Eternos madrugadores pelean para que su oficio siga vigente. Aquellos purretes de piernas flacas y estos profesionales del vender noticias mantienen intactos sus rituales.
Por Soledad Lofredo
A las cinco de la mañana de un día de octubre, sólo las luces artificiales iluminan la calle. En la entrada de la estación Martín Coronado del ferrocarril General Urquiza que une Federico Lacroze con General Lemos, en el Partido de San Miguel, tres policías empiezan una ronda de mate con los de seguridad de la estación. La primera cebada despeja las caras de dormidos, y el paquete de facturas que abren llama la atención de los perros que vagabundean por ahí. Comienza la rutina diaria. “Buen día, ¿cómo va eso?”, repican los canillitas estirando la “í”al desplegar sus puestos.Fue Florencio Sánchez el que inventó la palabra canillitas. Al dramaturgo uruguayo lo inspiró ver un pibe vendiendo diarios en la calle, con los pantalones cortos, dejando al descubierto las piernas flacas. Corría 1907, canillita suplantaba al tradicional diariero.Hay dos vendedores de diarios en la estación Martín Coronado: Mario y Juan Carlos. Son tan parecidos que se los puede confundir con mellizos. Lo único que los diferencia es el peinado: Mario se para el pelo con gel, Juan Carlos se lo peina bien prolijo. Como todos los días, desde las cinco de la mañana esperan a que llegue el reparto. El camión recién llega entre las seis y media y las siete. La rutina para soportar la espera incluye barrido de vereda, acomodo de películas, libros y suplementos, preparación de devoluciones. Tienen de todo en su kiosco. Y si no lo tienen, lo piden. “El problema son los domingos”, afirman. “Hay gente que se levanta muy temprano para venir a buscar el diario, pero a nosotros nos llega tarde.” Mario y Juan Carlos ponen su mejor cara, le echan la culpa al camión que se demoró, miran resignados. El día continúa.Dentro del puesto, simulando el misterio de la caja de Pandora, hay dos estantes: el mate, el termo, el teléfono para tomar los pedidos. Sobre la superficie, donde descansan los brazos, van todos los diarios: de izquierda a derecha, empezando por los de mayor tirada. Para no mancharse la ropa con la tinta, eligen una pila de revistas donde apoyar los codos.A diez cuadras de distancia, en la estación Palomar del ferrocarril San Martín, de la mano que va a Retiro, otro canillita abre su puesto, tres veces más chico que el de los mellizos de Coronado, pero igual de concurrido. Tiene todos los diarios y revistas, y además, libritos de crucigramas con lapiceras. Eso sí, cierra temprano, a las doce. A esa hora, la estación es un páramo.En Chacarita, cabecera del recorrido, miles de personas siguen su camino al trabajo en el subte. Tres metros abajo y desde las seis de la mañana, el canillita compite con los diarios gratuitos. En su puesto se suman los mapas de la Argentina, los cómics japoneses y las revistas triple X. “Por trabajar acá, el médico me dijo que me iba a quedar sordo”, cuenta José. “Eso fue hace diez años, y tan mal no estoy”, se ríe. Hace cuatro décadas que está en el puesto, y todos los días se banca a la multitud que baja a la estación preguntando, reclamando, con el billete en la mano, apurada.
Escenas cotidianas.
En la superficie, unas cuadras más allá, el pibe que vende en la esquina de Juan B. Justo y Muñecas, es petiso y no pesa más de 50 kilos.Cruza sobre su pecho la correa del bolso que rebalsa de diarios. Pero sólo los más conocidos. “Si me falta alguno voy corriendo y lo traigo.” Literal. Desde los autos ven que el chico vuela hasta el puesto de diarios y vuelve al trote. “Es que yo gano 50 centavos por cada diario que vendo”, aclara casi sin aire, mientras esquiva autos más por inercia que por reflejo.En José Marmol, al sur del Gran Buenos Aires, vive y trabaja Martín, de 33 años. Él conoce la prensa escrita en todas sus facetas. “Cuando tenía 14 años estaban de moda unos pantalones de marca, muy caros. Una noche que iba a ir a bailar, increpé a mi viejo y le pregunté por qué yo no tenía esos pantalones. ‘No te olvidés nunca que vos sos un trabajador’, me dijo y al día siguiente me mandó a laburar al puesto de diarios”, recuerda. “En esa época, yo vivía en Florencio Varela. Ni viajar sabía. Hacía el secundario y al puesto iba sábados y domingos.” Años más tarde, el oficio lo marcó: eligió como carrera el periodismo. “Había muchas cosas en las que la facultad me daba el contenido teórico, yo ya tenía el contenido práctico por mirar 650 tapas de diarios y revistas. Entre las 10 y las 12 podía leer de todo, porque en ese horario bajaban un poco las ventas”, dice.Según sus cálculos, el 35 por ciento de lo que se vende en un puesto es porque el lector pregunta y el canilla aconseja. “Somos más que vendedores: yo tengo 25 llaves de casas de mis clientes para dejarles el pedido cuando se van de vacaciones. Hoy, ¿eh?, que nadie te deja entrar a su casa. Pero ya tenés un vínculo de confianza. Ese también es uno de los motivos del fracaso de las suscripciones: no quieren romper la relación con los canillitas.”Además de vender diarios, los canillas también son financistas. “Los clientes pagan cuando cobran, cuando vence el mes. A veces, tenemos que esperar hasta 45 días”, aclara Martín. Y agrega: “El puesto de diario es un laburo, está regulado por el Ministerio de Trabajo, y eso garantiza que no impongamos ni precio ni stock, y sobre todo, que en cada zona haya un puesto que abastezca a los vecinos. Todos deben tener acceso a la lectura”.
