Cuenta su vida la hija del poeta Paco Urondo, Ángela cuyos asesinos acaban de ser condenados. Recuerda cuando mataron a su padre y la secuestraron junto a su madre, que sigue desaparecida, aunque sólo tenía un año. Recién conoció su historia casi dos décadas después y continúa su pelea por recuperar la memoria y hasta su nombre.
Por Victoria Ginzberg
Tenía 16 o 17 años. Iba en el auto con su madre adoptiva. Salían del Club Náutico Bouchard, por Libertador, a la altura de la Escuela de Mecánica de la Armada. La mujer, que manejaba, soltó un insulto dirigido a un militar. Angela preguntó por qué. “¿Cómo por qué? ¿Vos me preguntás por qué? Si los militares mataron a tus papás.” Angela se quedó helada, en shock, se le caían las lágrimas. En Vicente López la mujer volvió a hablar: “Pero si vos sabías... te lo dije muchas veces”. Pero no. “A tus papás los mataron los militares, cómo no los puteás”, es el primer registro de Angela sobre lo que a partir de ahí y de a poco comenzó a reconstruir como su propia historia. “Pero entonces... ¿y el accidente de auto?”, se quedó pensando. Angela Urondo no vota, dice Angela Urondo. Angela Urondo no tiene un documento que diga Angela Urondo. Pero Angela Urondo existe. Y cómo. Dibuja, escribe, es esposa, madre de dos niños pequeños e impulsa varios juicios. El que acaba de terminar en Mendoza en el que se juzgó el asesinato de su padre y la desaparición de su madre, los procesos contra los funcionarios judiciales que hicieron todo lo posible para evitar que ese juicio se concretara y otro más, para recuperar su nombre, el nombre de sus padres en la partida de nacimiento y acabar con lo único que todavía la une a su familia adoptiva: los papeles, el DNI.
Angela Urondo es hija de Francisco “Paco” Urondo y Alicia Raboy. Pero a ella no le fue tan fácil saberlo. El 17 de junio de 1976, en Guaymallén, Mendoza, el auto en el que viajaban los tres junto a René Ahualli fue
interceptado y atacado a balazos. Urondo, poeta, periodista y desde hacía unas semanas responsable de la regional Cuyo de Montoneros, les dijo a las mujeres que había tomado la pastilla de cianuro para que ellas se fueran, se escaparan. No era cierto. Lo asesinaron a los golpes, con un culatazo en la cabeza. Raboy fue secuestrada y llevada al D2, el centro clandestino más grande de la provincia. Hasta hoy sigue desaparecida. “La Turca” Ahuali fue herida pero logró escapar. Angela tenía once meses. Fue encontrada por su familia veinte días después en la Casa Cuna. Antes, pasó también por el D2.
“Sé que estuve en el D2 y sé que estuve en la Casa Cuna, porque los recuerdo. Cumplí un año estando ahí. Siempre tuve sueños recurrentes y de grande me di cuenta que podían responder a estos lugares. Había como un jardín de infantes, como edificios con pabellones que se continuaban, habitaciones oscuras con niños, mirillas que se abrían en las puertas o ventanas angostas... Cuando me di cuenta, fui a Mendoza a buscar los lugares y los encontré. Soñaba con unas ventanitas angostas y largas por encima de la altura de la cabeza y eso está en la Casa Cuna. Hablé con unas señoras que trabajaban ahí desde aquella época y se acordaban de mí. Lo que no tengo es certeza de en qué momento fui trasladada del D2 a la Casa Cuna. Es muy impresionante porque yo dibujé esos lugares, hice cuadros, ensamblando tal vez dos o tres lugares, la perspectiva de una esquina, pero desglosando pedazos de arquitectura fui encontrando cosas muy particulares. Yo pensaba que del D2 me habían llevado enseguida a la Casa Cuna porque no sabrían qué hacer con los niños, pero durante el juicio escuché testimonios de otros sobrevivientes y hay muchos casos de chicos que pasaron por ahí y fueron llevados a la sala de torturas y tratados como si fuesen adultos. Fui tomando conciencia de mi propia situación y de que lo de los chicos fue sistemático. Se habla bastante de los niños apropiados, pero también hubo niños detenidos desaparecidos.”
