Juan Castellanos combatió en Cuba con el Che, quien lo incorporó a su proyecto latinoamericano. Integró la guerrilla de Masetti en Salta, donde cayó prisionero como ciudadano peruano. Tras 47 años regresó de visita a la Argentina.
Por Adrián Pérez
¿Qué recuerdos tiene de su infancia en Cuba?–Mi papá era peón agrícola; apenas ganaba para comer. Mi mamá era ama de casa; lavaba y planchaba para la calle, “despalillaba” tabaco y hacía el dulce de leche que yo vendía a los ocho años. Todos los días comíamos “sota, caballo y rey”. Eramos cinco hermanos, y aunque sólo los dos más chicos íbamos a la escuela pública, ella no podía comprarnos el uniforme. Un día me dijo: “No quiero que tu hermana sea prostituta ni criada”. A los 11 años tuve que dejar de estudiar, pero me gradué en la universidad de la calle. Fui comerciante y cuentapropista hasta que me fui para la Sierra Maestra.–¿Qué fue lo que cambió en usted al leer “La Historia me absolverá”, texto donde Fidel Castro emprende su propia defensa mientras es juzgado por el asalto al cuartel Moncada?–La Guardia Rural y la policía les pegaban a los trabajadores y a los campesinos. Nunca me gustaron las injusticias, aunque en realidad era un analfabeto político. Pero el asalto de Fidel al Moncada me golpeó. En ese histórico alegato Fidel hizo un recuento de lo que sucedía en Cuba. Y me metí de lleno en el Movimiento 26 de Julio.–¿Cómo llegó a reunirse con el M-26?–Viviendo en Camagüey me fui por mi cuenta a la sierra. Pero cuando llegué me viraron para atrás porque no llevaba armas. Entonces regresé a buscar dos fusiles 22. Cuando iba a subir me mandaron para Santiago de Cuba, donde estuve en la clandestinidad hasta el 2 de febrero de 1958. Como premio por unos trabajos que hice en una habitación secreta y soterrada donde se guardaban las armas, me mandaron para la Sierra Maestra, donde estaban las tropas de Fidel. Ahí conocí al Che.–Aunque se había encontrado con el hombre que acompañaría en la victoria, la primera impresión del Che lo decepcionó.–En Cuba conocíamos a Hugo del Carril, Carlos Gardel o Luis Sandrini, porteños que en las películas decían: “¿De qué te la das?”. Esa era la impresión que teníamos de los argentinos.–¿No encajaba en esa imagen? ¿Qué pensó al verlo?–¿Cómo era posible que hablara pausado y bajito cuando los argentinos lo hacían fuerte y claro? Además, era delgadito. Aunque lo hacía más alto, teníamos la misma estatura. Tuvimos varios choques, porque, cuando creo tener la razón, no me callo. Pero él sabía escuchar. Me dejaba protestar, y cuando no convenía lo que uno pensaba, me decía “cállate”.–Más allá de las jerarquías (y los choques) trabaron una profunda amistad.—(Alberto) Granados pensaba que yo era uno de los cubanos que más lo habían interpretado como persona. Parece que el Che vio en mí alguna madera. Aunque trabajaba, me gustaba el ron, era mujeriego y jugador. Cuando lo conocí dejé todas esas cosas, menos las mujeres y el ron (risas).–¿Cómo comenzó en la guerrilla?–Pertenecía a una escuadra que más tarde pasó a ser la columna invasora del Che. Las fuerzas de Batista habían comenzado una gran ofensiva con diez mil efectivos. Nosotros seríamos 300. El problema de la guerrilla no es combatir sino sobreponerse al frío, al hambre, a las largas caminatas, al peso de las mochilas. Si uno era cobardón, cuando empezaban los tiros se te quitaba el miedo.–En cierta ocasión, el Che lo castigó por abandonar su escuadra sin permiso.–“¿Qué hacés acá? ¡Mandé a tu escuadra a una misión y vos estás aquí!”, me dijo. Esperó a que regresaran mis compañeros y me hizo un juicio. De la Sierra Maestra salí desarmado y como enfermero, porque sabía aplicar inyecciones. Le pregunté: “¿Che, usted cree que pueda ganarme nuevamente el fusil?”