada una, pues una basta para que se la repartan y guarden un pedacito cada uno y cuando ya sean viejitos o viejitas entonces les platiquen a los niños y a los jóvenes de su país que ‘Yo luché por México en los finales del siglo XX y desde acá estaba yo con ellos y sólo sé que querían lo que quieren todos los seres humanos que no se han olvidado que son seres humanos y que es democracia, libertad y justicia, y no conocí su rostro pero sí su corazón y era igual al nuestro”.
Este año la primavera salió de su escondite el 12 de abril, y le diré por qué lo sé. Sus montañas son más altas que las nuestras, pero cuando tome uno de los senderos que llevan a la llanura, probablemente pasará por un lugar en cierto modo parecido. Todavía a cierta altura, un arroyo rocoso desemboca en un pequeño lago, y la vegetación se vuelve un poco más verde. El agua del lago se filtra en la tierra, y toda la zona está encharcada, de modo que no es fácil atravesarla. Es mejor dar un rodeo.
En un mes, miles de ranas vendrán a aparearse a esta charca. Por ahora, todavía hiela por las noches, y por la mañana la escarcha brilla sobre las peñas. Hace años que con frecuencia veo una garza en este lugar. A veces está posada en lo alto de una pícea. Otras, está de pie en la tierra encharcada, el pico preparado para la pesca. Las garzas atacan con rapidez, y en un abrir y cerrar de ojos se han hecho con su presa; y cuando los machos terminan de preparar el nido y graznan llamando a las hembras, levantan la cabeza de forma que el pico apunta verticalmente al cielo, como la aguja de una catedral o una escultura de Brancusi. Las garzas dejan nuestros ríos en invierno y emigran al norte de África.
Pero es la misma la que vuelve todos los años por estas fechas. Las garzas pueden vivir más de veinte años. Me imagino que ésta ya no es joven y por eso, tal vez, es una solitaria que evita las zonas donde anida el resto. Nunca la he visto con una pareja, pero sí la he visto volar hasta un nido oculto y regurgitar la rana o el pez que acaba de comer para alimentar a sus crías.
Aparte de la garza, no hay nada especial en este lugar: un laguito, una pequeña ciénaga, un sendero empinado. Está en la ladera norte de la montaña, y apenas le da el sol. Uno de esos patios traseros de la naturaleza, no especialmente recomendado por sus flores. Y aquí, este año, el miércoles 12 de abril, salió la primavera de su escondite.
Al principio no noté nada especial. Luego, poco a poco, me fui dando cuenta, antes incluso de alzar la vista, de que en el cielo estaba sucediendo algo extraño. Nada alarmante. Más bien algo comedido y solemne. Así que miré hacia arriba.
Dos garzas volaban en círculos con un lento batir de alas. Estaban lo bastante bajas para permitirme ver las plumas negras que como cintas les cuelgan de las orejas. Alas grises, cuellos blancos. Formaban un círculo sobre mi cabeza, y una de ellas lo atravesó para reunirse con la otra, pero la otra le salió al encuentro, y así las dos se encontraron de nuevo en lados opuestos del mismo círculo.
Era su primera mañana. Habían vuelto. Los ornitólogos dicen que la garza macho sólo busca hembra después de construir el nido. En tal caso, esta pareja era una excepción. Juntas exploraban cuidadosamente el terreno.
Sin embargo, no fue esto lo que me asombró; lo que me dejó boquiabierto, Marcos, fue la facilidad, la calma con la que lo hacían. Esa facilidad revelaba una confianza momentánea, pero suprema, y una sensación de pertenencia. Sobrevolaron el lugar lentamente, como si estuvieran explorando sus propias vidas, como si hubieran vuelto a casa con ese objetivo.
Y esto me hizo pensar en usted y en su lucha por restituir al pueblo lo que le ha sido arrebatado por aquellos que sólo saben hacer dos cosas en esta vida: transferir dinero y lanzar bombas. En su mundo no existe la noción de la vuelta a casa, ni existirá nunca. Cuatro cosas se me agolparon en la cabeza en ese momento: la primavera, la resistencia de los zapatistas, su visión de un mundo distinto y el lento batir de las alas de las garzas.
Sin embargo, a partir de enero, empezamos a hablar de ella, de él, como si estuvieran escondidos en algún lado. Y lo están: bajo la piel de la tierra, las ramas de los saúcos ya han empezado a sufrir las heridas de los brotes; y las campanillas de invierno ya han empezado a empujar con la cabeza, los dientes apretados. Cuando por fin sale de su escondite, nos quedamos con la impresión de que su estancia ha sido vista y no vista.
Más que una estación es un anhelo. A mi edad es natural preguntarse: ¿cuántas veces más viviré esta espera? Lo que se espera es un nuevo principio. No se trata de que el año sea entonces joven, sino de que se nos vuelven a ofrecer posibilidades. No las hay en el invierno del descontento.
La primera estación llega desesperada y cargada de esperanzas: razón de más para su necesaria clandestinidad. Y aquí pienso en su carta, Marcos, en las palabras que escribía:
[...] Si tuviéramos una flor pues se la regalábamos y como no tenemos flores bastantes para cada uno o para cada una, pues una basta para que se la repartan y guarden un pedacito cada uno y cuando ya sean viejitos o viejitas entonces les platiquen a los niños y a los jóvenes de su país que ‘Yo luché por México en los finales del siglo XX y desde acá estaba yo con ellos y sólo sé que querían lo que quieren todos los seres humanos que no se han olvidado que son seres humanos y que es democracia, libertad y justicia, y no conocí su rostro pero sí su corazón y era igual al nuestro”.
Este año la primavera salió de su escondite el 12 de abril, y le diré por qué lo sé. Sus montañas son más altas que las nuestras, pero cuando tome uno de los senderos que llevan a la llanura, probablemente pasará por un lugar en cierto modo parecido. Todavía a cierta altura, un arroyo rocoso desemboca en un pequeño lago, y la vegetación se vuelve un poco más verde. El agua del lago se filtra en la tierra, y toda la zona está encharcada, de modo que no es fácil atravesarla. Es mejor dar un rodeo.
En un mes, miles de ranas vendrán a aparearse a esta charca. Por ahora, todavía hiela por las noches, y por la mañana la escarcha brilla sobre las peñas. Hace años que con frecuencia veo una garza en este lugar. A veces está posada en lo alto de una pícea. Otras, está de pie en la tierra encharcada, el pico preparado para la pesca. Las garzas atacan con rapidez, y en un abrir y cerrar de ojos se han hecho con su presa; y cuando los machos terminan de preparar el nido y graznan llamando a las hembras, levantan la cabeza de forma que el pico apunta verticalmente al cielo, como la aguja de una catedral o una escultura de Brancusi. Las garzas dejan nuestros ríos en invierno y emigran al norte de África.
Pero es la misma la que vuelve todos los años por estas fechas. Las garzas pueden vivir más de veinte años. Me imagino que ésta ya no es joven y por eso, tal vez, es una solitaria que evita las zonas donde anida el resto. Nunca la he visto con una pareja, pero sí la he visto volar hasta un nido oculto y regurgitar la rana o el pez que acaba de comer para alimentar a sus crías.
Aparte de la garza, no hay nada especial en este lugar: un laguito, una pequeña ciénaga, un sendero empinado. Está en la ladera norte de la montaña, y apenas le da el sol. Uno de esos patios traseros de la naturaleza, no especialmente recomendado por sus flores. Y aquí, este año, el miércoles 12 de abril, salió la primavera de su escondite.