Por el asesinato de Urondo, la desaparición de Raboy y delitos de lesa humanidad contra otras 22 víctimas del terrorismo de Estado, el jueves fueron condenados en Mendoza a prisión perpetua el ex comisario Juan Agustín Oyarzábal, el ex oficial inspector Eduardo Smaha Borzuk, el ex subcomisario Alberto Rodríguez Vázquez y el ex sargento Celustiano Lucero. El ex teniente Dardo Migno recibió doce años de prisión.
“Ttodos me preguntan cómo me siento después del juicio y siento alivio --dice Angela-- Pero también me pasa... hasta ahora el Estado siempre me había quitado: asesinó a mis padres, me quitó mi nombre y me quitó la posibilidad del resarcimiento porque había sido adoptada. Con el impulso del Ejecutivo, del Legislativo tuvimos este juicio. Y estamos trabajando en Mendoza para producir una limpieza en el Poder Judicial. Siento que el Estado me está devolviendo algo y eso de alguna forma desvictimiza. Si hubo dos crímenes, los asesinatos y las desapariciones y la impunidad, el primero no tiene forma de ser resuelto, el segundo sí, no por los 35 años que pasaron pero sí para el futuro”.
El viernes, Angela se durmió pensando en los represores condenados en ese juicio que duró casi un año. En que seguramente se estaban adaptando al frío del pabellón, al olor de la cárcel, a los fideos moñito. Pero también en que tuvieron un proceso justo, con todas las garantías y que nadie los va a torturar ni violar y los van a cuidar si se enferman.
Angela Urondo es hija de Francisco “Paco” Urondo y Alicia Raboy. Pero a ella no le fue tan fácil saberlo. El 17 de junio de 1976, en Guaymallén, Mendoza, el auto en el que viajaban los tres junto a René Ahualli fue
interceptado y atacado a balazos. Urondo, poeta, periodista y desde hacía unas semanas responsable de la regional Cuyo de Montoneros, les dijo a las mujeres que había tomado la pastilla de cianuro para que ellas se fueran, se escaparan. No era cierto. Lo asesinaron a los golpes, con un culatazo en la cabeza. Raboy fue secuestrada y llevada al D2, el centro clandestino más grande de la provincia. Hasta hoy sigue desaparecida. “La Turca” Ahuali fue herida pero logró escapar. Angela tenía once meses. Fue encontrada por su familia veinte días después en la Casa Cuna. Antes, pasó también por el D2.
“Sé que estuve en el D2 y sé que estuve en la Casa Cuna, porque los recuerdo. Cumplí un año estando ahí. Siempre tuve sueños recurrentes y de grande me di cuenta que podían responder a estos lugares. Había como un jardín de infantes, como edificios con pabellones que se continuaban, habitaciones oscuras con niños, mirillas que se abrían en las puertas o ventanas angostas... Cuando me di cuenta, fui a Mendoza a buscar los lugares y los encontré. Soñaba con unas ventanitas angostas y largas por encima de la altura de la cabeza y eso está en la Casa Cuna. Hablé con unas señoras que trabajaban ahí desde aquella época y se acordaban de mí. Lo que no tengo es certeza de en qué momento fui trasladada del D2 a la Casa Cuna. Es muy impresionante porque yo dibujé esos lugares, hice cuadros, ensamblando tal vez dos o tres lugares, la perspectiva de una esquina, pero desglosando pedazos de arquitectura fui encontrando cosas muy particulares. Yo pensaba que del D2 me habían llevado enseguida a la Casa Cuna porque no sabrían qué hacer con los niños, pero durante el juicio escuché testimonios de otros sobrevivientes y hay muchos casos de chicos que pasaron por ahí y fueron llevados a la sala de torturas y tratados como si fuesen adultos. Fui tomando conciencia de mi propia situación y de que lo de los chicos fue sistemático. Se habla bastante de los niños apropiados, pero también hubo niños detenidos desaparecidos.”
Por el asesinato de Urondo, la desaparición de Raboy y delitos de lesa humanidad contra otras 22 víctimas del terrorismo de Estado, el jueves fueron condenados en Mendoza a prisión perpetua el ex comisario Juan Agustín Oyarzábal, el ex oficial inspector Eduardo Smaha Borzuk, el ex subcomisario Alberto Rodríguez Vázquez y el ex sargento Celustiano Lucero. El ex teniente Dardo Migno recibió doce años de prisión.
