Cómo fue que Hugo Lobo dejó de ser un culto sibarita de la noche porteña el día que celebraron sus cien presentaciones en Niceto, ante 20 mil personas, en compañía de una orquesta de 45 instrumentos.
Por Juan Ignacio Provéndola
Por Juan Ignacio Provéndola
Como Boca o el peronismo, Dancing Mood se ha convertido en aquello que se vuelve difícil de conceptualizar en la brevedad de un párrafo. Esas cosas por las que uno no sabe dónde arrancar si se las tiene que definir a un extranjero, por ejemplo. Así de insolente es la comparación. ¿O acaso cabe una explicación sin vueltas a propósito de cómo un grupo de quince músicos de conservatorio vuelve fervor de multitudes su plan de versionar instrumentalmente standars de jazz, ska o reggae sin discográficas ni sponsors sobre los cuales delegar responsabilidades y dignidades? Qué fue lo que pasó para que dejaran de ser un culto sibarita de la noche porteña el día que celebraron sus cien presentaciones en Niceto (ni diez, ni cincuenta, sino cien) ante 20 mil personas, en compañía de una orquesta de 45 instrumentos.
Cómo es que viejas gemas de John Coltrane, Earth, Wind and Fire y Count Basie fueron rescatadas de viejos tocadiscos para convertirse en la música de fondo de una fiesta sub-30. Hugo Lobo pegó onda con Skay Beilinson no sólo porque encontró en él a otro melómano empedernido: desde su trompeta (y su conocimiento y su sensibilidad) también comparte con el ex guitarrista de Los Redondos esa habilidad hipnótica para tatuar sus fraseos y solos en toda garganta que lo oiga al menos tres veces. Pero, a diferencia de cualquier otra banda de rock con la que se emparienta en aquello de generar subjetivaciones y convertirse en bandera, Dancing Mood no tiene una voz cantante que baje línea desde el micrófono. Su versión de Policewoman de The Skatalites es su propio Jijiji, aunque sin letras por cantar.
No hay estribillos de los cuales extraer frases con destino de pancartas, tatuajes, títulos periodísticos o cualquier otro lugar común de la retórica humana. La gracia está en la entrelínea: su autogestión innegociable y el cooperativismo como argumento laboral honran una propuesta artística que habla con la música porque la supone el lenguaje universal capaz de acortar las distancias y arrimar los espíritus. La diversidad al palo de muchachones que llevan a sus padres o a sus amigos a un shows de la misma forma que Lobo sube a Diego Arnedo o Pablo Lescano a un escenario, porque, al fin de cuentas, dividir, resta, y para qué hacerlo, si la música está para cosas más nobles.
En la intimidad, el grupo se reparte en iguales partes sus ganancias y la decencia parece primar en toda decisión sobre la que se involucre el dinero: en un momento, se negaron a tocar en un lugar muy emblemático de Buenos Aires porque la producción les ofrecía el prestigio de ese estreno casi en compensación de una ganancia irrespetuosa. “No nos alcanzaba ni para pagarles a los de la orquesta. ¿Qué querían? ¿Qué les diga a ‘45 músicos que vengan a tocar gratis? ¡Que se vayan a la concha de su hermana!”, dice Hugo Lobo.
“Yo tampoco le encuentro mucha explicación a esto que pasa con Dancing”, reconoce Lobo, la energía eólica de esta causa por la que se inmola tocando la trompeta, reclutando voluntades, escogiendo canciones y arreglando versiones, escribiendo chiquicientas partituras y pensando una y otra vez cómo estar un paso más allá de la estrechez mental que mina el arte con sus tribalismos de trinchera. “Acá no hay poses, ni careteos. Siempre hubo una entrega al que viene a vernos, sean cien o 20 mil. Y ganas de hacer algo diferente y de regalar algo copado. Los pibes pueden venir con su viejo o su vieja y saben que algo se van a llevar. No sé si la palabra es ‘transparencia’, pero por ahí está la cosa y creo que eso le llega a la gente”, argumenta, días antes de presentar el triple Non stop, en donde la banda reconstruye, a través de 47 canciones, casi la misma cantidad de años de historia del ska en asociación lícita con sus mismísimos protagonistas.