Al principio no noté nada especial. Luego, poco a poco, me fui dando cuenta, antes incluso de alzar la vista, de que en el cielo estaba sucediendo algo extraño. Nada alarmante. Más bien algo comedido y solemne. Así que miré hacia arriba.
Dos garzas volaban en círculos con un lento batir de alas. Estaban lo bastante bajas para permitirme ver las plumas negras que como cintas les cuelgan de las orejas. Alas grises, cuellos blancos. Formaban un círculo sobre mi cabeza, y una de ellas lo atravesó para reunirse con la otra, pero la otra le salió al encuentro, y así las dos se encontraron de nuevo en lados opuestos del mismo círculo.
Era su primera mañana. Habían vuelto. Los ornitólogos dicen que la garza macho sólo busca hembra después de construir el nido. En tal caso, esta pareja era una excepción. Juntas exploraban cuidadosamente el terreno.
Sin embargo, no fue esto lo que me asombró; lo que me dejó boquiabierto, Marcos, fue la facilidad, la calma con la que lo hacían. Esa facilidad revelaba una confianza momentánea, pero suprema, y una sensación de pertenencia. Sobrevolaron el lugar lentamente, como si estuvieran explorando sus propias vidas, como si hubieran vuelto a casa con ese objetivo.
Y esto me hizo pensar en usted y en su lucha por restituir al pueblo lo que le ha sido arrebatado por aquellos que sólo saben hacer dos cosas en esta vida: transferir dinero y lanzar bombas. En su mundo no existe la noción de la vuelta a casa, ni existirá nunca. Cuatro cosas se me agolparon en la cabeza en ese momento: la primavera, la resistencia de los zapatistas, su visión de un mundo distinto y el lento batir de las alas de las garzas.
II. Las garzas y las águilas. Un lector puede preguntarse: ¿Cuál es la relación del escritor con el lugar y la gente sobre los que escribe? John Berger, Puerca Tierra.
De acuerdo, pero también puede preguntarse: ¿Cuál es la relación entre una carta escrita en la selva chiapaneca de México y la respuesta que obtiene en la campiña francesa? O, mejor aún, ¿cuál es la relación del lento batir de alas de la garza con el rondar del águila sobre una serpiente?
Por ejemplo, en Guadalupe Tepeyac (hoy un pueblo vacío de civiles y lleno de soldados), las garzas tomaron por asalto un nocturno cielo de diciembre.
Eran cientos. “Miles”, dice el teniente Ricardo, insurgente tzeltal y algo propenso a las exageraciones. “Millones”, dice la Gladys, que, no obstante sus doce años (o precisamente por ellos), no quiere quedarse atrás. “Vienen cada año”, dice el abuelo mientras las ráfagas blancas giran sobre el poblado y se pierden rumbo ¿al oriente?
¿Iban o venían? ¿Eran sus garzas, señor Berger? ¿Un recuerdo alado? ¿Un saludo premonitorio? ¿Un aleteo de lo que se resiste a morir?
Porque resulta que, meses después, yo leo su carta (un maltratado recorte de periódico, con la fecha oculta detrás de una mancha de lodo), y en ella (su carta) las albas manchas vuelven a girar sobre el cielo y la gente de Guadalupe Tepeyac vive ahora en la montaña y ya no en el pequeño valle cuyas luces, imagino, tenían algún significado en la carta de navegación de las garzas.
Sí, ya sé que las garzas de las que usted me escribe vuelan en invierno hacia el norte de África, y que es improbable que algo tengan que ver con las que aparecieron, en diciembre de 1994, en la selva Lacandona. Además, el abuelo dice que cada año se repite el giro desconcertado sobre Guadalupe Tepeyac.
Tal vez el sureste mexicano es una escala obligada, una necesidad, un compromiso. Tal vez no eran garzas, sino fragmentos de una luna rota, hecha polvo en el diciembre selvático.
Por ejemplo, en Guadalupe Tepeyac (hoy un pueblo vacío de civiles y lleno de soldados), las garzas tomaron por asalto un nocturno cielo de diciembre.
Eran cientos. “Miles”, dice el teniente Ricardo, insurgente tzeltal y algo propenso a las exageraciones. “Millones”, dice la Gladys, que, no obstante sus doce años (o precisamente por ellos), no quiere quedarse atrás. “Vienen cada año”, dice el abuelo mientras las ráfagas blancas giran sobre el poblado y se pierden rumbo ¿al oriente?
¿Iban o venían? ¿Eran sus garzas, señor Berger? ¿Un recuerdo alado? ¿Un saludo premonitorio? ¿Un aleteo de lo que se resiste a morir?
Porque resulta que, meses después, yo leo su carta (un maltratado recorte de periódico, con la fecha oculta detrás de una mancha de lodo), y en ella (su carta) las albas manchas vuelven a girar sobre el cielo y la gente de Guadalupe Tepeyac vive ahora en la montaña y ya no en el pequeño valle cuyas luces, imagino, tenían algún significado en la carta de navegación de las garzas.
Sí, ya sé que las garzas de las que usted me escribe vuelan en invierno hacia el norte de África, y que es improbable que algo tengan que ver con las que aparecieron, en diciembre de 1994, en la selva Lacandona. Además, el abuelo dice que cada año se repite el giro desconcertado sobre Guadalupe Tepeyac.
Tal vez el sureste mexicano es una escala obligada, una necesidad, un compromiso. Tal vez no eran garzas, sino fragmentos de una luna rota, hecha polvo en el diciembre selvático.
1994. Diciembre. Meses después, los indígenas del sureste mexicano volverían a reiterar su rebeldía, su resistencia a desaparecer, a morir... ¿El motivo? El supremo gobierno decide llevar adelante el crimen organizado, esencia del neoliberalismo, que planeó el dios de la modernidad: el dinero. Decenas de miles de soldados, centenas de toneladas de material bélico, millones de mentiras. ¿Objetivo? La destrucción de bibliotecas y hospitales, de casas y sembraditos de maíz y frijol, el aniquilamiento de todo indicio de rebeldía. Los indígenas zapatistas resisten, se repliegan a las montañas e inician un éxodo que hoy, cuando le escribo estas líneas, no termina. El neoliberalismo se disfraza de defensa de una soberanía que ha sido vendida, en dólares, en el mercado internacional.
El neoliberalismo, esa doctrina que posibilita que la estupidez y el cinismo se hagan con el gobierno en diversas partes del globo terráqueo, no admite más inclusión que la de sujetarse desapareciendo. “Morid como grupo social, como cultura y, sobre todo, como resistencia. Entonces podréis ser parte de la modernidad”, dicen los grandes capitales, desde las sillas de gobierno, a los campesinos indígenas. Estos indígenas irritan la lógica modernizadora del neomercantilismo. Irritan no sólo su rebeldía, su desafío, su resistencia. También irrita el anacronismo de su existencia dentro de un proyecto económico y político que, de pronto, descubre que le estorban todos los pobres, todos los opositores, es decir, la mayoría de la población. El carácter armado del “¡Aquí estamos!” de los indígenas zapatistas no les importa ni los desvela (bastarían un poco de fuego y plomo para acabar con tan “imprudente” desafío). Lo que importa, y molesta, es que su existencia misma, en el momento que tornavoz y es escuchada, se convierte en el recordatorio de una penosa omisión de la “modernidad neoliberal”: “Estos indios no deberían existir hoy, debimos acabar con ellos antes. Ahora aniquilarlos será más difícil, es decir, más caro”. Esta es la pena que agobia al neoliberalismo hecho gobierno en México.