“Ttodos me preguntan cómo me siento después del juicio y siento alivio --dice Angela-- Pero también me pasa... hasta ahora el Estado siempre me había quitado: asesinó a mis padres, me quitó mi nombre y me quitó la posibilidad del resarcimiento porque había sido adoptada. Con el impulso del Ejecutivo, del Legislativo tuvimos este juicio. Y estamos trabajando en Mendoza para producir una limpieza en el Poder Judicial. Siento que el Estado me está devolviendo algo y eso de alguna forma desvictimiza. Si hubo dos crímenes, los asesinatos y las desapariciones y la impunidad, el primero no tiene forma de ser resuelto, el segundo sí, no por los 35 años que pasaron pero sí para el futuro”.
El viernes, Angela se durmió pensando en los represores condenados en ese juicio que duró casi un año. En que seguramente se estaban adaptando al frío del pabellón, al olor de la cárcel, a los fideos moñito. Pero también en que tuvieron un proceso justo, con todas las garantías y que nadie los va a torturar ni violar y los van a cuidar si se enferman.
Los principios de Angela
El pelo largo y abundante, los ojos grandes, los rasgos definidos, los tatuajes. Angela Urondo no pasa desapercibida. Tiene, lo que se dice, presencia. También habla segura, tal vez porque la mayoría de sus palabras son producto de reflexiones anteriores. Escribe en un blog Pedacitos los relatos con los que fue re-armando su vida. Y en otro, Infancia y Dictadura, recopila anécdotas, sueños, momentos vividos por quienes fueron niños durante el terrorismo de Estado.
–¿Por dónde empezamos? –pregunta en la mesa de un bar del barrio del Abasto.
–¿Por el principio?
–¿Y cuándo es el principio? ¿Cuando nací, cuando me enteré, cuando me secuestraron? Creo que es a los 20, cuando supe la verdad.
–¿Y antes cómo fue? ¿Cómo saliste de la Casa Cuna?
–La compañera de mis padres que sobrevive avisa a Montoneros y a mi familia. Después de muchas vueltas por distintas instituciones logran averiguar que yo estaba en la Casa Cuna y me van a buscar. Me retiran, sin papeles, porque ya era viernes a la noche y porque el juez de turno se había ido a su casa. Mi tía paterna, Beatriz Urondo y mi abuela materna, Teresita, fueron a la Casa Cuna con una foto mía y la que era la vicedirectora del lugar me entregó. Ella misma me lo contó. Le muestran a la vicedirectora una foto mía y ella les deja verme. Yo me les prendo al cuello y ella ya no se atreve a separarnos y firma un acta haciéndose responsable de entregar esa nena a esas personas. Después se arrepiente. Va a la casa del interventor del Consejo del Menor y la Familia a explicarle y a decirle que nos podían ir a buscar al hotel. La que tuvo más actitud de encontrar algo fue mi tía, de hecho me encontró a mí en la Casa Cuna y además encontró el cadáver de mi papá y logró recuperarlo de la Morgue Judicial y enterrarlo acá en Buenos Aires. Le propuso a mi abuela ir a buscar a mi mamá y mi abuela tuvo mucho miedo. Creo que mi abuela pensaba que ella estaba muerta, pero ahora yo tengo mis dudas. Mi abuela le promete a mi tía que me iban a criar juntas pero en algún momento entre julio y diciembre cambia de opinión.
¿Y con quién te quedaste?
Mi abuela hizo algunas reuniones con sus hijos y la parte materna de la familia para decidir qué iban a hacer conmigo. Sentía que no podía hacerse cargo de mí, tenía leucemia y murió unos años después. Sentía que al quedarme con ella iba a sufrir una nueva pérdida. Por otro lado, mi hermana (Claudia, la hija mayor de Urondo, desaparecida en diciembre de 1976) reclamaba mi tenencia porque lo había hablado con mi papá, que si a alguno de los dos les pasaba algo, el otro se hacía cargo de los chicos. Ella ya tenía hijos. En el momento que mi hermana va a reclamar, mi abuela se escapa de esa situación. En diciembre, mi hermana desaparece y a mí me entregan a quienes mi familia materna decide que van a ser mis padres. Mi madre adoptiva era prima de mi madre biológica. Mis abuelas materna y adoptiva eran hermanas y muy cercanas. Vivían en la misma cuadra, en dos edificios que daban espalda con espalda y compartían el teléfono con el cable.
–Pero hubo una decisión de ocultarte tu historia....
