Había sucedido un 22 de agosto, de madrugada. El silbido del viento y los fríos patagónicos no fueron los únicos testigos. Los cientos de balas desparramadas con precisión por los asesinos dejaban sobrevivientes. Una vez más, los fusilados que viven quedaban en la escena del crimen. Así lo había certificado Rodolfo Walsh en los asesinatos de los basurales de José León Suárez de junio del ’56.
Por Eduardo Anguita
Esta vez, en los calabozos de castigo de la Base Almirante Zar, entre el olor de la pólvora y la sangre recientemente rociada, al calor de los gritos de los caídos, Alberto Camps, María Antonia Berger y René Haidar lograban sobreponerse a la muerte y daban testimonio de cómo y quiénes querían ahogar al puñado de militantes que, una semana atrás, habían pactado entregarse en el Aeropuerto de Trelew después de haber recorrido 30 kilómetros desde la cárcel de máxima seguridad donde los tenía el dictador Alejandro Lanusse. Esos 19 militantes, cuya foto recorría los diarios del mundo, con los fusiles en el piso y la frente alta, habían dejado testimonio ante las cámaras de Canal 7 de Chubut, de lo que habían acordado con muchos testigos presentes: el juez federal de Rawson, Alejandro Godoy; los dirigentes radicales Mario Amaya –abogado de presos políticos– y Atilio Viglione –médico que constató el buen estado de salud de quienes se rendían sin disparar un tiro–. Además, había uno que daba su palabra de honor de que se les respetaría la vida y que serían trasladados, tal cual lo acordado, a la cárcel de la que un rato antes se habían fugado. Ese testigo era el capitán de la Armada Luis Sosa. Pero en esa noche fría del 15 de agosto, los planes de Lanusse eran otros. No había palabra que valiera. El colectivo con los presos partió con estos testigos y, al cabo de un rato, se detuvo. Los testigos fueron bajados y los detenidos no fueron a Rawson sino que recorrieron los casi cinco kilómetros que separan el aeropuerto de la Base Almirante Zar. En minutos, eran encerrados en los calabozos. Era el cadalso para ese puñado de jóvenes, hombres y mujeres que militaban en las tres organizaciones guerrilleras más fuertes y desafiantes que había conocido la historia de ese siglo. Eran cuadros de conducción. Y habían hecho algo juntos –unidos–, que no podía ser aceptado por la dictadura de los monopolios de Lanusse.
Este cronista decidió viajar a Trelew para revivir, 40 años después, aquel 22 de agosto que le había marcado su propia vida y la de miles y miles de jóvenes de aquel 1972. Así, los recuerdos dolorosos y heroicos se mezclaron con la certeza de que la Patria merece ser revivida en un nuevo escenario de Justicia. De modo que otro 22 de agosto, en la camioneta cedida por un compañero del lugar, el ojo del cronista recorrió los silencios y las distancias abismales de los cinco kilómetros que separan el viejo aeropuerto –convertido en espacio de memoria– y la Base Almirante Zar. También iban un camarógrafo y una productora del Canal 7 de Chubut. Más impresionante fue ese viaje para Raquel Camps, hija del sobreviviente Alberto Camps –vuelto a fusilar cuatro años después–; para Mariano Pujadas, sobrino del fusilado Mariano Pujadas; para Luis Lea Place, hermano de la fusilada Clarisa Lea Place, y para Silvia Camps, prima de Alberto Camps.
El permiso para ingresar había sido tramitado apenas unas horas antes y aceptado por el Ministerio de Defensa sin ninguna clase de restricciones respecto de recorrer las instalaciones, incluso aquel lugar convertido en vergüenza, crimen y, por décadas, impunidad.
¿Cómo nos recibiría el jefe naval a cargo de la zona y de la base? ¿Qué pasaría por las cabezas de los cientos de soldados y oficiales que están destinados a esa unidad? La presentación fue, al mismo tiempo, nerviosa y cordial. Con demasiadas advertencias de que los marinos no podían hablar sobre el fusilamiento y énfasis en que no saben nada de lo ocurrido. Claro está, y por suerte, hay un expediente tramitado en la Justicia Federal, una instrucción terminada y audiencias públicas tomadas por el Tribunal Oral Federal de Comodoro Rivadavia y que tiene audiencias públicas en un cine de Rawson, en el José Hernández nada menos, como si el autor del Martín Fierro estuviera saludando la valentía de aquellos gauchos y la cobardía del capitán Sosa que había dado su palabra de honor de llevar los presos de nuevo a la cárcel para emprenderlos a ráfagas de metralleta una semana después.