Un oficio, muchas vocaciones.
Además del canilla del barrio, existe el diariero de paso. Ese que está en la parada del colectivo, sobre avenidas transitadas.Es el caso de los canillitas del centro. Ellos también esperan, desde las cinco de la mañana, el encuentro con el comprador. A esa hora, por Avenida de Mayo, algunos clientes salen de bailar o de los bares, compran alguna revista de música que esté de moda, o la Barcelona, y se cruzan con los que están por entrar a trabajar, los compradores de diarios de deportes o de noticias. Los vendedores ya no se asombran de ese cruce de los que salen con algunas copas de más y de los que llegan dormidos a la parada del colectivo. Saben que los diarieros son ese vértice donde la gente se encuentra.Florencio Sánchez, luego de inventarles el apodo, escribió para su obra de teatro Canillita: “No soy pillete / y para un diario / soy un elemento / muy necesario”. Tras su muerte, el 7 de noviembre de 1910, el día fue consagrado como el del canillita.El tango también les dio un gran espacio. Sus compositores veían al vendedor de diarios como uno de los personajes principales a la hora de la inspiración, porque era el que más laburaba en la calle.Como se ve, los canillas son algo más que el nexo que une al lector con el escritor. Son los mejores orientadores de los embrollos geográficos de la ciudad. Y muchos consideran que son más confiables que la Guía T. Entonces, cualquier calle o lugar es preguntado al hombre dentro del puesto. Por ejemplo, en Corrientes y Florida, a pocos pasos de una gran cadena de comidas rápidas, el canilla no se cansa de señalar el camino más certero para llegar hasta donde se quiera ir. Justamente en el centro es donde funcionan los kioscos de diarios abiertos las 24 horas.¿Por qué hay kioscos que están abiertos todo el día y otros no? “Cuando no estaba el cable, ni internet, y sólo la radio AM era competencia, la prensa gráfica vendía casi dos millones y medio de ejemplares”, afirma el diputado y ex canilla Omar Plaini. “Hoy no llegamos al millón. El kiosco donde algún compañero esté horas de la tarde o de la noche sin vender nada, no resulta para nada conveniente, es un costo que no se puede solventar”, aclara. Y se emociona: “Es por eso que, a falta de que todos los quioscos estén todo el día, llegamos con el reparto a domicilio a todos los lugares y en todas las zonas del país. En zonas conflictivas, complicadas, zonas en donde no hay bibliotecas ni cadenas de video club ni librerías. Los clientes son nuestros vecinos, que con los años se convierten en amigos. Hay zonas que son terribles, pero el canilla está informando, llevando la mirada de quienes escriben, de domingo a domingo”.El canillita es, además de un vendedor, el que pone las publicidades de los negocios del barrio, y el que entrega todo en una bolsita para que uno no se manche las manos. Detrás del que vende el diario hay un personaje con muchísimas historias. Sólo hay que acercarse a uno para empezar a escucharlas.
• Cuando vendían arriba de un mateo
Hasta 1890 comprar un diario no era tan fácil y la gente debía ir hasta los talleres gráficos o las redacciones de los medios para conocer las buenas nuevas de cada día. A partir de ese año, Manuel Bilbao, un exiliado chileno y dueño del La República, uno de los diarios más importantes de la época, instrumentó la idea de armar un sistema de ventas arriba de mateos. Ya existían los chicos que iban de un lado a otro voceando las últimas novedades pero la incorporación del caballo impuso un salto de calidad. Pocos años después, los canillas harían lo mismo pero arriba de chatas y colgados de tranvías y bondis, detalla Carlos Ulanovsky en su libro Paren las Rotativas, de Editorial Emecé. Ya en 1915 los recorridos estaban formalmente constituidos: a cambio de unas monedas algunas personas trasladaban los bultos de impresos hasta los puntos de venta para que los vendedores cumplieran su tarea. Para ese entonces, los canillitas ya eran parte del paisaje habitual.
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