–El marido de la prima de mi madre era un hombre que necesitaba tener un control absoluto sobre las cosas. Ellos estaban queriendo tener hijos hacía varios años (después tuvieron) y la situación que se dio no era lo que querían, pero era lo que más se acercaba a la posibilidad de tener hijos. El plantea que si va a ser el padre, va a ser el padre, todo el resto desaparece bajo la faz de la tierra. Ahí se termina de decidir la separación de mi familia, que era una familia muy expuesta, por el apellido, porque era muy politizada, pero era mi familia, era lo que me correspondía a mí.
–¿Y qué te dijeron?
–Siempre supe que era adoptada, pero no era algo que nadie mantuviera presente. Cuando tenía tres o cuatro años, jugando con mi prima detrás de una cortina, ella me dice “¿vos te acordás de tu otra mamá?”. En cuanto me lo dijo, me acordé. Mi padre adoptivo reprimió la situación. Preguntaba por qué alguien me estaba hablando de eso. Yo seguía teniendo contacto con mi abuela biológica, pero ella no me hablaba de su hija, ejercía su rol de abuela, lo compartía con su hermana, pero nadie hablaba de mi madre, nadie la recordaba, no había fotos de ella. En el único lugar donde yo la vi era en las fotos del casamiento de mis padres adoptivos, ella aparecía entre los invitados, era una carita requetechiquitita y estaba ahí porque era el casamiento de ellos. Fotos de mi mamá existían y no estaban ahí para mí. A mi padre lo quisieron correr por algunas razones y por otras razones a mi madre también la fueron omitiendo.
–¿Y de tu papá no decían nada de nada?
–No había lugar para preguntar. Yo no preguntaba. Fui a vivir con esa familia cuando todavía no sabía hablar y ellos nunca me enseñaron a hablar sobre este tema, a hacer preguntas sobre este tema, no me enseñaron palabras que pudieran abordar este tema. Y yo no preguntaba.
–¿Y tu mamá se había muerto porque...?
–En un accidente de auto en Mendoza. En el accidente había una figura paterna nebulosa, él también había muerto ahí, pero como si ellos no supieran nada de él. Yo me entero en etapas. Primero creía que era hija de una madre soltera, después había un padre nebuloso, después tenía un nombre, se llamaba Francisco y no me acordaba cómo era el apellido. Y así fuimos hasta los 17 años. Ellos me responsabilizan a mí porque no preguntaba, como si hubiesen estado dispuestos a contarme todo. Yo tenía sueños espantosos que hubieran tenido lógica y no podía ponerles palabras. Me despertaba espantada porque había soñado con un jardín de infantes y unas puertas que se abrían y no podía verbalizar nada. Ahora entiendo muchas cosas, para mí fue muy aliviador saber la verdad porque muchísimas cosas tuvieron sentido. Todavía estoy atando cabos, todo el tiempo.
Los Urondo
Después del día en que recibió aquel “cómo no puteás a los militares si mataron a tus papás”, Angela se fue enterando cosas por cuentagotas. Un poco más, cuando sus padres adoptivos se separaron. Algunos datos fueron apareciendo de a poco y ya no sabe cuándo los supo. “Tu papá escribía libros... de economía”. Y ella iba, sin suerte, a las librerías a buscar algo sin saber bien qué. Una vez alguien le dio una foto en blanco y negro y, otra vez, la fotocopia de un poema. Pero sabe el momento preciso en que fue consciente de que tenía otra familia. Su familia.
En 1994, cuando los familiares de desaparecidos empezaron a recibir las indemnizaciones, su familia materna organizó un cónclave “para discutir si correspondía invitar a Angelita a que charlemos si quiere ir a cobrar o no”. Decidieron que sí. Le preguntaron. Ella contestó que sí. “Era la primera vez que me invitaban a hacer algo como quien yo era”, invoca.
Así fue, con su madre adoptiva, a la Secretaría de Derechos Humanos. Las atendió una chica joven. Angela dijo:
–Vengo por la Ley 24.411.
–Bueno, ¿tus familiares quiénes son?, le preguntó la chica.
–Soy hija de Alicia Raboy y Francisco Urondo –cuenta que dijo y ahora agrega “que para mí no era nadie”.
A la chica en cuestión se le llenaron los ojos de lágrimas.
–¿Vos los conocías? ¿Eras amiga de ellos? –preguntó.
–A tu mamá no la conocía, a tu papá sí. Leí sus libros.
–Ah... yo no.