Nos recibieron bien. Hablamos, sí, de otros temas. Por ejemplo, del papel de esa base en 1982, que sirvió a los aviadores de la Fuerza Aérea para sus incursiones temerarias contra los buques ingleses. Vértigo. Eso es lo que causa pensar que ese cuartel, además, fue mencionado por testigos en las audiencias del José Hernández como centro de detención clandestina durante la última dictadura. Pero tuvo, por unos meses, al Imperio Británico en la mira de los aviones. Sólo por unos meses. En agosto de 1988, cuenta Juan Arcuri, militante de la zona y ex subsecretario de Derechos Humanos de la provincia, se organizó el primer acto de homenaje a los fusilados posterior al golpe del ’76. Pese a que la democracia ya llevaba cinco años de vida, el jefe de la base llamó al entonces gobernador para preguntar “quién había autorizado el acto”. Faltaba agregar “se olvidaron de pedirme permiso”. Esa base, así, alejada de la urbe, rodeada de suelo árido, de pastos secos y demasiados silencios, fue también la sede desde donde se espió a la ministra Nilda Garré y a Néstor y a Cristina.
Nos llevaron al lugar de los hechos. No hubo que recorrer mucho. El cronista, un rato después, contó los pasos que separan los ocho escalones de la entrada del edificio principal y los calabozos. Son apenas 40 pasos. Nada. Hay tres puertas antes de lo que fueron los calabozos y ahora es un lugar con puertas de madera que pretenden maquillar el pasado de horror. Es decir, nadie tuvo la prudencia de pensar que fusilar a 19 personas desarmadas requiere, al menos, de un paraje alejado. No. La impunidad es una ley no escrita pero rotunda. No requiere enmascaramiento. Si no, no es impunidad. Recorrimos los 40 pasos y Pujadas dio su testimonio al lado del nombre de su tío, porque esas celdas tienen escritos, de modo rústico, los nombres de los fusilados en el lugar donde quedaron los cuerpos. Porque los peritos, pese al maquillaje, encontraron muchas cosas.
Ahí estaba Mariano, parado en el lugar de su tío, exactamente cuatro décadas después. Mariano tiene dos hijos y muchos agujeros en el alma. Nacía cuando mataban a su tío, que prometía a sus padres y hermanos tener un Marianito cuando saliera en libertad. Así que él se llamó Mariano. Los Pujadas vivían en Córdoba y cuando se cumplían tres años de la fuga, una patota militar y policial fue a consumar otra masacre. Fusilaron a todos los que encontraron en la casa, salvo a dos niños. Y los dinamitaron en un pozo. Tuvieron la precaución de tirar el busto del Mariano fusilado tres años antes. Un busto que había hecho Horacio Mallo, escultor y militante de Trelew que visitaba a Mariano bajo la figura de “apoderado”. Así debían presentarse los vecinos que daban aliento a los militantes confinados en la Patagonia. Al fin y al cabo, no había rincón de la Patria donde esos militantes no encontraran un guiño y un abrazo. El busto de Mariano explotó en 1975 y se fundió con las tripas de sus padres, hermanos y cuñados. Este Mariano tiene dos hijos. A la niña la llamó Paz. Y Mariano explica el nombre con la sonrisa gigante y con la historia que lo atraviesa.
Y Raquel, alta, como su padre. Que un rato antes había presentado en un acto el libro de poemas de su madre, Rosa María Pargas. Raquel quedó sola, con su añito de vida y con su hermano, el día que una patota militar entraba a la casa donde Alberto era fusilado nuevamente, una segunda vez en la que los criminales se cercioraron de que no reviviera. A Rosa María se la llevaron. Todo lo cuenta Raquel, ahí parada, frente a un cronista que le contaba días antes que había conocido a Alberto, su padre, en algún pabellón de Devoto, dos años después de que lo llenaran de balas en ese lugar donde ella, ahora, cuarenta años después, estaba parada, contando que ella también tiene dos hijos y quiere saber cómo eran sus padres.