“Resolvamos las causas del alzamiento”, dicen los negociadores del gobierno (izquierdistas de ayer, avergonzados de hoy) como si dijeran: “Ustedes no deben existir, todo se trata de un lamentable error de la historia moderna”. “Resolvamos las causas” es un elegante equivalente de “eliminémolos”. Para este sistema que concentra la riqueza y el poder, y distribuye la muerte y la pobreza, los campesinos, los indígenas, no caben en planes y proyectos. Hay que deshacerse de ellos, así como hay que deshacerse de las garzas... y de las águilas.
Lo misterioso no es lo que se oculta de forma deliberada, sino, como ya he señalado, el hecho de que la gama de lo posible siempre pueda sorprendernos. Y por ello, tampoco hay apenas representación; los campesinos no representan papeles como lo hacen los personajes urbanos. Esto no se debe a que sean ‘sencillos’ o más sinceros o menos astutos; simplemente el espacio entre lo que se desconoce de una persona y lo que todo el mundo sabe de ella –y éste es el espacio de toda representación– es demasiado pequeño. John Berger, ibíd.
El neoliberalismo, esa doctrina que posibilita que la estupidez y el cinismo se hagan con el gobierno en diversas partes del globo terráqueo, no admite más inclusión que la de sujetarse desapareciendo. “Morid como grupo social, como cultura y, sobre todo, como resistencia. Entonces podréis ser parte de la modernidad”, dicen los grandes capitales, desde las sillas de gobierno, a los campesinos indígenas. Estos indígenas irritan la lógica modernizadora del neomercantilismo. Irritan no sólo su rebeldía, su desafío, su resistencia. También irrita el anacronismo de su existencia dentro de un proyecto económico y político que, de pronto, descubre que le estorban todos los pobres, todos los opositores, es decir, la mayoría de la población. El carácter armado del “¡Aquí estamos!” de los indígenas zapatistas no les importa ni los desvela (bastarían un poco de fuego y plomo para acabar con tan “imprudente” desafío). Lo que importa, y molesta, es que su existencia misma, en el momento que tornavoz y es escuchada, se convierte en el recordatorio de una penosa omisión de la “modernidad neoliberal”: “Estos indios no deberían existir hoy, debimos acabar con ellos antes. Ahora aniquilarlos será más difícil, es decir, más caro”. Esta es la pena que agobia al neoliberalismo hecho gobierno en México.
“Resolvamos las causas del alzamiento”, dicen los negociadores del gobierno (izquierdistas de ayer, avergonzados de hoy) como si dijeran: “Ustedes no deben existir, todo se trata de un lamentable error de la historia moderna”. “Resolvamos las causas” es un elegante equivalente de “eliminémolos”. Para este sistema que concentra la riqueza y el poder, y distribuye la muerte y la pobreza, los campesinos, los indígenas, no caben en planes y proyectos. Hay que deshacerse de ellos, así como hay que deshacerse de las garzas... y de las águilas.
Lo misterioso no es lo que se oculta de forma deliberada, sino, como ya he señalado, el hecho de que la gama de lo posible siempre pueda sorprendernos. Y por ello, tampoco hay apenas representación; los campesinos no representan papeles como lo hacen los personajes urbanos. Esto no se debe a que sean ‘sencillos’ o más sinceros o menos astutos; simplemente el espacio entre lo que se desconoce de una persona y lo que todo el mundo sabe de ella –y éste es el espacio de toda representación– es demasiado pequeño. John Berger, ibíd.
1994. Diciembre. Una madrugada de frío se arrastra entre la niebla y los tejados del poblado. Amanece. La madrugada se va, el frío se queda. Las callecitas de lodo se empiezan a llenar de personas y animales. El frío y una banquita me acompañan en la lectura de Puerca tierra. Llegan el Heriberto y la Eva (cinco y seis años, respectivamente) y agarran (“arrebatan” debería decir, pero ignoro si en inglés se aprecia la diferencia) el libro. Miran el dibujo de la portada. Se trata de una reproducción de una pintura de John Constable, una imagen de la campiña inglesa. La portada de su libro, señor Berger, los convoca a una rápida relación entre la imagen y la realidad. Para el Heriberto, por ejemplo, no hay duda de que el caballo de la pintura es La Muñeca (una yegua que nos acompañó el largo año en que la rebeldía indígena se hizo gobierno en el sureste mexicano), que el que la monta no puede ser otro que Manuel, compañero de juegos que dobla en edad, estatura y peso al Heriberto, hermano de la Chelita y, en consecuencia, futuro cuñado. Y que lo que Constable llama río, en realidad es un arroyo, el arroyo que cruza La Realidad (La Realidad es el nombre de un poblado ubicado al oriente de Guadalupe Tepeyac).
La realidad de La Realidad es el horizonte límite del Heriberto. El lugar más lejano al que lo han llevado sus viajes y correrías es La Realidad.
La pintura de Constable no lleva al Heriberto y a la Eva a la campiña inglesa. No los lleva fuera de la selva Lacandona. Los deja aquí o los trae de vuelta, los regresa a su campo, a su lugar, a su ser niños, a su ser campesinos, a su ser indígenas, a su ser mexicanos y rebeldes. Para el Heriberto y la Eva la pintura de Constable es un dibujo a colores de La Muñeca, y el título de Scene on a Navigable River no es argumento valedero: el río es el arroyo de La Realidad, el caballo es la yegua La Muñeca, el Manuel está montado y se le cayó el sombrero y ya, pasemos a otro libro. Y lo hacemos, el turno es de Van Gogh, y las pinturas del holandés les reconfirman a la Eva y al Heriberto escenas de su campo, de su ser indígenas y campesinos. Después de esto, el Heriberto le informa a su mamá de que estuvo en la mañana con el Sup.
“Leyendo libros de grande”, dice el Heriberto, y cree que eso amerita que le dejen mano libre con una caja de galletas de chocolate. La Eva ve más lejos y me pregunta si no traigo un libro donde salga su muñequita de paliacate rojo.
El acto de escribir no es más que el acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe; del mismo modo, se espera que el acto de leer el texto escrito sea otro acto de aproximación parecido. John Berger, ibíd.
O de alejarse, señor Berger. La escritura y, sobre todo, la lectura del texto escrito pueden ser un acto de alejamiento. “La escritura y la imagen”, dice mi otro yo, que para agregar problemas se pinta solo.
Y yo pienso que sí, que la lectura de la escritura y la imagen pueden aproximar a la experiencia o alejar de ella. Y entonces, vuelve la imagen fotográfica de Álvaro, muerto en los combates de Ocosingo en enero de 1994. Vuelve Álvaro en foto, habla Álvaro en la foto de su muerte. Dice, escribe, muestra: “Soy Álvaro, soy indígena, soy soldado, me levanté en armas contra el olvido. Mirad. Oíd. Algo pasa en este atardecer del siglo XX que nos obliga a morir para tener voz, para ser vistos, para vivir”. Y, por la foto de Álvaro, muerto, un lector lejano en distancia puede aproximarse a la situación indígena en el México de la modernidad, el TLC, los foros internacionales, la bonanza económica, el primer mundo.
“¡Atentos! Algo está mal en los planes macroeconómicos, algo no funciona en las complicadas operaciones matemáticas que cantan los logros del neoliberalismo”, dice Álvaro con su muerte. Dice más su foto, habla de su muerte, toma su voz su estar sobre el suelo chiapaneco, sin botas, recostada su cabeza sobre un charco de sangre: “¡Mirad! Esto es lo que ocultan las cifras y discursos. Sangre, carne, huesos, vidas y esperanzas trituradas exprimidas, eliminadas para incorporarse en índices de ganancia y crecimiento económico”.