“No sé quién se apasionaría tanto en montar un show en una calle con una orquesta sinfónica, gratis y sin ningún tipo de retribución económica. Con un gede queriendo punguear ya alcanza para que ocurra una batahola, sin embargo fueron 20 mil personas, sin la ayuda de nadie, y todo fue una verdadera fiesta”, agrega el trompeta. Eso sucedió el 3 de octubre de 2009, en ocasión de los mencionados “Cien Nicetos”, cuando Dancing Mood se presentó en su formato Deluxe junto a una orquesta de vientos, cuerdas y percusión. Una empresa audaz y organizada, como todas las que Hugo –-después de poner su trompeta al servicio de Viejas Locas, Callejeros, Turf, Attaque 77, Todos Tus Muertos, Damas Gratis y Skay Beilinson– fue capaz de concebir a partir de 20 minutos (2001), el notable disco debut de la banda que formó a la medida de gustos que se deschavan a través de The Skatalites, Duke Ellington, The Specials, Carpenters, The Selecter o Burt Bacharach y otras tantas versiones en plan ska festivo, pentagramado e instrumental.
Desde Sergio Roitman hasta los hardcore de Eterna Inocencia dieron cuenta (a través de la encuesta del NO de aquel 2001 iniciático) sobre eso que ya comenzaba a hacerse oír en diversos reductos porteños. Dancinggroove, el tercer disco, marcó un quiebre insoslayable promediando 2004: el juego se abría hacia Dizzy Gillespie, Charlie Parker y Don Drummond, demostrando que no basta sólo con oler a tufos de conservatorio para explotar al máximo las bondades de la teoría y el solfeo en beneficio del bien común, entendido esto en celebrados y concurridos ciclos por Palermo y afines, primero en el Club del Vino, luego en Niceto. La cosa se puso seria tres años después, cuando el grupo se redefinió a sí mismo luciendo smoking y apoyándose en una orquesta de 45 músicos reclutados del Teatro Colón y la Sinfónica de Buenos Aires. Comenzaba la era Deluxe, estrenada en el Teatro Opera durante dos noches inolvidables de 2007 y sostenida durante los tres años siguientes en el Luna Park (cuyas primeras 200 entradas generales valían apenas 30 pesos y el DVD puede descargarse gratuitamente desde www.dancingmood.com.ar), el show en la puerta de Niceto y el Teatro Gran Rex, respectivamente.
Cómo es que viejas gemas de John Coltrane, Earth, Wind and Fire y Count Basie fueron rescatadas de viejos tocadiscos para convertirse en la música de fondo de una fiesta sub-30. Hugo Lobo pegó onda con Skay Beilinson no sólo porque encontró en él a otro melómano empedernido: desde su trompeta (y su conocimiento y su sensibilidad) también comparte con el ex guitarrista de Los Redondos esa habilidad hipnótica para tatuar sus fraseos y solos en toda garganta que lo oiga al menos tres veces. Pero, a diferencia de cualquier otra banda de rock con la que se emparienta en aquello de generar subjetivaciones y convertirse en bandera, Dancing Mood no tiene una voz cantante que baje línea desde el micrófono. Su versión de Policewoman de The Skatalites es su propio Jijiji, aunque sin letras por cantar.
No hay estribillos de los cuales extraer frases con destino de pancartas, tatuajes, títulos periodísticos o cualquier otro lugar común de la retórica humana. La gracia está en la entrelínea: su autogestión innegociable y el cooperativismo como argumento laboral honran una propuesta artística que habla con la música porque la supone el lenguaje universal capaz de acortar las distancias y arrimar los espíritus. La diversidad al palo de muchachones que llevan a sus padres o a sus amigos a un shows de la misma forma que Lobo sube a Diego Arnedo o Pablo Lescano a un escenario, porque, al fin de cuentas, dividir, resta, y para qué hacerlo, si la música está para cosas más nobles.
En la intimidad, el grupo se reparte en iguales partes sus ganancias y la decencia parece primar en toda decisión sobre la que se involucre el dinero: en un momento, se negaron a tocar en un lugar muy emblemático de Buenos Aires porque la producción les ofrecía el prestigio de ese estreno casi en compensación de una ganancia irrespetuosa. “No nos alcanzaba ni para pagarles a los de la orquesta. ¿Qué querían? ¿Qué les diga a ‘45 músicos que vengan a tocar gratis? ¡Que se vayan a la concha de su hermana!”, dice Hugo Lobo.