Luis Lea Place es un militante curtido. Arrojado. Sin embargo, lo conmueve visiblemente recordar a su hermana Clarisa. Su hija menor se llama Clarisa y dice que la cuida. “Ya perdí una Clarisa, no quiero perder otra”, advierte. Luis está feliz de que su hija esté involucrada en la militancia, una pasión que él nunca perdió. Una pasión que atravesó a su familia no sólo en Trelew. A los Lea Place les volaron la casa de Tucumán. Allí moría su padre, mientras que a su tía la sacaban viva de milagro, de entre los escombros. Luis insiste mucho en la importancia de la participación juvenil, en que es imprescindible abrir los espacios a los miles de pibes y pibas que se asomaron a la política. Es difícil sustraerse de la grotesca campaña de los medios grotescos que ya no aterroriza con los pibes chorros sino con los pibes politizados.
Terminadas las entrevistas, este cronista quiso dejar registrados los pasos que separan la entrada a la Base y tomó como punto de partida un sugestivo cartel que dice “Identifíquese”, unos metros antes de la barrera de entrada. ¡Qué bueno sería que nos pudiéramos identificar! El primer pensamiento que asaltó a este viejo militante es: “En esos trámites estamos. Recorriendo el cuartel y la historia para tratar de saber más sobre nuestras raíces”. Cuarenta años y cuarenta pasos. Los primeros separan este momento reparatorio de un crimen vergonzoso. Los cuarenta pasos dan cuenta de la impunidad de aquellos tiempos. Todo está demasiado cerca. Aquel dolor, aquellos ejemplos. Y todo está abierto: la herida y el proceso penal que puso en el banquillo a los criminales.
Este cronista decidió viajar a Trelew para revivir, 40 años después, aquel 22 de agosto que le había marcado su propia vida y la de miles y miles de jóvenes de aquel 1972. Así, los recuerdos dolorosos y heroicos se mezclaron con la certeza de que la Patria merece ser revivida en un nuevo escenario de Justicia. De modo que otro 22 de agosto, en la camioneta cedida por un compañero del lugar, el ojo del cronista recorrió los silencios y las distancias abismales de los cinco kilómetros que separan el viejo aeropuerto –convertido en espacio de memoria– y la Base Almirante Zar. También iban un camarógrafo y una productora del Canal 7 de Chubut. Más impresionante fue ese viaje para Raquel Camps, hija del sobreviviente Alberto Camps –vuelto a fusilar cuatro años después–; para Mariano Pujadas, sobrino del fusilado Mariano Pujadas; para Luis Lea Place, hermano de la fusilada Clarisa Lea Place, y para Silvia Camps, prima de Alberto Camps.
El permiso para ingresar había sido tramitado apenas unas horas antes y aceptado por el Ministerio de Defensa sin ninguna clase de restricciones respecto de recorrer las instalaciones, incluso aquel lugar convertido en vergüenza, crimen y, por décadas, impunidad.
¿Cómo nos recibiría el jefe naval a cargo de la zona y de la base? ¿Qué pasaría por las cabezas de los cientos de soldados y oficiales que están destinados a esa unidad? La presentación fue, al mismo tiempo, nerviosa y cordial. Con demasiadas advertencias de que los marinos no podían hablar sobre el fusilamiento y énfasis en que no saben nada de lo ocurrido. Claro está, y por suerte, hay un expediente tramitado en la Justicia Federal, una instrucción terminada y audiencias públicas tomadas por el Tribunal Oral Federal de Comodoro Rivadavia y que tiene audiencias públicas en un cine de Rawson, en el José Hernández nada menos, como si el autor del Martín Fierro estuviera saludando la valentía de aquellos gauchos y la cobardía del capitán Sosa que había dado su palabra de honor de llevar los presos de nuevo a la cárcel para emprenderlos a ráfagas de metralleta una semana después.
Nos recibieron bien. Hablamos, sí, de otros temas. Por ejemplo, del papel de esa base en 1982, que sirvió a los aviadores de la Fuerza Aérea para sus incursiones temerarias contra los buques ingleses. Vértigo. Eso es lo que causa pensar que ese cuartel, además, fue mencionado por testigos en las audiencias del José Hernández como centro de detención clandestina durante la última dictadura. Pero tuvo, por unos meses, al Imperio Británico en la mira de los aviones. Sólo por unos meses. En agosto de 1988, cuenta Juan Arcuri, militante de la zona y ex subsecretario de Derechos Humanos de la provincia, se organizó el primer acto de homenaje a los fusilados posterior al golpe del ’76. Pese a que la democracia ya llevaba cinco años de vida, el jefe de la base llamó al entonces gobernador para preguntar “quién había autorizado el acto”. Faltaba agregar “se olvidaron de pedirme permiso”. Esa base, así, alejada de la urbe, rodeada de suelo árido, de pastos secos y demasiados silencios, fue también la sede desde donde se espió a la ministra Nilda Garré y a Néstor y a Cristina.
