En una quinta del Tigre, una vez por año y convocadas boca a boca, se presentan una veintena de obras adaptadas al entorno del Delta. Viaje a una isla de neohippismo, producción artesanal y pasión por fuera del circuito comercial.
Por Por Tomás Eliaschev
El Delta esconde infinitos misterios. Y uno de ellos es el festival “El Isleño”, una propuesta que combina lo artístico con lo natural y que tiene lugar una vez al año en uno de los rincones más tradicionales pero menos turísticos de las islas del Tigre. Desde hace cuatro años se realiza casi en secreto, pero el boca a boca hizo que la convocatoria crezca cada vez más. La escena es curiosa: en una isla alejada del ruido, se pueden ver 20 espectáculos con 50 actores por sólo 60 pesos –un precio irrisorio para los estándares teatrales–. Este año se dan cita quinientas personas, pero la extensión del predio es tan amplia que la sensación de libertad al aire libre no se pierde y la pequeña multitud se mixtura con la naturaleza circundante. La casa octogonal funciona como centro de operaciones. Y los elementos típicos sirven como escenografía: el muelle, la laguna, las balsas, los puentes, los bosques, el gallinero, el vivero techado, la torre de agua y hasta el tractor que maneja el casero de la quinta.Para llegar, hay que viajar 45 minutos en la lancha colectivo, la Interisleña. Primero por el Río Luján, donde la única destrucción del paisaje bucólico la marcan los descontextualizados y altísimos tres edificios del country privado Marina del Golf, presididos por una hilera de palmeras a lo Miami que no tienen nada que ver con la exuberante vegetación isleña. Luego de navegar frente a este despropósito urbanístico, la embarcación dobla por el Río Caraguatá, una zona de quintas, con casas antiquísimas de madera, jardines gloriosos, amplias galerías y balcones de hierro. El día anterior llovió, pero el sábado amanece despejado. El sol estalla y las flores se lucen a la vera del río. De pronto, aparece la Isla La Lagunita. Se bajan parejitas y también familias: todos van al festival, ninguno tiene el aspecto de ser un habitual visitante del Delta y menos aún de ser un poblador permanente. No bien se pisa el muelle, la actriz del off Verónica Bustos recibe a los visitantes, caracterizando a una gitana. Es la maestra de ceremonias. Más tarde introducirá el festival, junto con Martín Policastro, que hace de un desopilante consejero amoroso con un muy creíble acento mexicano.En el pasto, sentados como si fuera la Plaza Francia pero en el Tigre, los espectadores festejan sus gracias y le hacen preguntas como “¿cuánto dura el amor?”. Más temprano, como teloneros, tocaron unos niños de 12 años de edad promedio que versionaron prolijamente un puñado de temas de Los Beatles. La parrilla funcionó desde temprano, así como un puesto con comida gourmet griega.Para comprar comida, agua, gaseosa o cerveza, no se usa dinero. Los organizadores del festival, como si fueran “arbolitos” en la City, vendían billetes “El Isleño”, que luego se podían cambiar por comida. El prócer cuya cara ilustra el billete es el casero, a cargo de la parrilla.El festival se desarrolla en seis hectáreas de una casa quinta que cuenta con cultivos y animales de granja, además de pavos reales, que le dan un toque más surrealista aún a la secuencia. Los distintos escenarios naturales son aprovechados para las obras y performances. Pero también hay quien disfruta de la laguna natural, dándose un baño refrescante o tomando sol en la orilla. La atmósfera es relajada y no faltan los niños que parecen pasarla más que bien.En el fondo de la quinta, un claro que forma un semicírculo con un desnivel se asemeja a un anfiteatro. Los actores Alejandro Ini y Blas Briceño tomaron fragmentos de El teatrista, de Thomas Bernhardt, para adecuarlo a la realidad isleña. Ini hace de un actor que quiere llevar su arte a un ambiente poco usual, como el del Delta. Briceño, que hace de isleño machete en mano, lo pone en órbita. Su personaje tiene que ver bastante con su concepción sobre el lugar: es el dueño de la casa y uno de los mentores del festival. “Esta es una casa con producción de mimbre y de álamos, estamos haciendo un vivero, tenemos un corral de aves y patos. Soy entrerriano y necesitaba el río. Por eso armé un espacio acá”, comenta el hombre, que además de ser actor trabaja en software (y recomienda probar el sándwich de lechón con miel).–¿Cómo surge el festival?–De una reunión de amigos: vinimos a pasar un fin de semana acá y se nos ocurrió cómo funcionaría esto como espacio para hacer escenas. Lo hicimos con amigos, o amigos de amigos, en una convocatoria más cerrada, pensada como una fiesta. Funcionó muy bien, a la gente le encantó. Empezamos a producir más y más y darle continuidad, con una convocatoria más amplia. Funciona mucho el boca en boca. No es una propuesta fácil de tomar a priori. Pero cuando estás acá te das cuenta de que valió la pena.–En la obra se muestra el cruce entre naturaleza y cultura...–La obra es casi literal: adaptamos los nombres de los lugares y algunas cositas más. La idea es que haya un cruce con los isleños, con la gente de acá, que haya arte y una propuesta cultural en las islas. Especialmente invitamos a la gente de acá, no pagan entrada, están mucho más conectados con la tierra y con el espacio de lo que estamos nosotros. Que circulen las dos energías alimenta a todos.–Viniendo para acá llaman mucho la atención los edificios del country.–¡Qué dolor de huevos esos edificios! Se apropiaron del espacio sin considerar realmente el origen, que está malversado. Por eso, cuando arranqué con esta casa, empecé a producir el mimbre y el álamo, cosas que son favorecidas por la naturaleza. Es una producción que no necesita riego, se adapta a las condiciones de la zona, se banca el agua cuando entra.Este espíritu de adaptarse al entorno flota en todo el festival. Entre otras obras que se hicieron en distintos puntos de la quinta, siempre aprovechando cada espacio, tuvo lugar una versión de Pequeño casamiento, de Luis Cano, con dirección de Fabián Díaz, en un magnífico escenario natural que le da a la obra, mecánicamente enfermiza, un raro contraste entre la sordidez costumbrista y el fondo verde en el que se desarrollan las excelentes actuaciones. La obra se hace usualmente en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en la ex ESMA. Después de los aplausos, Díaz comenta que “da mucho placer hacer la obra en este marco natural” y elogia a sus actores “por el esfuerzo que implica hacer la obra al aire libre”.Con el correr de las horas, el arte seguirá fluyendo por todos lados y más obras se llevarán a escena. Como El día de una soñadora, de Copi, dirigido por Juan Lange y una recreación libre en torno a Alejandra, el personaje de Sobre héroes y tumbas, por Sol Titiunik. También habrá lugar para una clase abierta de yoga, a cargo de Georgina Roditis y Eduardo Riguera. “Vinimos por el teatro y propusimos hacer clases de yoga. Funciona muy bien porque acá la gente es muy receptiva”, dice Riguera.Con el caer del sol se encendieron las antorchas, y quienes se animaron a volver de madrugada disfrutaron al máximo del entorno, entre poesías, danzas, murales, una instalación con cañas fluorescentes y, sobre todo, una atmósfera relajada donde la creación y el entorno se potencian. La mezcla de esparcimiento natural y experimentación artística deja a todo el mundo satisfecho, pero con ganas de más. Seguramente, el año que viene la propuesta volverá a sorprender.
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