Adelanto del libro País Narco, que desnuda la trama del negocio de las drogas ilegales en el país.
Por Mauro Federico.
Son todos narcos, todos narcos”, canta Gustavo Cordera, líder de la Bersuit Vergarabat, y su voz portentosa brota de un destartalado radiograbador apoyado en el techo de un rastrojero que alguna vez fue naranja. El pelado más popular del rock argento –después de Luca Prodan– repite la frase que identifica a Señor Cobranza, una canción compuesta a fines de los noventa por el grupo alternativo Las Manos de Filippi. Y unos treinta pibes del barrio El Tambo, la corean mientras saltan y agitan sus banderas de la Federación de Tierra y Vivienda (FTV). El estribillo de la canción rebota contra los paredones de las fábricas abandonadas de La Matanza, que encajonan la trama urbana de la ruta 3.
Corre noviembre de 2002 y Luis D’Elía se prepara para encabezar otra marcha piquetera al frente de sus militantes que se disponen “a inundar, una vez más, la ciudad de negros cabezas y desclasados”.
El cronista realiza una serie de notas en las que se propone contar “por dentro” cómo se vive en el conurbano profundo el impacto de la crisis socioeconómica que hizo estallar al país en diciembre de 2001.
Por esos días, el desprestigio de la política es fenomenal. Ya no alcanza el mote de corrupto o ladrón para referirse a la clase dirigencial argentina. Aparece así un nuevo sustantivo, que resulta una adjetivación altamente estigmatizante: narco.
“Son todos narcos, todos narcos”, siguen coreando los pibes mientras la populosa movilización piquetera avanza por la ruta 3 hacia la rotonda de San Justo. Son unas veinte mil almas que no se resignan a ser sólo una sombría estadística y marchan mientras el humo de los choripanes impregna el ambiente con una fragancia que evoca épocas de parrillas más surtidas.
“En el barrio, el porro se vende como patada”, cuenta Rafael, que –a juzgar por su aliento– parece más afecto a los vinos de cartón que a la marihuana.
“Pero ahora, los transas empezaron a venderle paco a los pendejos y con eso les fisuran el mate”, tercia Roberto, cuarentón de mameluco azul que trabaja en La Baskonia, una metalúrgica recuperada por sus trabajadores.
–¿Y qué es el paco?–, pregunta el cronista que por primera vez escuchaba esa palabra.
–El residuo de la merca, una basura que le dan a los pibes para que fumen y se hagan mierda el cerebro –acota Roberto.
Algunos años después, el paco inundaría los asentamientos carenciados de la Argentina haciendo estragos entre la población más vulnerable y concentrando su alto poder letal entre los adolescentes de bajos recursos.
Roberto sabe que no debe hablar de más. Pero sus ganas de decir son más fuertes que su prudencia. “Acá muchos punteros políticos hacen guita vendiéndole esta basura a los chicos y con eso bancan sus campañas miserables”, vomita. “Esos mismos punteros después terminan siendo funcionarios del gobierno a cuyos candidatos le arrimaron votos gracias a la falopa”, completa Roberto, antes de perderse entre la muchedumbre transpirada y eufórica.
En las barriadas del conurbano, a nadie le asombra que a la política se la vincule con el narcotráfico. Concejales, intendentes, gobernadores, legisladores y hasta presidentes, son relacionados con la droga y con sus dealers, sin importar color partidario ni pertenencia ideológica.
Pero ese es sólo un extremo del largo cordón de impunidad que envuelve los vínculos entre políticos y narcos. La otra punta llega hasta las mismísimas rutas por las que transitan miles de toneladas anuales de estupefacientes que pasan por Argentina provenientes de Bolivia, Perú y Colombia, con destino a Europa.
Los narcóticos ingresan a territorio argentino desde Bolivia, Paraguay y Brasil aprovechando las ventajas que otorga el deficiente control a lo largo de la frontera.
Según informes altamente especializados de agencias de lucha contra el narcotráfico de Estados Unidos, gran parte de los cargamentos transbordados hacia Europa desde la Argentina se canalizan aprovechando el sistema de puertos del país y generalmente se encuentran ocultos en contenedores (1).
“La heroína de Colombia y parte de la cocaína boliviana y peruana para consumo local y su transbordo a terceros países, llega a la Argentina por vía aérea, aprovechando el escaso control existente debido a la falta de una adecuada radarización, y aterrizan en la gran cantidad de pistas clandestinas, protegidas por organizaciones de narcotraficantes que no podrían realizar sus actividades si no contaran con el respaldo de funcionarios corruptos en numerosas provincias”, sostiene el especialista Horacio Calderón. Este criterio es coincidente con lo que plantea el Comité Científico asesor en materia de control del tráfico ilícito de estupefacientes, que en su primer documento de marzo de 2008 afirma que “persiste el tránsito de enormes cantidades de sustancias a través de los puertos y aeropuertos nacionales, en especial cocaína, cuya magnitud recién se conoce cuando llegan a destino en el exterior o cuando se logra la intercepción”.