“¡Venid!”, dice Álvaro, “¡Acercaos! ¡Escuchad!”.
Pero la foto de Álvaro también puede “leerse” como una toma de distancia, como un vehículo que sirve para alejarse, para mantenerse del otro lado de la foto, del que la “lee” en un periódico en otra parte del mundo. “Esto no ocurre aquí”, dice la vista del lector de la foto, “eso es Chiapas, México, un accidente histórico remediable, olvidable, y... lejano”. Hay, además, otras lecturas que lo confirman: anuncios publicitarios, cifras económicas, estabilidad, paz. Para eso les sirve la guerra indígena de fin de siglo, para revalorizar la “paz”.
Tal y como una mancha resalta el blanco que la sufre. “Yo estoy acá y esta foto ocurre en otro lado, lejos, pequeña”, dice el “lector” que se distancia.
E imagino, señor Berger, que el resultado final de la relación entre escritor y lector, a través del texto (“o de la imagen”, reincide mi otro yo), escapa a ambos. Algo se les impone, da significado al texto, provoca acercamientos o alejamientos. Y ese “algo” tiene que ver, sí, con el nuevo reparto del mundo, con la democratización de la muerte y la miseria, con la dictadura del poder y el dinero, con el localismo del dolor y de la desesperanza, con la internacionalización de la soberbia y el mercado. Pero también tiene que ver con la decisión de Álvaro (y de miles de indígenas junto a él) de alzarse en armas, de pelear, de resistir, de arrebatar una voz que se les negó antes, de no escatimar el pago de sangre que esto implica. Y tienen que ver también el oído y la pupila que se abren al mensaje de Álvaro, que lo ven y lo escuchan, que lo entienden, que se acercan a él, a su muerte, a su sangre encharcada en las calles de una ciudad que lo ignoró siempre, siempre... hasta ese primero de enero. Y tienen que ver el águila y la garza, el campesino europeo que se resiste a ser absorbido y el indígena latinoamericano que se rebela contra ser asesinado. Y tiene que ver el pánico del poderoso, el temblor que le crece en las entrañas cuando más grande y fuerte parece, cuando, sin saberlo, se prepara para caer...
Y tienen que ver, reitero y lo saludo así, las letras que de usted a nosotros vienen y las que, en estas líneas, le llevan a usted estas palabras: el águila recibió el mensaje, entendió el acercarse del pausado vuelo de la garza. Y, allá abajo, la serpiente se estremece y teme el mañana...
Vale, señor Berger. Salud y, fíjese bien, esa garza allá arriba hasta parece una pequeña y traviesa nube, una flor que se levanta.
Desde las montañas del sureste mexicano Subcomandante Insurgente Marcos. México, mayo de 1995.
La realidad de La Realidad es el horizonte límite del Heriberto. El lugar más lejano al que lo han llevado sus viajes y correrías es La Realidad.
La pintura de Constable no lleva al Heriberto y a la Eva a la campiña inglesa. No los lleva fuera de la selva Lacandona. Los deja aquí o los trae de vuelta, los regresa a su campo, a su lugar, a su ser niños, a su ser campesinos, a su ser indígenas, a su ser mexicanos y rebeldes. Para el Heriberto y la Eva la pintura de Constable es un dibujo a colores de La Muñeca, y el título de Scene on a Navigable River no es argumento valedero: el río es el arroyo de La Realidad, el caballo es la yegua La Muñeca, el Manuel está montado y se le cayó el sombrero y ya, pasemos a otro libro. Y lo hacemos, el turno es de Van Gogh, y las pinturas del holandés les reconfirman a la Eva y al Heriberto escenas de su campo, de su ser indígenas y campesinos. Después de esto, el Heriberto le informa a su mamá de que estuvo en la mañana con el Sup.
“Leyendo libros de grande”, dice el Heriberto, y cree que eso amerita que le dejen mano libre con una caja de galletas de chocolate. La Eva ve más lejos y me pregunta si no traigo un libro donde salga su muñequita de paliacate rojo.
El acto de escribir no es más que el acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe; del mismo modo, se espera que el acto de leer el texto escrito sea otro acto de aproximación parecido. John Berger, ibíd.
O de alejarse, señor Berger. La escritura y, sobre todo, la lectura del texto escrito pueden ser un acto de alejamiento. “La escritura y la imagen”, dice mi otro yo, que para agregar problemas se pinta solo.
Y yo pienso que sí, que la lectura de la escritura y la imagen pueden aproximar a la experiencia o alejar de ella. Y entonces, vuelve la imagen fotográfica de Álvaro, muerto en los combates de Ocosingo en enero de 1994. Vuelve Álvaro en foto, habla Álvaro en la foto de su muerte. Dice, escribe, muestra: “Soy Álvaro, soy indígena, soy soldado, me levanté en armas contra el olvido. Mirad. Oíd. Algo pasa en este atardecer del siglo XX que nos obliga a morir para tener voz, para ser vistos, para vivir”. Y, por la foto de Álvaro, muerto, un lector lejano en distancia puede aproximarse a la situación indígena en el México de la modernidad, el TLC, los foros internacionales, la bonanza económica, el primer mundo.
“¡Atentos! Algo está mal en los planes macroeconómicos, algo no funciona en las complicadas operaciones matemáticas que cantan los logros del neoliberalismo”, dice Álvaro con su muerte. Dice más su foto, habla de su muerte, toma su voz su estar sobre el suelo chiapaneco, sin botas, recostada su cabeza sobre un charco de sangre: “¡Mirad! Esto es lo que ocultan las cifras y discursos. Sangre, carne, huesos, vidas y esperanzas trituradas exprimidas, eliminadas para incorporarse en índices de ganancia y crecimiento económico”.
“¡Venid!”, dice Álvaro, “¡Acercaos! ¡Escuchad!”.
Pero la foto de Álvaro también puede “leerse” como una toma de distancia, como un vehículo que sirve para alejarse, para mantenerse del otro lado de la foto, del que la “lee” en un periódico en otra parte del mundo. “Esto no ocurre aquí”, dice la vista del lector de la foto, “eso es Chiapas, México, un accidente histórico remediable, olvidable, y... lejano”. Hay, además, otras lecturas que lo confirman: anuncios publicitarios, cifras económicas, estabilidad, paz. Para eso les sirve la guerra indígena de fin de siglo, para revalorizar la “paz”.
Tal y como una mancha resalta el blanco que la sufre. “Yo estoy acá y esta foto ocurre en otro lado, lejos, pequeña”, dice el “lector” que se distancia.
E imagino, señor Berger, que el resultado final de la relación entre escritor y lector, a través del texto (“o de la imagen”, reincide mi otro yo), escapa a ambos. Algo se les impone, da significado al texto, provoca acercamientos o alejamientos. Y ese “algo” tiene que ver, sí, con el nuevo reparto del mundo, con la democratización de la muerte y la miseria, con la dictadura del poder y el dinero, con el localismo del dolor y de la desesperanza, con la internacionalización de la soberbia y el mercado. Pero también tiene que ver con la decisión de Álvaro (y de miles de indígenas junto a él) de alzarse en armas, de pelear, de resistir, de arrebatar una voz que se les negó antes, de no escatimar el pago de sangre que esto implica. Y tienen que ver también el oído y la pupila que se abren al mensaje de Álvaro, que lo ven y lo escuchan, que lo entienden, que se acercan a él, a su muerte, a su sangre encharcada en las calles de una ciudad que lo ignoró siempre, siempre... hasta ese primero de enero. Y tienen que ver el águila y la garza, el campesino europeo que se resiste a ser absorbido y el indígena latinoamericano que se rebela contra ser asesinado. Y tiene que ver el pánico del poderoso, el temblor que le crece en las entrañas cuando más grande y fuerte parece, cuando, sin saberlo, se prepara para caer...