. Yo no había ido a la Sierra a cargar mochilas, lo haría si volvía a ganarme el fusil. Entonces dijo: “Quédate ahí que sos útil”. Y ahí me quedé. Empecé de chofer del Che en Cabaiguán. En Santa Clara me puso como jefe de la Comandancia. Camilo (Cienfuegos) estaba atacando Yaguajay. Regresábamos de allí cuando el Che me preguntó: “Si quedás vivo, ¿qué pensás hacer?”. “Irme para el carajo porque no me gusta que me manden tanto”, contesté. Pero me la guardó.–¿Por qué dice que “se la guardó”?–Cuando terminó la guerra, vivíamos con el Che en La Habana, en la misma casa. Un día me dice: “¡Por fin te vas para el carajo!”. “Si usted cree que soy útil me quedo, si no, me voy”, respondí. Como no contestó, me quedé.–¿Recuerda el día que entraron a La Habana?–La escolta del Che éramos (Harry Villegas Tamayo) “Pombo”, sobreviviente de Bolivia; Hermes Peña, que murió en Salta; (Jorge) Argudín, quien actualmente está en La Habana; y yo. Nos acompañaba Aleida (March). Llegamos en un Chevrolet que tomamos a los servicios de inteligencia de Santa Clara. Durante el viaje a La Habana el Che nos había nombrado jefes de escuadra. A Villegas lo puso de jefe de pelotón (el jefe de escuadra era primer teniente, el de pelotón era capitán y el de columna era comandante: los tres grados militares que había en la guerrilla). No nos advirtió que ya éramos oficiales.–¿Y cómo tomaron la ciudad?–Aunque Batista se había ido, el 1º de enero combatimos en Santa Clara. Fidel había hablado con el Che para que le avisara a Camilo que se adelantara a tomar Columbia (N. d. R: Fulgencio Batista residía en esa ciudad y desde allí escapó hacia República Dominicana en avión). Al Che le dijo que fuera a tomar La Cabaña, segunda fortaleza en importancia de la capital. Camilo entró a la ciudad en la madrugada del 2 de enero y nosotros en la madrugada del 3. El 8 llega Fidel a Columbia (hoy ciudad Libertad), que ya había caído. Así fue como nos apoderamos de La Habana.–¿La visita a Tropicana existió realmente o fue parte de un cuento que el mito de la Revolución Cubana echó a rodar?–Yo fui el de la idea de visitar Tropicana. Cuando el Che se dormía, le robaba el carro y nos íbamos al cabaret. A Pombo y a mí nos metió cinco días presos por robarnos el carro. A Hermes y a Argudín tres. Un día le pregunté a Pombo por qué nos metía cinco días, y a los otros, tres. “¡Mira que sos bruto, Alberto! Tú y yo tenemos séptimo grado y somos del pueblo. Ellos son semianalfabetos y de la Sierra Maestra”, respondió.–Luego el Che le dio a usted una casa en La Cabaña, donde se celebró una boda.–Me preguntó si podía casarse allí. Le dije que cómo no iba a poder hacerlo si me había asignado la casa. En la boda estaban Raúl (Castro), Fidel y Camilo y todos los comandantes que viajaron en el “Granma”. Yo era primer teniente, nada más. Me llaman a la hora de firmar; estaba por fuera del grupo. El Che había elegido como testigos del casamiento a Fidel, Raúl y a mí.–Por lo que comenta, fue una reunión íntima. ¿Cómo fue la ceremonia?–Muy sencilla. Me quedé con todo lo que sobró (risas). Una vez, registrando una casa, encontré dos cajas de sidra. A Aleida, que iba con nosotros, le digo: “Vamos a hacer un negocio. Agarro una caja, porque me voy a casar, y te guardo otra para cuando tú te cases”. El día de la ceremonia Camilo me preguntó qué tenía para la boda. “Una caja de sidra que me robé, si el Che se entera caigo preso”, dije (risas). Camilo pidió a los otros comandantes que llevaran cerveza. La fiesta se celebró con esas bebidas y una torta.–¿Qué tareas desempeñó cuando la Revolución empezaba a consolidarse?