Nos llevaron al lugar de los hechos. No hubo que recorrer mucho. El cronista, un rato después, contó los pasos que separan los ocho escalones de la entrada del edificio principal y los calabozos. Son apenas 40 pasos. Nada. Hay tres puertas antes de lo que fueron los calabozos y ahora es un lugar con puertas de madera que pretenden maquillar el pasado de horror. Es decir, nadie tuvo la prudencia de pensar que fusilar a 19 personas desarmadas requiere, al menos, de un paraje alejado. No. La impunidad es una ley no escrita pero rotunda. No requiere enmascaramiento. Si no, no es impunidad. Recorrimos los 40 pasos y Pujadas dio su testimonio al lado del nombre de su tío, porque esas celdas tienen escritos, de modo rústico, los nombres de los fusilados en el lugar donde quedaron los cuerpos. Porque los peritos, pese al maquillaje, encontraron muchas cosas.
Ahí estaba Mariano, parado en el lugar de su tío, exactamente cuatro décadas después. Mariano tiene dos hijos y muchos agujeros en el alma. Nacía cuando mataban a su tío, que prometía a sus padres y hermanos tener un Marianito cuando saliera en libertad. Así que él se llamó Mariano. Los Pujadas vivían en Córdoba y cuando se cumplían tres años de la fuga, una patota militar y policial fue a consumar otra masacre. Fusilaron a todos los que encontraron en la casa, salvo a dos niños. Y los dinamitaron en un pozo. Tuvieron la precaución de tirar el busto del Mariano fusilado tres años antes. Un busto que había hecho Horacio Mallo, escultor y militante de Trelew que visitaba a Mariano bajo la figura de “apoderado”. Así debían presentarse los vecinos que daban aliento a los militantes confinados en la Patagonia. Al fin y al cabo, no había rincón de la Patria donde esos militantes no encontraran un guiño y un abrazo. El busto de Mariano explotó en 1975 y se fundió con las tripas de sus padres, hermanos y cuñados. Este Mariano tiene dos hijos. A la niña la llamó Paz. Y Mariano explica el nombre con la sonrisa gigante y con la historia que lo atraviesa.
Y Raquel, alta, como su padre. Que un rato antes había presentado en un acto el libro de poemas de su madre, Rosa María Pargas. Raquel quedó sola, con su añito de vida y con su hermano, el día que una patota militar entraba a la casa donde Alberto era fusilado nuevamente, una segunda vez en la que los criminales se cercioraron de que no reviviera. A Rosa María se la llevaron. Todo lo cuenta Raquel, ahí parada, frente a un cronista que le contaba días antes que había conocido a Alberto, su padre, en algún pabellón de Devoto, dos años después de que lo llenaran de balas en ese lugar donde ella, ahora, cuarenta años después, estaba parada, contando que ella también tiene dos hijos y quiere saber cómo eran sus padres.
Luis Lea Place es un militante curtido. Arrojado. Sin embargo, lo conmueve visiblemente recordar a su hermana Clarisa. Su hija menor se llama Clarisa y dice que la cuida. “Ya perdí una Clarisa, no quiero perder otra”, advierte. Luis está feliz de que su hija esté involucrada en la militancia, una pasión que él nunca perdió. Una pasión que atravesó a su familia no sólo en Trelew. A los Lea Place les volaron la casa de Tucumán. Allí moría su padre, mientras que a su tía la sacaban viva de milagro, de entre los escombros. Luis insiste mucho en la importancia de la participación juvenil, en que es imprescindible abrir los espacios a los miles de pibes y pibas que se asomaron a la política. Es difícil sustraerse de la grotesca campaña de los medios grotescos que ya no aterroriza con los pibes chorros sino con los pibes politizados.
Terminadas las entrevistas, este cronista quiso dejar registrados los pasos que separan la entrada a la Base y tomó como punto de partida un sugestivo cartel que dice “Identifíquese”, unos metros antes de la barrera de entrada. ¡Qué bueno sería que nos pudiéramos identificar! El primer pensamiento que asaltó a este viejo militante es: “En esos trámites estamos. Recorriendo el cuartel y la historia para tratar de saber más sobre nuestras raíces”. Cuarenta años y cuarenta pasos. Los primeros separan este momento reparatorio de un crimen vergonzoso. Los cuarenta pasos dan cuenta de la impunidad de aquellos tiempos. Todo está demasiado cerca. Aquel dolor, aquellos ejemplos. Y todo está abierto: la herida y el proceso penal que puso en el banquillo a los criminales.