Y tienen que ver, reitero y lo saludo así, las letras que de usted a nosotros vienen y las que, en estas líneas, le llevan a usted estas palabras: el águila recibió el mensaje, entendió el acercarse del pausado vuelo de la garza. Y, allá abajo, la serpiente se estremece y teme el mañana...
Vale, señor Berger. Salud y, fíjese bien, esa garza allá arriba hasta parece una pequeña y traviesa nube, una flor que se levanta.
Desde las montañas del sureste mexicano Subcomandante Insurgente Marcos. México, mayo de 1995.
III. De cómo vivir entre piedras. Marcos, quiero decir algo con respecto a una de esas bolsas de resistencia de las que usted habla. Quizá mis observaciones le resulten remotas, pero, como usted mismo dice, puede haber “un mundo donde quepan muchos mundos, donde quepan todos los mundos”.
Antonio Gramsci fue el menos dogmático de los pensadores revolucionarios de nuestro siglo, ¿estamos de acuerdo? La ausencia en él de todo dogmatismo es el resultado de una especie de paciencia. Una paciencia que no tiene nada que ver con la pereza o con la complacencia. (El hecho de que escribiera lo fundamental de su obra en la cárcel –donde pasó ocho años prisionero del fascismo– es una prueba de su urgencia, de que la consideraba inaplazable. Gramsci fue liberado, ya moribundo, a los 46 años.)
Esta peculiar paciencia suya se derivaba, a su vez, de su comprensión de una práctica que existirá siempre. Observó de cerca las luchas políticas de su tiempo e incluso a veces llegó a dirigirlas, pero nunca olvidó el drama de fondo, el drama que se desarrolla detrás de esas luchas y que abarca un tiempo inconmensurable. Posiblemente fue esto lo que impidió que Gramsci se hiciera milenarista, como tantos otros revolucionarios. Creía en la esperanza, más que en las promesas, y la esperanza es algo que va para largo. Lo oímos en sus palabras.
Si pensamos en ello, veremos que al plantearnos la pregunta de qué es el hombre queremos decir: ¿qué puede llegar a ser el hombre? O sea, si el hombre puede dominar su destino, puede ‘hacerse’, puede crearse una vida. Decimos, pues, que el hombre es un proceso, y precisamente el proceso de sus actos.
Gramsci asistió a la escuela de Ghilarza, una pequeña villa de la Cerdeña central, entre los seis y los doce años. Había nacido en Ales, un pueblo cercano. A los cuatro años sufrió una caída; este accidente le causó una malformación en la columna vertebral que no dejó de minar su salud durante el resto de su vida. No salió de Cerdeña hasta los veinte años. Yo creo que la isla le dio o inspiró en él su peculiar sentido del tiempo.
En la región de Ghilarza, al igual que en otras muchas partes del interior de la isla, lo que uno percibe con más fuerza es la presencia de la piedra. Es sobre todo un país de piedras y –arriba en el cielo– de cuervos grises. Todas las tancas –pastos–, y todos los alcornocales tienen al menos un montón de piedras, cuando no varios; los montones tienen el tamaño de un gran camión. Las piedras han sido recogidas y amontonadas recientemente, con el fin de poder trabajar una tierra que es además seca y pobre. Las piedras son inmensas; las más pequeñas pesarán cerca de media tonelada. Hay granito (rojo y negro), esquisto, piedra caliza, piedra arenisca y varios tipos de oscura roca volcánica, como el basalto. En algunas tancas, las piedras son más alargadas que redondeadas, de modo que se apilan como se apilan los postes. Los montones tienen entonces la forma triangular de las tiendas de los pieles rojas: unas inmensas tiendas de piedra.
Unos muros de piedra interminables e intemporales separan las tancas, bordean los caminos de grava, forman rediles para las ovejas o, derruidos tras siglos de uso, sugieren las ruinas de un laberinto. También se ven pequeños montones piramidales formados por piedras no más grandes que un puño. Hacia el este se alzan viejas montañas de caliza.
Mires donde mires, ves piedras en contacto con otras piedras. Y, sin embargo, en esta tierra despiadada, uno roza algo delicado: hay una manera de poner piedra sobre piedra que revela irrefutablemente un acto humano, totalmente diferenciado del azar de la naturaleza.
Y esto puede hacernos recordar que marcar los lugares con mojones o montones de piedra era una forma de nombrar y fue probablemente uno de los primeros signos empleados por el hombre. Así se expresaba Gramsci:
El conocimiento es poder. Pero el problema es complejo también en otro aspecto: que no basta con conocer el conjunto de las relaciones en cuanto existen en un momento dado y como sistema dado, sino que hay que conocerlas también genéticamente, en su modo de formación, porque cada individuo es, además de la síntesis de las relaciones existentes, también la de la historia de esas relaciones: es el resumen de todo el pasado.
Debido a su estratégico emplazamiento en el Mediterráneo occidental y a la presencia de minerales en su suelo –plomo, zinc, plata–, Cerdeña fue sucesivamente invadida y su costa ocupada durante cuatro mil años. Los primeros invasores fueron los fenicios, a quienes siguieron los cartaginenses, los griegos, los romanos, los árabes, los písanos, los españoles, la Casa de Savoya y finalmente la Italia moderna.
La consecuencia de ello es que los sardos no se fían del mar, lo aborrecen. “Todo el que llegue por mar es un ladrón”, dicen. No son un pueblo de marineros y pescadores, sino de pastores. Siempre se han refugiado en el interior de la isla, rocoso e inaccesible, para convertirse en lo que los invasores denominaban (y denominan) “bandoleros”. La isla no es muy grande (250 x 100 kilómetros), pero las montañas iridiscentes, la luz meridional, la aridez, los barrancos, el terreno pedregoso, le dan, cuando se la contempla desde arriba, el aspecto de un continente. Y en este continente viven hoy, con sus tres millones y medio de ovejas y sus cabras, treinta y cinco mil pastores, o cien mil, si incluimos a las familias que trabajan con ellos.
Es un país megalítico, no porque sea “prehistórico” –como todas las naciones pobres del mundo, Cerdeña tiene una historia ignorada o considerada “salvaje” por la metrópoli–, sino porque su alma es la roca; y su madre, la piedra. Sebastiano Satta (1867-1914), el poeta nacional sardo, decía:
“Al calentar tu granito, Cerdeña, el sol naciente te hace parir nuevos hijos”.
Esto ha durado, con muchos cambios, pero con cierta continuidad, seis milenios. En Cerdeña todavía se toca el pífano de la mitología clásica. Dispersos por toda la isla se conservan siete mil nuraghi o torreones de piedra seca que datan del final del neolítico, antes de la invasión fenicia. Muchos de ellos están prácticamente en ruinas; otros se conservan intactos y llegan a medir doce metros de alto, ocho de diámetro y tres de grosor en los muros.