“Yo tampoco le encuentro mucha explicación a esto que pasa con Dancing”, reconoce Lobo, la energía eólica de esta causa por la que se inmola tocando la trompeta, reclutando voluntades, escogiendo canciones y arreglando versiones, escribiendo chiquicientas partituras y pensando una y otra vez cómo estar un paso más allá de la estrechez mental que mina el arte con sus tribalismos de trinchera. “Acá no hay poses, ni careteos. Siempre hubo una entrega al que viene a vernos, sean cien o 20 mil. Y ganas de hacer algo diferente y de regalar algo copado. Los pibes pueden venir con su viejo o su vieja y saben que algo se van a llevar. No sé si la palabra es ‘transparencia’, pero por ahí está la cosa y creo que eso le llega a la gente”, argumenta, días antes de presentar el triple Non stop, en donde la banda reconstruye, a través de 47 canciones, casi la misma cantidad de años de historia del ska en asociación lícita con sus mismísimos protagonistas.
“No sé quién se apasionaría tanto en montar un show en una calle con una orquesta sinfónica, gratis y sin ningún tipo de retribución económica. Con un gede queriendo punguear ya alcanza para que ocurra una batahola, sin embargo fueron 20 mil personas, sin la ayuda de nadie, y todo fue una verdadera fiesta”, agrega el trompeta. Eso sucedió el 3 de octubre de 2009, en ocasión de los mencionados “Cien Nicetos”, cuando Dancing Mood se presentó en su formato Deluxe junto a una orquesta de vientos, cuerdas y percusión. Una empresa audaz y organizada, como todas las que Hugo –-después de poner su trompeta al servicio de Viejas Locas, Callejeros, Turf, Attaque 77, Todos Tus Muertos, Damas Gratis y Skay Beilinson– fue capaz de concebir a partir de 20 minutos (2001), el notable disco debut de la banda que formó a la medida de gustos que se deschavan a través de The Skatalites, Duke Ellington, The Specials, Carpenters, The Selecter o Burt Bacharach y otras tantas versiones en plan ska festivo, pentagramado e instrumental.
Desde Sergio Roitman hasta los hardcore de Eterna Inocencia dieron cuenta (a través de la encuesta del NO de aquel 2001 iniciático) sobre eso que ya comenzaba a hacerse oír en diversos reductos porteños. Dancinggroove, el tercer disco, marcó un quiebre insoslayable promediando 2004: el juego se abría hacia Dizzy Gillespie, Charlie Parker y Don Drummond, demostrando que no basta sólo con oler a tufos de conservatorio para explotar al máximo las bondades de la teoría y el solfeo en beneficio del bien común, entendido esto en celebrados y concurridos ciclos por Palermo y afines, primero en el Club del Vino, luego en Niceto. La cosa se puso seria tres años después, cuando el grupo se redefinió a sí mismo luciendo smoking y apoyándose en una orquesta de 45 músicos reclutados del Teatro Colón y la Sinfónica de Buenos Aires. Comenzaba la era Deluxe, estrenada en el Teatro Opera durante dos noches inolvidables de 2007 y sostenida durante los tres años siguientes en el Luna Park (cuyas primeras 200 entradas generales valían apenas 30 pesos y el DVD puede descargarse gratuitamente desde www.dancingmood.com.ar), el show en la puerta de Niceto y el Teatro Gran Rex, respectivamente.
LONDON CALLING
Las ambiciones, este año, volvieron a cocerse intramuros, como en las viejas épocas, y están a la vista por triplicado en Non stop, material que será presentado viernes, sábado y domingo en Groove y, posteriormente, en Mar del Plata, Necochea, Córdoba, Rosario, Chaco, Entre Ríos, Mendoza, y un “show sorpresa” anunciado para el 26 de noviembre. Se trata de 47 canciones y 27 invitados que tienen por objetivo principal reconstruir las cinco décadas que el ska está cumpliendo en estos días a través de sus propios protagonistas. Gustos personales, posibilidades reales y su infatigable voluntad por tirar de la cuerda siempre un poco más llevaron a Hugo Lobo a patear Inglaterra dos veces en búsqueda de la osadía más grande que la discografía criolla jamás haya concebido en su centenaria historia.
“Conocer Inglaterra era una deuda pendiente que tenía, porque ahí se había gestado la movida que me movilizó a armar una banda para hacer la música que hago –cuenta Lobo–. El ska se hizo muy fuerte ahí, cuando Jamaica se independizó y mucha gente de clase obrera se fue para allá, curtiendo lo que luego sería el 2 Tone. Rico Rodríguez siempre me cuenta que, si eras pendejo y querías joda en la Inglaterra de los ‘60, tenías que ir a los barrios obreros, donde los jamaiquinos le metían una onda muy copada, sacando los parlantes a la calle y armando las mejores fiestas. Por eso siempre preferí conocer Inglaterra más que Jamaica.”