“Yo pensaba ‘qué le pasa a esta chica, si escribía libros de Economía, un embole’. Ella me miró como con compasión y estuvo a punto de regalarme un libro, yo le vi la intención. Pero estaba mi madre adoptiva al lado y se notó la situación.”
Cuando el trámite volvió a sus cauces burocráticos, le pidieron el documento y resultó que, como tenía una adopción plena, no estaba acreditada legalmente para acceder al beneficio. “Había perdido mi carácter de heredera y mi derecho a cobrar la indemnización, no así quienes fuesen herederos directos de mis padres. Entonces decimos que en el caso de mi mamá los herederos pasarían a ser sus hermanos, y como ellos de alguna manera me habían propuesto ir a cobrar, supuse que no iba a haber problema. Pero de mi papá no tenía ni idea. Ahí fue la primera vez que pensé en quiénes serían los herederos de mi papá, si tendría padres, hermanos, hijos. De mi papá no sé nada, digo. Hasta ese momento yo tenía registro que existía un padre, el nombre del padre, pero nunca jamás pensé en que había una familia alrededor de ese padre. Nos vamos y en el auto, mi madre adoptiva empieza a hablar, a decir todo lo que sabía y hasta ese momento había sostenido que no sabía. Me dice que bueno... que creería recordar que mi papá habría tenido unos hijos antes con otra esposa, con lo cual serían más grandes que yo mis hermanos. A mí se me puso la piel de gallina, no podía creer que tenía hermanos en el mundo y no los conocía, que existían personas en el mundo que eran mis hermanos y yo me los podía haber cruzado en el colectivo. Y ella seguía hablando y decía que no estaba segura de si esos hermanos míos habrían sobrevivido a la dictadura, que ella creía que mi hermana mayor... –y yo veía que tenía una hermana mujer y un hermano varón– había sido desaparecida por los militares también. Ella sabía un montón de cosas que me las estaba largando como una fresca total. En ese momento yo dije que los iba a buscar y que iba a llegar hasta las últimas consecuencias para obligar a esa familia a que me dé mi parte de la indemnización. A mí me acababan de dar permiso para ser hija de mis padres por la indemnización, así que yo me agarraba a eso. Ella me aclaró que mi hermana estaba muerta, que me encargue de buscar al hermano. Y a partir de ahí, un mes o dos meses después ya estaba en contacto con mi hermano, Javier”.
–Pero ¿cómo fue?
–La mujer de mi hermano trabajaba con una mujer que había sido amiga de mi mamá de la secundaria, que a la vez era conocida de una amiga de mi madre adoptiva... hubo un permiso de que todas esas puertas se abrieran. Los contactos existieron todo el tiempo. Todo el tiempo ellos conocían, sabían. Ahí descubrí que tenía familia.
–¿Y cómo fue el encuentro?
–Una semana después, de la secretaría me preguntaron si yo tenía interés en contactarlo, que había alguien que podía llegar a conocerlo. Yo tenía que dar el OK para que le pasasen el teléfono. Javier me había conocido cuando yo era chiquita. Se acordaba de mí. Tenía fotos mías de bebé. Lo llamé pensando en escuchar la voz y cortar, pero no le pude cortar. Cuando me preguntó dónde estaba me di cuenta de que él no sabía de verdad dónde estaba yo. Se vino a mi casa. Mi madre adoptiva estaba presente en ese primer encuentro. Yo no entendía por qué no me habían venido a buscar, pensé que había sido una elección de ellos. En ese momento, con mi madre adoptiva haciendo el cafecito, mi hermano me explicó como pudo que las cosas no habían sido tan así, que ellos no habían tenido posibilidad de encontrarme, que les habían cerrado todas las puertas, y de a poco yo empecé a darme cuanta de que había estado cautiva para esa gente y después me di cuenta que había sido lo mismo respecto de mí, que ellos habían estado aislados de mí.
–¿Y cuándo dijiste uy..., mi papá es Paco Urondo?
–Nunca fui muy cholula en ningún rubro. Nunca tuve ídolos.
–Bueno, pero hay algo que hace que, por ejemplo, la persona que te atendió en la Secretaria de Derechos Humanos se emocione.
–Capaz me di cuenta ese día. Me pasó un día que escuchando la radio había unos viejos leyendo unos poemas. Los viejos eran Juan Gelman y mi papá y yo lo supe recién cuando terminó el programa. Y fue muy shockeante haber estado escuchando su voz. Igual, cuando yo me reencontré con mi familia no había sido rescatada su figura pública como hoy, que es mucho más fácil acceder a su obra y a la memoria de su persona.