Le lleva a uno un rato acostumbrarse a la oscuridad de su interior. La única entrada, que tiene un arquitrabe tallado, es estrecha y baja; hay que agacharse para entrar. Cuando la vista se acostumbra a la fresca oscuridad, se puede observar que, a fin de conseguir un interior abovedado sin utilizar argamasa, quienes los construyeron tuvieron que superponer las macizas hileras de piedra de tal forma que las de encima sobresalieran con respecto a las de abajo; el resultado es un espacio cónico similar al de las colmenas de paja. Pero el cono no debía de ser demasiado apuntado, pues los muros han de soportar el peso de las enormes losas que cierran la cubierta. Algunos nuraghi constan de dos pisos unidos por una escalera interior. A diferencia de las pirámides, que son mil años más antiguas, estos edificios eran para los vivos. Existen varias teorías con respecto a su función. Lo que resulta evidente es que ofrecían abrigo, varias capas de abrigo probablemente, pues los hombres tienen muchas capas.
Los nuraghi se hallan invariablemente situados en puntos claves del paisaje rocoso, puntos en los que, como si dijéramos, la propia tierra podría tener un ojo; puntos desde los que se ve todo en todas las direcciones, silenciosamente, hasta que a lo lejos otros nuraghi los relevan en el puesto de vigilancia. Esto sugiere que, entre otras cosas, tenían una función defensiva, militar. También se los llamaba “templos del sol”, “torres del silencio”; los griegos los llamaban daidaleia, por Dédalo, el constructor del laberinto.
En el interior, se percibe poco a poco el silencio. Fuera hay zarzas con unas moras pequeñitas y dulces, chumberas llenas de higos, maleza, cercados de alambre espinoso, asfódelos clavados como sables por la empuñadura en el suelo quebradizo..., tal vez una bandada de cantarines pardillos. En el interior de la colmena de piedra (construida antes de la Guerra de Troya), silencio. Un silencio concentrado, como concentrado de tomate en lata.
En comparación con este silencio, los silencios extensos, dispersos, requieren un estado de alerta constante, por si se produjera ese sonido que nos advierte del peligro. En este silencio concentrado, los sentidos tienen la impresión de que el silencio actúa de protección. Así llegas a darte cuenta de la compañía de la piedra.
Aplicar a la piedra adjetivos como “inorgánica”, “inerte”, “carente de vida”, “ciega” puede resultar muy limitado. Sobre la villa de Galtelli se alza una pálida montaña de piedra caliza, Tuttavista, la montaña que lo ve todo.
Tal vez la naturaleza proverbial de la piedra cambió cuando la prehistoria se convirtió en historia. La construcción se hizo rectangular. La argamasa permitió la construcción de arcos puros. Se estableció un orden que parecía permanente, y con este orden empezaron los discursos sobre la felicidad. La arquitectura, el arte de la arquitectura, cita esos discursos de muchas formas distintas, pero, para la mayoría de la gente, la felicidad prometida no llegaría nunca, y entonces empezaron los conocidos reproches: se comparaba la piedra con el pan, porque no era comestible; se decía que la piedra era despiadada, porque era sorda.
Antes, en el tiempo de los nuraghi, cuando los órdenes cambiaban continuamente y la única promesa era la que encerraba el lugar que servía de refugio, las piedras eran compañeras.
Las piedras proponen otro sentido del tiempo, según el cual el pasado, el pasado profundo del planeta, ofrece un apoyo exiguo, pero consistente, a los actos humanos de resistencia, como si las vetas de metal de la roca condujeran a nuestras venas de sangre.
Erguir una piedra, ponerla en posición vertical, es un acto de reconocimiento simbólico; la piedra se convierte en una presencia y así empieza un diálogo. Cerca del pueblo de Macomer hay seis de estas piedras erectas levemente talladas en forma ojival; tres de ellas tienen esculpidos unos pechos que parecen construidos como los nidos de golondrina. El tallado es mínimo. No por falta de medios, sino, tal vez, adrede. Entonces, una piedra erguida no era la representación de un compañero; era un compañero. Las seis piedras sagradas son de traquita, que es una piedra porosa. Por eso, ni siquiera bajo un sol ardiente superan la temperatura del cuerpo humano.
“Al calentar tu granito, Cerdeña, el sol naciente te hace parir nuevos hijos.”
Anteriores a los nuraghi son las domus de janas, que son cámaras horadadas al pie de las rocas para, según se dice, albergar a los muertos.
Esta es de granito. Hay que entrar a gatas y una vez dentro no se puede estar de pie, sólo sentado. La pequeña cámara mide tres metros de largo por dos de ancho. Hay dos avisperos abandonados adheridos a la piedra. El silencio es menos concentrado que en los nuraghi, y hay más luz, porque es menos profunda; el bolsillo está más cerca de la superficie del abrigo.
Aquí se hace palpable la antigüedad de este espacio creado por el hombre. No porque uno se ponga a calcular..., neolítico medio..., calcolítico..., sino por la relación que existe entre la roca dentro de la que estás y el tacto humano.
La superficie de granito ha sido deliberadamente pulida. No se ha dejado mella ni rugosidad alguna. Las herramientas empleadas eran posiblemente de obsidiana. El espacio es corpóreo, en el sentido en que parece latir como los órganos del cuerpo. (Algo parecido a la bolsa de un marsupial.) Y los restos del amarillo y del ocre rojizo con los que estuvo pintado en algunas partes no hacen sino realzar este efecto. Las irregularidades de la cámara deben de haber venido determinadas por las variaciones en la formación rocosa. Pero más interesante que su origen es su destino.
Uno se tumba en este escondite, Marcos (alguna hierba del exterior impregna el ambiente de un olor ligeramente dulzón, casi a vainilla), y ve apuntarse en las diferentes formas que adopta la piedra los primeros intentos de concebir el pilar, el perfil de la pilastra y las curvas de la cúpula: las primeras tentativas de imaginar la felicidad.
A los pies de la cámara –y no hay duda con respecto a la dirección en la que debían yacer los cuerpos, ya fueran vivos o muertos–, la roca es curva y cóncava, y en esta superficie una mano humana ha tallado claramente unas costillas cuya disposición, en radios, recuerda las conchas de venera.
A un lado de la entrada, que no es más alta que un perro, hay una protuberancia, como un pliegue en la cortina natural de roca, que una mano humana retocó y redondeó a fin de que se acercara a la forma de la columna (aunque sin alcanzarla todavía).
Todas las domus de janas miran al este. Desde el interior se ve salir el sol.
En una carta fechada en 1931 y escrita desde la cárcel, Gramsci contaba un cuento a sus dos hijos. Al menor no lo conocía, pues nació después de haber sido él encarcelado. Un niño se duerme dejando un vaso de leche al lado de su cama, en el suelo. Un ratón se bebe la leche; el niño se despierta y al encontrar el vaso vacío se echa a llorar. Así que el ratón se va en busca de la cabra y le pide que le dé leche. La cabra no tiene leche porque necesita pasto. El ratón va al prado, y el prado está agostado. El ratón se dirige entonces al pozo, y el pozo no tiene agua porque tiene grietas. Entonces el ratón va al albañil, pero éste no tiene las piedras necesarias para arreglarlo. El ratón se encamina, pues, a la montaña, y la montaña no quiere saber nada de nada porque ha perdido todos los árboles y parece un esqueleto. (A lo largo del siglo pasado, Cerdeña quedó drásticamente deforestada al ser la principal fuente de traviesas para los ferrocarriles italianos.) A cambio de tus piedras, le dice el ratón a la montaña, cuando sea mayor, el niño plantará castaños y pinos en tus laderas. Tras esto, la montaña consiente en darle las piedras. Más tarde el niño tiene tanta leche que hasta se baña en ella. Y más tarde todavía, cuando se hace hombre, planta los árboles; la erosión se detiene y la tierra se hace fértil.