El primer viaje fue en 2009, junto a un productor argentino amigo que lo vinculó con mucha gente. “Fui con la idea de armar una movida con Rico Rodríguez y Pauline Black, que ya habían tocado con nosotros en Argentina, pero comenzó a darse una movida mágica una noche en Brixton. Nos encontramos en un bar con Jerry Dammers (fundador de The Specials) y nos llevó a otro, donde estaban Rico, Linton Kwesi Johnson y un montón de chabones. Terminamos viendo un DVD de Dancing Mood, ellos la flashearon y se terminó abriendo un portón”, recuerda. Los astros se siguieron alineando el año siguiente, cuando Los Fabulosos Cadillacs cerraron una fecha en Londres y Hugo (que tocaba la trompeta con ellos) aprovechó la volada anticipándoseles diez días. “Me comuniqué con varios desde acá y caí con un montón de canciones grabadas. Fui a la casa de cada uno, con un micrófono y una notebook. En Coventry, por ejemplo, grabé a Pauline Black, en Notthing Hill a Gazz Mayal, en Brixton a Rico. A la mayoría de los cantantes los elegimos con (el legendario productor de reggae y lovers) Dennis Bovell, quien a su vez trabajó junto Bigga grabando y produciendo las demás voces”, cuenta.
Los créditos de los discos acusan haber sido parcialmente grabados en un estudio llamado La Cocina Móvil. “Surge de La Cocina, el estudio donde grabé las bases, que no es otra cosa que la cocina del monoambiente en el que vivo, donde justamente lo que tengo es la notebook y el micrófono que llevé a Inglaterra. Lo demás fue terminado en MCL, un estudio muy zarpado de Villa Urquiza donde grabamos con la orquesta usando alta tecnología pero también cosas analógicas –revela–. Fue toda una re movida grabar con 17 tipos afuera, buscarlos, viajar. No te estoy pidiendo a Ziggy Marley o al cantante de Gondwana de Chile, que está de moda. Estoy trayendo a chabones que seguramente sólo conocen los enfermitos a los que les gusta la misma música que a mí”, reconoce con orgullosas sonrisas.
–¿No temiste que estas eminencias del ska te subestimaran por venir de Sudamérica con una compu y un micrófono?
–Flashearon mucho. En cada tema del DVD que les había mostrado esa noche en el bar, los chabones se daban vuelta y me miraban como diciendo “¿La gente baila así con una orquesta? ¿En Argentina?”. ¡Me abrazaban y la agitaban! Winston Francis, uno de los que van a tocar en estos shows de Groove, le llevó un disco al embajador de Jamaica en Inglaterra para que hicieran algo con nosotros en su país, había quedado re cebado. Lynval Golding, de The Specials, se enteró de la movida y me mandó un mail pidiéndome permiso para participar. Ninguno de ellos escribió para una orquesta de 64 músicos como yo, entonces no me veían como un boludito millonario que tiene el fetiche de hacerlos grabar, sino como un par. La mano iba por otro wing.
–¿Cómo financiaste esta ambición?
–A huevo, sin ser millonario ni tener una compañía detrás. Junté la guita como cualquier pibe que quiere hacer un viaje. Nunca había ido a ningún otro lugar que no fuese para tocar. Yo lo pude hacer una vez, y la segunda me salió redonda porque los Cadillacs hicieron uno de sus últimos shows nada más y nada menos que en Londres. Yo soy músico y sé cómo se maneja la movida, así que no le mangueé a nadie ni rasguñé nada gratis. Con mucho respeto, se le dio a cada músico el honorario que pidió, aunque del otro lado ellos tuvieron la mejor onda, predisposición y profesionalismo, en todos los sentidos. Para ellos representó también la oportunidad de estar en un disco piola y quedaron muy contentos.
–Tampoco deben estar muy acostumbrados a estos reconocimientos por fuera del eje Jamaica-Inglaterra...
–Ni hablar. Con todo respeto, hoy en día la mayoría de ellos tocan en lugares chicos, para poca gente. No sé cuántos de ellos habrán grabado en sus vidas junto a una orquesta, y fue muy bueno, más allá de que esto es también un homenaje a ellos y una forma de poder mostrarlos acá.