El almuerzo y después. Por una culpa involuntaria de este cronista, los entrevistados llegaron tarde a un encuentro que esperó años. Así lo supo, horas después, de boca de Hilda Toschi, la viuda de uno de los fusilados, Humberto Toschi. Fue un almuerzo de familia. Allí estuvieron, entre tantos otros, Marcela Santucho, hija de Mario Roberto y de la fusilada Ana María Villarreal. Y Hernán Bonet, hijo de Pedro. También Julio Ulla, hermano del fusilado Alejandro. Ellos y muchos otros tienen, por primera vez, una esperanza cierta en la Justicia. Porque en 2005, en los tribunales de la Capital, los familiares de la fusilada María Angélica Sabelli, patrocinados por dos grandes del Derecho como David Baigún y Alberto Pedroncini, iniciaron una causa. Como los hechos fueron en Trelew, el trámite cayó en el Juzgado Federal de Rawson, donde se sumó Eduardo Luis Duhalde. El gran Duhalde abría espacios desde la Secretaría de Derechos Humanos y se constituyó como querellante, con la presencia del joven abogado Germán Kexel. Los familiares buscaron respaldo en distintos ámbitos, especialmente en el Centro de Estudios Legales y Sociales. Así fue que el también joven abogado Eduardo Hualpa, que estudió en Buenos Aires pero vive en Trelew, se sumó a la querella. La etapa de instrucción la llevó a cabo el juez Hugo Sastre, que trabajó a destajo. Luego empezó la etapa de los testigos, a cargo del Tribunal Oral Federal de Comodoro Rivadavia. Están en marcha las audiencias y todo indica que el fallo debería conocerse a principios de octubre. Hay cuatro imputados que no podrán sortear las más duras condenas. Son, en primer lugar, el mencionado capitán Sosa más otros tres marinos identificados como autores materiales, Emilio Del Real, Rubén Paccagnini y Carlos Morandino. Otro está acusado de encubrimiento, Jorge Bautista, que al día siguiente de los fusilamientos firmó un informe que trataba de sostener la mentira oficial del intento de fuga.
Hay un prófugo: el entonces teniente Roberto Guillermo Bravo, a quien los sobrevivientes señalaban como especialmente cruel. De un modo muy curioso, el abogado Hualpa, hace unos pocos años, tuvo conocimiento de dónde está Bravo. Recibió un correo electrónico de un remitente desconocido en el que se revelaba a Bravo como un próspero empresario proveedor de insumos de salud –nada menos– del Pentágono norteamericano. El correo le advertía a Hualpa dos cosas interesantes: una, que su casilla era espiada (no decía si por el mismo que se lo contaba), y, dos, que este Bravo había dejado de lado a algunos socios en sus negocios (tampoco aclaraba si se trataba de quien denunciaba a Bravo). El hecho es que la Justicia pudo determinar que era cierto. La empresa RGB –las iniciales del asesino– factura muchos dólares como proveedora del aparato de seguridad norteamericano. Algunas de las ganancias, Bravo las destinó a fondos para campañas de legisladores republicanos del Estado de La Florida. Quizá por sus buenos vínculos, cuando llegó el pedido de extradición, un juez de La Florida consideró que no cabe la extradición porque quienes culpan a este ahora american citizen son los mismos guerrilleros a los que Bravo combatió. Es decir: no ha lugar.
Entre las miserias de quienes 40 años atrás fusilaban, hay un llamativo llamado a que presten testimonio Julio Urien y otros tres oficiales de la Armada a los que Néstor Kirchner devolvió su condición de oficiales y ascendió. Eran quienes pocos meses después de los fusilamientos encabezaron una sublevación en la Escuela de Mecánica de la Armada. Fue el 17 de noviembre de 1972, para acompañar la primera llegada de Juan Perón a la Argentina. Estos oficiales fueron beneficiados por la amnistía de mayo de 1973 y luchaban por el fin de la dictadura y los crímenes de Estado. Los defensores de Sosa quieren mezclar todo. Suponen que alguien podría encuadrarlos en aquella amnistía. O, tal vez, simplemente tengan miedo de la condena y recurren a argumentos confusos. Lo cierto es que Urien y los otros oficiales estarán en el cine José Hernández en unas semanas para dar su testimonio. Hace muchos años, Urien contó a este cronista algunas cosas reveladoras de cómo se ponían en práctica métodos paramilitares dentro de la Armada mucho antes del golpe del ’76. De manera concreta, inmediatamente después de los fusilamientos, muchos jóvenes oficiales eran sacados de civil y con armamento extraoficial para hacer misiones de custodia, reconocimiento y de otro tipo.