P. D. En la villa de Ghilarza hay un pequeño Museo Gramsci, cerca de la escuela a la que asistió de niño. Fotos. Ejemplares de sus libros. Unas cuantas cartas. Y dentro de una vitrina, dos piedras del tamaño de un pomelo talladas en forma de pesas redondas. Con ellas hacía ejercicios el pequeño Antonio para fortalecer sus hombros y corregir la malformación de su espalda.
Antonio Gramsci fue el menos dogmático de los pensadores revolucionarios de nuestro siglo, ¿estamos de acuerdo? La ausencia en él de todo dogmatismo es el resultado de una especie de paciencia. Una paciencia que no tiene nada que ver con la pereza o con la complacencia. (El hecho de que escribiera lo fundamental de su obra en la cárcel –donde pasó ocho años prisionero del fascismo– es una prueba de su urgencia, de que la consideraba inaplazable. Gramsci fue liberado, ya moribundo, a los 46 años.)
Esta peculiar paciencia suya se derivaba, a su vez, de su comprensión de una práctica que existirá siempre. Observó de cerca las luchas políticas de su tiempo e incluso a veces llegó a dirigirlas, pero nunca olvidó el drama de fondo, el drama que se desarrolla detrás de esas luchas y que abarca un tiempo inconmensurable. Posiblemente fue esto lo que impidió que Gramsci se hiciera milenarista, como tantos otros revolucionarios. Creía en la esperanza, más que en las promesas, y la esperanza es algo que va para largo. Lo oímos en sus palabras.
Si pensamos en ello, veremos que al plantearnos la pregunta de qué es el hombre queremos decir: ¿qué puede llegar a ser el hombre? O sea, si el hombre puede dominar su destino, puede ‘hacerse’, puede crearse una vida. Decimos, pues, que el hombre es un proceso, y precisamente el proceso de sus actos.
Gramsci asistió a la escuela de Ghilarza, una pequeña villa de la Cerdeña central, entre los seis y los doce años. Había nacido en Ales, un pueblo cercano. A los cuatro años sufrió una caída; este accidente le causó una malformación en la columna vertebral que no dejó de minar su salud durante el resto de su vida. No salió de Cerdeña hasta los veinte años. Yo creo que la isla le dio o inspiró en él su peculiar sentido del tiempo.
En la región de Ghilarza, al igual que en otras muchas partes del interior de la isla, lo que uno percibe con más fuerza es la presencia de la piedra. Es sobre todo un país de piedras y –arriba en el cielo– de cuervos grises. Todas las tancas –pastos–, y todos los alcornocales tienen al menos un montón de piedras, cuando no varios; los montones tienen el tamaño de un gran camión. Las piedras han sido recogidas y amontonadas recientemente, con el fin de poder trabajar una tierra que es además seca y pobre. Las piedras son inmensas; las más pequeñas pesarán cerca de media tonelada. Hay granito (rojo y negro), esquisto, piedra caliza, piedra arenisca y varios tipos de oscura roca volcánica, como el basalto. En algunas tancas, las piedras son más alargadas que redondeadas, de modo que se apilan como se apilan los postes. Los montones tienen entonces la forma triangular de las tiendas de los pieles rojas: unas inmensas tiendas de piedra.
Unos muros de piedra interminables e intemporales separan las tancas, bordean los caminos de grava, forman rediles para las ovejas o, derruidos tras siglos de uso, sugieren las ruinas de un laberinto. También se ven pequeños montones piramidales formados por piedras no más grandes que un puño. Hacia el este se alzan viejas montañas de caliza.
Mires donde mires, ves piedras en contacto con otras piedras. Y, sin embargo, en esta tierra despiadada, uno roza algo delicado: hay una manera de poner piedra sobre piedra que revela irrefutablemente un acto humano, totalmente diferenciado del azar de la naturaleza.
Y esto puede hacernos recordar que marcar los lugares con mojones o montones de piedra era una forma de nombrar y fue probablemente uno de los primeros signos empleados por el hombre. Así se expresaba Gramsci:
El conocimiento es poder. Pero el problema es complejo también en otro aspecto: que no basta con conocer el conjunto de las relaciones en cuanto existen en un momento dado y como sistema dado, sino que hay que conocerlas también genéticamente, en su modo de formación, porque cada individuo es, además de la síntesis de las relaciones existentes, también la de la historia de esas relaciones: es el resumen de todo el pasado.
Debido a su estratégico emplazamiento en el Mediterráneo occidental y a la presencia de minerales en su suelo –plomo, zinc, plata–, Cerdeña fue sucesivamente invadida y su costa ocupada durante cuatro mil años. Los primeros invasores fueron los fenicios, a quienes siguieron los cartaginenses, los griegos, los romanos, los árabes, los písanos, los españoles, la Casa de Savoya y finalmente la Italia moderna.
La consecuencia de ello es que los sardos no se fían del mar, lo aborrecen. “Todo el que llegue por mar es un ladrón”, dicen. No son un pueblo de marineros y pescadores, sino de pastores. Siempre se han refugiado en el interior de la isla, rocoso e inaccesible, para convertirse en lo que los invasores denominaban (y denominan) “bandoleros”. La isla no es muy grande (250 x 100 kilómetros), pero las montañas iridiscentes, la luz meridional, la aridez, los barrancos, el terreno pedregoso, le dan, cuando se la contempla desde arriba, el aspecto de un continente. Y en este continente viven hoy, con sus tres millones y medio de ovejas y sus cabras, treinta y cinco mil pastores, o cien mil, si incluimos a las familias que trabajan con ellos.
Es un país megalítico, no porque sea “prehistórico” –como todas las naciones pobres del mundo, Cerdeña tiene una historia ignorada o considerada “salvaje” por la metrópoli–, sino porque su alma es la roca; y su madre, la piedra. Sebastiano Satta (1867-1914), el poeta nacional sardo, decía:
“Al calentar tu granito, Cerdeña, el sol naciente te hace parir nuevos hijos”.
Esto ha durado, con muchos cambios, pero con cierta continuidad, seis milenios. En Cerdeña todavía se toca el pífano de la mitología clásica. Dispersos por toda la isla se conservan siete mil nuraghi o torreones de piedra seca que datan del final del neolítico, antes de la invasión fenicia. Muchos de ellos están prácticamente en ruinas; otros se conservan intactos y llegan a medir doce metros de alto, ocho de diámetro y tres de grosor en los muros.
Le lleva a uno un rato acostumbrarse a la oscuridad de su interior. La única entrada, que tiene un arquitrabe tallado, es estrecha y baja; hay que agacharse para entrar. Cuando la vista se acostumbra a la fresca oscuridad, se puede observar que, a fin de conseguir un interior abovedado sin utilizar argamasa, quienes los construyeron tuvieron que superponer las macizas hileras de piedra de tal forma que las de encima sobresalieran con respecto a las de abajo; el resultado es un espacio cónico similar al de las colmenas de paja. Pero el cono no debía de ser demasiado apuntado, pues los muros han de soportar el peso de las enormes losas que cierran la cubierta. Algunos nuraghi constan de dos pisos unidos por una escalera interior. A diferencia de las pirámides, que son mil años más antiguas, estos edificios eran para los vivos. Existen varias teorías con respecto a su función. Lo que resulta evidente es que ofrecían abrigo, varias capas de abrigo probablemente, pues los hombres tienen muchas capas.