Si Dancing Mood se tratara de una trinchera, Hugo Lobo tendría el doble mérito de cabeza de cuartel y último sobreviviente. “Es fundamental que alguien cumpla ese rol. Si no, no existiríamos más” resume, y profundiza: “Nos hubiésemos separado cada vez que se iba un músico, que fueron como 35. No porque haya habido problemas, sino porque se trata de una movida difícil para estar y aguantarla. Sabés que podés cobrar el tiple tocando para otra persona, entonces capaz se te moja la cola y te vas para otro lado. Hay que estar firma y mantenerse, sabiendo para qué cosa uno decide ser músico, si para llevarse plata o para lograr algo más. La convivencia entre nosotros es muy buena porque las cosas son claras y transparentes”.
–¿Tienen un bunker donde se juntan y ensayan?
–En once años lo habremos ensayado unas 50 veces, que es muy poco. Nos juntamos cuando hay cosas importantes, o muy diferentes a las que veníamos haciendo. Entre estudiantes, docentes y profesionales, somos quince músicos que trabajamos todo el día con el instrumento, entonces lo que menos queremos es, encima, tener que meternos tres días a la semana en una sala. Yo me voy de mi casa a las 9 de la mañana con la trompeta al hombro y termino a las 11 de la noche, entonces lo que quiero es sentarme y estar con mi familia, no ir a ensayar. Además, hay una cosa fundamental: si uno estudió y no tiene el instrumento guardado en la baulera hasta el día del show, no hay por qué ensayar, ni tampoco qué ensayar. Esa es la diferencia entre una banda que tiene músicos y una que no los tiene. Ojo, que no es una condición excluyente para tocar en Dancing Mood, simplemente se da que todos sabemos leer música. Entonces, si cada uno se lleva su partitura, es cuestión de contar hasta cuatro y la cosa arranca sonando. Se pulen cosas y cada uno le va metiendo su onda, pero la columna vertebral sale sonando, y eso ofrece una ventaja abismal. Imaginate tener que tararearle a cada músico lo que tiene que tocar, eso no funcionaría en una banda instrumental, o sí, pero sonaría como el orto y deberíamos rompernos el culo o estar muy al pedo para ir a ensayar tres veces a la semana.
–¿Y cómo se delimitan los espacios de improvisación en vivo, entonces? ¿O está todo fríamente calculado?
–Lo único fríamente calculado es la presentación y las frases de los temas, las melodías principales. Lo demás es pura improvisación. Nuestros ensayos no duran un carajo, a lo sumo 50 minutos, porque tocamos la frase que está escrita. Después, la podés aprender de memoria o no, depende de las ganas que tengas de tener un atril en el escenario. Eso corre a cuenta de cada uno, pero las frases duran 16 compases en total, 8 al principio y el estribillo. Los solos, no. ¡Los solos nunca se deberían ensayar, loco! Es improvisación pura, y ahí juega el estudio de cada uno para no hacer siempre lo mismo y tener la cintura suficiente para poder ir jugando con las canciones. ¿Para qué nos vamos a juntar? ¿Para hacer una frase de 8 compases? ¡Hacelo en tu casa!
–Por los escenarios de Dancing Mood lo mismo pasaron Skay Beilinson que Pablo Lescano, quedando tras los aplausos un mensaje muy poderoso de horizontalidad musical que afrenta a estereotipos de uso habitual. ¿Asumís esa intencionalidad como responsabilidad pública?
–Siempre fui de la idea de que, si te gusta la música, te gusta toda, más allá de que puedas tener preferencias por una u otra cosa en particular. Cuando conocí a Skay, por ejemplo, estábamos tomando algo y escuchando música, y el tipo puso Miles Davis, orquestas de los ‘40 o ‘50. Ahora, le preguntás a un fanático de Los Redondos qué música escucha, y te dice “Los Redondos”. No tiene nada de malo, guarda, pero me refiero al concepto del músico y de la música. Vos podés hacer un estilo determinado, pero la diferenciación va a estar ahí, detrás, en las cosas que muchos no advierten, no oyen, o sí lo oyen pero no investigan. Esa es la diferencia entre Los Redondos y una banda tributo a Los Redondos, o entre Bob Marley y quienes lo imitan. Marley no escuchaba reggae, ¡porque no existía cuando él apareció! Si querés hacer una banda de ska y escuchas sólo a The Skatalites, estás meando fuera del tarro, por ahí no va la flecha.
No hay comentarios:
Publicar un comentario