El análisis de Calderón observa “la construcción de un tejido criminoso, que fue contaminando las principales estructuras del poder político del país”. Y cita como ejemplo a la provincia de Buenos Aires, en la que “muchos de sus más poderosos intendentes –por lo general caudillos de los principales partidos políticos–, y sus gobernadores son los beneficiarios del dividendo de delitos como la trata de blancas, el juego clandestino y, más recientemente, el tráfico de sustancias, bajo el amparo de un sistema legal absolutamente laxo”.
El sol inunda el mediodía en La Matanza y el calor empieza a apretar a los peregrinos desarrapados que copan la traza completa de la ancha avenida. D’Elía sigue caminando a paso acelerado mientras ordena a sus militantes, pero no pierde el hilo de la conversación. “El duhaldismo es un gran cartel de la droga”, dice y sus compañeros festejan el comentario con una sonrisa.
Intendente de Lomas de Zamora, gobernador de la provincia de Buenos Aires, senador nacional y presidente de la república, Eduardo Duhalde es uno de los dirigentes que carga con el estigma de esta acusación.
“Si esto es así, alguien debería denunciarlo formalmente para que se investigue”, acota el cronista que intenta seguirle el paso a la caravana humana para mantener el diálogo. “Ya lo vamos a demostrar, quedate tranquilo”, responde el piquetero.
Una mañana fría de agosto de 2005, D’Elía llegó hasta los tribunales de La Plata acompañado de su abogado para cumplir con la promesa formulada a aquel cronista tres años atrás, al calor de un piquete: denunciar penalmente a Duhalde por narcotraficante. La demanda judicial cayó en manos del fiscal Paul Starc. “La fiscalía ya podrá aquilatar con certeza que Duhalde cuenta con una inextricable red de corrupción política y policial, en la que cada personaje desempeña un rol determinado con el único objetivo de promover el tráfico de drogas”, dice el escrito de 12 carillas.
La denuncia recopila los enunciados de algunas investigaciones judiciales que impactaron en el entorno del ex presidente. Por ejemplo, una causa iniciada al comisario general Claudio Smith, en la que fue procesado por “obstruir la acción de la Justicia de modo que pudieran levantarse a tiempo aguantaderos y un laboratorio de drogas en las villas de Lomas de Zamora”, cuando este policía bonaerense estaba a cargo de la Jefatura Departamental de ese distrito.
Corre noviembre de 2002 y Luis D’Elía se prepara para encabezar otra marcha piquetera al frente de sus militantes que se disponen “a inundar, una vez más, la ciudad de negros cabezas y desclasados”.
El cronista realiza una serie de notas en las que se propone contar “por dentro” cómo se vive en el conurbano profundo el impacto de la crisis socioeconómica que hizo estallar al país en diciembre de 2001.
Por esos días, el desprestigio de la política es fenomenal. Ya no alcanza el mote de corrupto o ladrón para referirse a la clase dirigencial argentina. Aparece así un nuevo sustantivo, que resulta una adjetivación altamente estigmatizante: narco.
“Son todos narcos, todos narcos”, siguen coreando los pibes mientras la populosa movilización piquetera avanza por la ruta 3 hacia la rotonda de San Justo. Son unas veinte mil almas que no se resignan a ser sólo una sombría estadística y marchan mientras el humo de los choripanes impregna el ambiente con una fragancia que evoca épocas de parrillas más surtidas.
“En el barrio, el porro se vende como patada”, cuenta Rafael, que –a juzgar por su aliento– parece más afecto a los vinos de cartón que a la marihuana.
“Pero ahora, los transas empezaron a venderle paco a los pendejos y con eso les fisuran el mate”, tercia Roberto, cuarentón de mameluco azul que trabaja en La Baskonia, una metalúrgica recuperada por sus trabajadores.
–¿Y qué es el paco?–, pregunta el cronista que por primera vez escuchaba esa palabra.
–El residuo de la merca, una basura que le dan a los pibes para que fumen y se hagan mierda el cerebro –acota Roberto.
Algunos años después, el paco inundaría los asentamientos carenciados de la Argentina haciendo estragos entre la población más vulnerable y concentrando su alto poder letal entre los adolescentes de bajos recursos.