Los nuraghi se hallan invariablemente situados en puntos claves del paisaje rocoso, puntos en los que, como si dijéramos, la propia tierra podría tener un ojo; puntos desde los que se ve todo en todas las direcciones, silenciosamente, hasta que a lo lejos otros nuraghi los relevan en el puesto de vigilancia. Esto sugiere que, entre otras cosas, tenían una función defensiva, militar. También se los llamaba “templos del sol”, “torres del silencio”; los griegos los llamaban daidaleia, por Dédalo, el constructor del laberinto.
En el interior, se percibe poco a poco el silencio. Fuera hay zarzas con unas moras pequeñitas y dulces, chumberas llenas de higos, maleza, cercados de alambre espinoso, asfódelos clavados como sables por la empuñadura en el suelo quebradizo..., tal vez una bandada de cantarines pardillos. En el interior de la colmena de piedra (construida antes de la Guerra de Troya), silencio. Un silencio concentrado, como concentrado de tomate en lata.
En comparación con este silencio, los silencios extensos, dispersos, requieren un estado de alerta constante, por si se produjera ese sonido que nos advierte del peligro. En este silencio concentrado, los sentidos tienen la impresión de que el silencio actúa de protección. Así llegas a darte cuenta de la compañía de la piedra.
Aplicar a la piedra adjetivos como “inorgánica”, “inerte”, “carente de vida”, “ciega” puede resultar muy limitado. Sobre la villa de Galtelli se alza una pálida montaña de piedra caliza, Tuttavista, la montaña que lo ve todo.
Tal vez la naturaleza proverbial de la piedra cambió cuando la prehistoria se convirtió en historia. La construcción se hizo rectangular. La argamasa permitió la construcción de arcos puros. Se estableció un orden que parecía permanente, y con este orden empezaron los discursos sobre la felicidad. La arquitectura, el arte de la arquitectura, cita esos discursos de muchas formas distintas, pero, para la mayoría de la gente, la felicidad prometida no llegaría nunca, y entonces empezaron los conocidos reproches: se comparaba la piedra con el pan, porque no era comestible; se decía que la piedra era despiadada, porque era sorda.
Antes, en el tiempo de los nuraghi, cuando los órdenes cambiaban continuamente y la única promesa era la que encerraba el lugar que servía de refugio, las piedras eran compañeras.
Las piedras proponen otro sentido del tiempo, según el cual el pasado, el pasado profundo del planeta, ofrece un apoyo exiguo, pero consistente, a los actos humanos de resistencia, como si las vetas de metal de la roca condujeran a nuestras venas de sangre.
Erguir una piedra, ponerla en posición vertical, es un acto de reconocimiento simbólico; la piedra se convierte en una presencia y así empieza un diálogo. Cerca del pueblo de Macomer hay seis de estas piedras erectas levemente talladas en forma ojival; tres de ellas tienen esculpidos unos pechos que parecen construidos como los nidos de golondrina. El tallado es mínimo. No por falta de medios, sino, tal vez, adrede. Entonces, una piedra erguida no era la representación de un compañero; era un compañero. Las seis piedras sagradas son de traquita, que es una piedra porosa. Por eso, ni siquiera bajo un sol ardiente superan la temperatura del cuerpo humano.
“Al calentar tu granito, Cerdeña, el sol naciente te hace parir nuevos hijos.”
Anteriores a los nuraghi son las domus de janas, que son cámaras horadadas al pie de las rocas para, según se dice, albergar a los muertos.
Esta es de granito. Hay que entrar a gatas y una vez dentro no se puede estar de pie, sólo sentado. La pequeña cámara mide tres metros de largo por dos de ancho. Hay dos avisperos abandonados adheridos a la piedra. El silencio es menos concentrado que en los nuraghi, y hay más luz, porque es menos profunda; el bolsillo está más cerca de la superficie del abrigo.
Aquí se hace palpable la antigüedad de este espacio creado por el hombre. No porque uno se ponga a calcular..., neolítico medio..., calcolítico..., sino por la relación que existe entre la roca dentro de la que estás y el tacto humano.
La superficie de granito ha sido deliberadamente pulida. No se ha dejado mella ni rugosidad alguna. Las herramientas empleadas eran posiblemente de obsidiana. El espacio es corpóreo, en el sentido en que parece latir como los órganos del cuerpo. (Algo parecido a la bolsa de un marsupial.) Y los restos del amarillo y del ocre rojizo con los que estuvo pintado en algunas partes no hacen sino realzar este efecto. Las irregularidades de la cámara deben de haber venido determinadas por las variaciones en la formación rocosa. Pero más interesante que su origen es su destino.
Uno se tumba en este escondite, Marcos (alguna hierba del exterior impregna el ambiente de un olor ligeramente dulzón, casi a vainilla), y ve apuntarse en las diferentes formas que adopta la piedra los primeros intentos de concebir el pilar, el perfil de la pilastra y las curvas de la cúpula: las primeras tentativas de imaginar la felicidad.
A los pies de la cámara –y no hay duda con respecto a la dirección en la que debían yacer los cuerpos, ya fueran vivos o muertos–, la roca es curva y cóncava, y en esta superficie una mano humana ha tallado claramente unas costillas cuya disposición, en radios, recuerda las conchas de venera.
A un lado de la entrada, que no es más alta que un perro, hay una protuberancia, como un pliegue en la cortina natural de roca, que una mano humana retocó y redondeó a fin de que se acercara a la forma de la columna (aunque sin alcanzarla todavía).
Todas las domus de janas miran al este. Desde el interior se ve salir el sol.
En una carta fechada en 1931 y escrita desde la cárcel, Gramsci contaba un cuento a sus dos hijos. Al menor no lo conocía, pues nació después de haber sido él encarcelado. Un niño se duerme dejando un vaso de leche al lado de su cama, en el suelo. Un ratón se bebe la leche; el niño se despierta y al encontrar el vaso vacío se echa a llorar. Así que el ratón se va en busca de la cabra y le pide que le dé leche. La cabra no tiene leche porque necesita pasto. El ratón va al prado, y el prado está agostado. El ratón se dirige entonces al pozo, y el pozo no tiene agua porque tiene grietas. Entonces el ratón va al albañil, pero éste no tiene las piedras necesarias para arreglarlo. El ratón se encamina, pues, a la montaña, y la montaña no quiere saber nada de nada porque ha perdido todos los árboles y parece un esqueleto. (A lo largo del siglo pasado, Cerdeña quedó drásticamente deforestada al ser la principal fuente de traviesas para los ferrocarriles italianos.) A cambio de tus piedras, le dice el ratón a la montaña, cuando sea mayor, el niño plantará castaños y pinos en tus laderas. Tras esto, la montaña consiente en darle las piedras. Más tarde el niño tiene tanta leche que hasta se baña en ella. Y más tarde todavía, cuando se hace hombre, planta los árboles; la erosión se detiene y la tierra se hace fértil.
P. D. En la villa de Ghilarza hay un pequeño Museo Gramsci, cerca de la escuela a la que asistió de niño. Fotos. Ejemplares de sus libros. Unas cuantas cartas. Y dentro de una vitrina, dos piedras del tamaño de un pomelo talladas en forma de pesas redondas. Con ellas hacía ejercicios el pequeño Antonio para fortalecer sus hombros y corregir la malformación de su espalda.
Fuente: Miradas al Sur.
No hay comentarios:
Publicar un comentario