–¿Y cuándo fuiste entendiendo el compromiso político de tus padres?
–Sobre la marcha. Cuando me encuentro con mi hermano y le pregunto por qué no aparecieron en veinte años, para entender eso tuve que empezar a leer libros de historia. A la vez, mientras estudiaba la historia, me estudiaba a mí misma en otro contexto, me ponía en situación todo el tiempo. Sentía que un montón de cosas tenían lógica y que yo también tenía un rol social.
–¿Y ahora qué lectura hacés de ese compromiso?
–Uno como hijo de desaparecidos pasa por muchas etapas. Por etapas de enamoramiento y por tener a los padres como idealizados y por etapas de muchísimo enojo y durísimas críticas y cuestionamientos, por ejemplo de por qué se dio prioridad a los ideales y no a los hijos, como si no fueran lo mismo. Más de grande uno tiene a sus hijos y también entiende que la vida no es ajena a la paternidad. Me costó mucho encontrar y reconstruir cuál había sido la militancia y la vida de mi mamá. Mi papá escribía sus propias ideas, yo ya no necesitaba intermediarios, nadie que me contara como era. El me lo estaba contando todo el tiempo. El dejó obras que yo no puedo leer de manera abstracta, todo el tiempo creo que lo que escribió me lo escribió a mí en clave, porque todo tiene un sentido especial, aunque lo haya escrito muchos años antes de saber que lo iban a matar, él está dando un contexto a esa situación que después iba a ocurrir. Y a partir de que empiezo a tener acceso a todo esto empiezo a sentir la falta de mi mamá. Recién este año pude ir averiguando a raíz de una mujer que se contactó conmigo que había militado con ella, pude ir recuperando lo que fue la militancia de mi mamá entre el ’74 y el ’76. Por eso también el juicio me emocionó especialmente por mi madre.
–También hay una crítica tuya a la supuesta moral de las organizaciones armadas, porque a ellos se los cuestionó como pareja.
–Creo que mis padres fueron leales hasta último momento con la organización y la organización no les fue igualmente leal, por el hecho de que mi papá inicia una relación con mi mamá sin haberse separado de otra mujer. Ella se entera, se enoja y lo manda a enjuiciar. Y ella estaba a cargo de toda la rama femenina de Montoneros, era una mujer con mucho poder. A mi papá le hacen juicio revolucionario y se decide su traslado a Mendoza a pesar de que él había pedido que no lo mandaran a Mendoza o a Santa Fe porque eran lugares donde había vivido y lo podían reconocer. No era su deseo dar la vida, pero no se descomprometió de la situación. Creo que algún día después de que todos los genocidas estén presos y que esté claro que ellos son los genocidas, habría que hacer algún tipo de revisión, creo que nos deben alguna explicación sobre la desprotección.
–¿Qué te pasó cuando fuiste al juicio la primera vez?
–Todos me preguntaban qué te pasa con ver a estos hombres por primera vez y yo decía “no, yo a ellos ya los vi”. Es muy duro. Uno de ellos, Eduardo Smaha, se me quedó mirando a los ojos y nos mantuvimos la mirada por cinco minutos. Yo me acuerdo de él. No sé qué con él. Pero me acuerdo de esa cara. Me inquieta más lo que no me acuerdo que lo que sí me acuerdo.
–¿Cuál es tu situación con tu nombre?
–Todavía sigo en situación de adoptada, pero firmamos un acuerdo de desvinculación y espero que salga pronto.
–¿Con las condenas de esta semana cerrás una etapa?
–Desde que supe mi historia sentí que esto debía ocurrir. No podía entender cómo había impedimentos legales para que esto ocurriera, por qué no había habido justicia. No lo vivo como algo feliz. A veces la gente confunde y piensa que uno celebra. Para mí es muy triste tener que pasar por esto. Darte cuenta que pasaron un montón de chicos por salas de torturas, es horrible. Pero además de lo personal, siento que los juicios terminan con discusiones que se dan en la cola del banco, en la vereda, en el taxi, con gente que cree que tiene derecho a opinar que algo habrán hecho. Ahora todas esas discusiones se dirimen del otro lado del blíndex que nos separa del juez, en la sentencia. Falta mucho camino por recorrer. Hay muchos genocidas sueltos. A por ellos.
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