Una testigo que estará mañana lunes prestando declaración será Mariana Arruti, directora de la película Trelew. La fuga que fue masacre, que recoge testimonios fuertísimos, por ejemplo, de Miguel Marileo, el empleado de la funeraria de Trelew que llevó los féretros y vio la escalofriante escena del crimen. Los marinos tomaron el recaudo de dejar a Marileo un día entero en la base y advertirle, antes de dejarlo salir, que tuviera cuidado porque “tenía hijos chicos”. Quien no podrá testimoniar es el otro director de cine que aportó la primera película: Raymundo Gleyzer, director de Trelew. Ni olvido ni perdón. Gleyzer, en 1976, fue secuestrado y está desaparecido. Sin embargo, ese reclamo de ni olvido ni perdón está vigente. Quiera esta Patria Revivida que se cumpla ese reclamo.
Hay un prófugo: el entonces teniente Roberto Guillermo Bravo, a quien los sobrevivientes señalaban como especialmente cruel. De un modo muy curioso, el abogado Hualpa, hace unos pocos años, tuvo conocimiento de dónde está Bravo. Recibió un correo electrónico de un remitente desconocido en el que se revelaba a Bravo como un próspero empresario proveedor de insumos de salud –nada menos– del Pentágono norteamericano. El correo le advertía a Hualpa dos cosas interesantes: una, que su casilla era espiada (no decía si por el mismo que se lo contaba), y, dos, que este Bravo había dejado de lado a algunos socios en sus negocios (tampoco aclaraba si se trataba de quien denunciaba a Bravo). El hecho es que la Justicia pudo determinar que era cierto. La empresa RGB –las iniciales del asesino– factura muchos dólares como proveedora del aparato de seguridad norteamericano. Algunas de las ganancias, Bravo las destinó a fondos para campañas de legisladores republicanos del Estado de La Florida. Quizá por sus buenos vínculos, cuando llegó el pedido de extradición, un juez de La Florida consideró que no cabe la extradición porque quienes culpan a este ahora american citizen son los mismos guerrilleros a los que Bravo combatió. Es decir: no ha lugar.
Entre las miserias de quienes 40 años atrás fusilaban, hay un llamativo llamado a que presten testimonio Julio Urien y otros tres oficiales de la Armada a los que Néstor Kirchner devolvió su condición de oficiales y ascendió. Eran quienes pocos meses después de los fusilamientos encabezaron una sublevación en la Escuela de Mecánica de la Armada. Fue el 17 de noviembre de 1972, para acompañar la primera llegada de Juan Perón a la Argentina. Estos oficiales fueron beneficiados por la amnistía de mayo de 1973 y luchaban por el fin de la dictadura y los crímenes de Estado. Los defensores de Sosa quieren mezclar todo. Suponen que alguien podría encuadrarlos en aquella amnistía. O, tal vez, simplemente tengan miedo de la condena y recurren a argumentos confusos. Lo cierto es que Urien y los otros oficiales estarán en el cine José Hernández en unas semanas para dar su testimonio. Hace muchos años, Urien contó a este cronista algunas cosas reveladoras de cómo se ponían en práctica métodos paramilitares dentro de la Armada mucho antes del golpe del ’76. De manera concreta, inmediatamente después de los fusilamientos, muchos jóvenes oficiales eran sacados de civil y con armamento extraoficial para hacer misiones de custodia, reconocimiento y de otro tipo.
Una testigo que estará mañana lunes prestando declaración será Mariana Arruti, directora de la película Trelew. La fuga que fue masacre, que recoge testimonios fuertísimos, por ejemplo, de Miguel Marileo, el empleado de la funeraria de Trelew que llevó los féretros y vio la escalofriante escena del crimen. Los marinos tomaron el recaudo de dejar a Marileo un día entero en la base y advertirle, antes de dejarlo salir, que tuviera cuidado porque “tenía hijos chicos”. Quien no podrá testimoniar es el otro director de cine que aportó la primera película: Raymundo Gleyzer, director de Trelew. Ni olvido ni perdón. Gleyzer, en 1976, fue secuestrado y está desaparecido. Sin embargo, ese reclamo de ni olvido ni perdón está vigente. Quiera esta Patria Revivida que se cumpla ese reclamo.
Fuente: Miradas al Sur
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