Roberto sabe que no debe hablar de más. Pero sus ganas de decir son más fuertes que su prudencia. “Acá muchos punteros políticos hacen guita vendiéndole esta basura a los chicos y con eso bancan sus campañas miserables”, vomita. “Esos mismos punteros después terminan siendo funcionarios del gobierno a cuyos candidatos le arrimaron votos gracias a la falopa”, completa Roberto, antes de perderse entre la muchedumbre transpirada y eufórica.
En las barriadas del conurbano, a nadie le asombra que a la política se la vincule con el narcotráfico. Concejales, intendentes, gobernadores, legisladores y hasta presidentes, son relacionados con la droga y con sus dealers, sin importar color partidario ni pertenencia ideológica.
Pero ese es sólo un extremo del largo cordón de impunidad que envuelve los vínculos entre políticos y narcos. La otra punta llega hasta las mismísimas rutas por las que transitan miles de toneladas anuales de estupefacientes que pasan por Argentina provenientes de Bolivia, Perú y Colombia, con destino a Europa.
Los narcóticos ingresan a territorio argentino desde Bolivia, Paraguay y Brasil aprovechando las ventajas que otorga el deficiente control a lo largo de la frontera.
Según informes altamente especializados de agencias de lucha contra el narcotráfico de Estados Unidos, gran parte de los cargamentos transbordados hacia Europa desde la Argentina se canalizan aprovechando el sistema de puertos del país y generalmente se encuentran ocultos en contenedores (1).
“La heroína de Colombia y parte de la cocaína boliviana y peruana para consumo local y su transbordo a terceros países, llega a la Argentina por vía aérea, aprovechando el escaso control existente debido a la falta de una adecuada radarización, y aterrizan en la gran cantidad de pistas clandestinas, protegidas por organizaciones de narcotraficantes que no podrían realizar sus actividades si no contaran con el respaldo de funcionarios corruptos en numerosas provincias”, sostiene el especialista Horacio Calderón. Este criterio es coincidente con lo que plantea el Comité Científico asesor en materia de control del tráfico ilícito de estupefacientes, que en su primer documento de marzo de 2008 afirma que “persiste el tránsito de enormes cantidades de sustancias a través de los puertos y aeropuertos nacionales, en especial cocaína, cuya magnitud recién se conoce cuando llegan a destino en el exterior o cuando se logra la intercepción”.
El análisis de Calderón observa “la construcción de un tejido criminoso, que fue contaminando las principales estructuras del poder político del país”. Y cita como ejemplo a la provincia de Buenos Aires, en la que “muchos de sus más poderosos intendentes –por lo general caudillos de los principales partidos políticos–, y sus gobernadores son los beneficiarios del dividendo de delitos como la trata de blancas, el juego clandestino y, más recientemente, el tráfico de sustancias, bajo el amparo de un sistema legal absolutamente laxo”.
El sol inunda el mediodía en La Matanza y el calor empieza a apretar a los peregrinos desarrapados que copan la traza completa de la ancha avenida. D’Elía sigue caminando a paso acelerado mientras ordena a sus militantes, pero no pierde el hilo de la conversación. “El duhaldismo es un gran cartel de la droga”, dice y sus compañeros festejan el comentario con una sonrisa.
Intendente de Lomas de Zamora, gobernador de la provincia de Buenos Aires, senador nacional y presidente de la república, Eduardo Duhalde es uno de los dirigentes que carga con el estigma de esta acusación.
“Si esto es así, alguien debería denunciarlo formalmente para que se investigue”, acota el cronista que intenta seguirle el paso a la caravana humana para mantener el diálogo. “Ya lo vamos a demostrar, quedate tranquilo”, responde el piquetero.
Una mañana fría de agosto de 2005, D’Elía llegó hasta los tribunales de La Plata acompañado de su abogado para cumplir con la promesa formulada a aquel cronista tres años atrás, al calor de un piquete: denunciar penalmente a Duhalde por narcotraficante. La demanda judicial cayó en manos del fiscal Paul Starc. “La fiscalía ya podrá aquilatar con certeza que Duhalde cuenta con una inextricable red de corrupción política y policial, en la que cada personaje desempeña un rol determinado con el único objetivo de promover el tráfico de drogas”, dice el escrito de 12 carillas.
La denuncia recopila los enunciados de algunas investigaciones judiciales que impactaron en el entorno del ex presidente. Por ejemplo, una causa iniciada al comisario general Claudio Smith, en la que fue procesado por “obstruir la acción de la Justicia de modo que pudieran levantarse a tiempo aguantaderos y un laboratorio de drogas en las villas de Lomas de Zamora”, cuando este policía bonaerense estaba a cargo de la Jefatura Departamental de ese distrito.
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