–El Che comenzó a dirigir el Banco Nacional y tuvo que dedicarse más a la burocracia que a la acción. Lo único que hacía yo era joder. Un día le dije: “Doy la vida por usted, pero estar todo el día aquí sentado no me gusta”. Le conté que había sido comerciante y le pedí que me pusiera en una fábrica. Terminé como administrador de la Fábrica Cubana de Tejido. Luego me envió a estudiar a la Escuela de Administradores del Ministerio de Industria, que él había creado. En el ’62, estando en la escuela, le cuento a Villegas que iba a ver al Che porque me parecía que se iba. Villegas me dice: “Le avisas que también me voy”. Le pregunté al Che: “¿Cuándo se va?”. “¿Por qué me preguntás eso?”, quiso saber. Insistí: “Hermes está desaparecido y usted es el único que sabe dónde está. Vengo a decirle que me voy con usted a cualquier lado”. “Vamos a tenerlo en cuenta”, contestó.–Cumplió con su palabra cuando lo mandó a llamar un año más tarde.–En agosto del ’63 estaba de guardia en la Escuela de Oficiales de Matanza. Era domingo. A las doce de la noche llegó un telefonema. Tenía que ver al Che en el Ministerio de Industria. “¡Coño, si no me he emborrachado el fin de semana ni me he escapado con nadie! ¿Para qué carajo me manda a buscar?”, pensé. Llegué asustado. Le pregunté a (José Manuel) Manresa, jefe de despacho, si había algún problema. “Que yo sepa, ninguno”, dijo. Lo primero que me preguntó al entrar fue: “¿Recordás hace un tiempo lo que me prometiste? Recordá”, insistió. Enseguida le pregunté cuándo nos íbamos; me cortó diciendo: “Párate, que son veinte años peleando y vos estás recién casado y embollado (enamorado)”. Al rato lo convencí y me indicó: “Vas a ir a un lugar y vas a encontrar gente conocida. No te vayas a disfrazar de indio porque no lo sos. Inventa un cuento bastante verosímil para que te le pierdas un tiempo a la familia y no estén jodiendo por aquí. Y vas a ser el jefe hasta que llegue”. Me adelantó que Villegas no me acompañaría porque adonde iba no había negros. En el entrenamiento tuve que imitar la firma del pasaporte de Raúl Dávila Sueyro, un muchacho peruano que estaba estudiando en Cuba.–¿Qué itinerario siguió hasta llegar a Argentina?–Viajé hasta Praga donde agarré el pasaporte de Dávila. Luego fui a Roma, Lisboa, Dakar, Río de Janeiro, San Pablo, Curumbá, Santa Cruz de La Sierra, La Paz y Cochabamba. En Tarija contacté a (Jorge Ricardo) Masetti, a quien conocía de La Habana. El y Hermes eran los únicos que sabían quién era yo. Aunque fui segundo jefe y jefe de la escolta, me incorporé al EGP (Ejército Guerrillero del Pueblo) como aspirante a combatiente. Mi misión era esperar al Che en Bolivia. El venía en el ’63 para pasar a Argentina.–¿Cree que hubo un exceso de confianza en el desembarco del EGP en Salta?–Cometimos el error de mantenernos siempre en una zona. Eso le permitió a la Gendarmería detectarnos y prácticamente aniquilarnos. Reconocíamos el terreno y hacíamos cuevas para guardar alimentos. Sabíamos que una vez que comenzáramos a operar, íbamos a tener que andar escondiéndonos y huyendo hasta que pudiéramos dominar un territorio libre, para conectarnos con la retaguardia.–Pero fueron detenidos sin poder afianzarse del todo en una zona determinada.–Esperábamos a un grupo de compañeros cuando Henry Lerner me dice: “Vamos a La Toma”. Enrique Bollini manejaba el rastrojero. Al salir de unos árboles, en el camino chocamos con una patrulla que iba de civil. “Me jodí”, pensé. Querían saber dónde estaban los demás. Les explicamos que andábamos solos, cazando. El río estaba crecido. “Nos van a fusilar”, le dije a Henry. Nos ordenaron que nos sentáramos. Cuando observé que nos iban a montar en los camiones, le pedí a Henry una dirección en Córdoba que no comprometiera a nadie. “Sol de Mayo 125”, susurró. Nunca lo anoté. Eso fue el 4 de marzo de 1964, sobre las seis y media de la tarde.–¿Sólo con esa dirección justificó su presencia en Argentina?–Cada vez que me daban una paliza, daba una nacionalidad distinta. Primero era español, después mexicano, hasta que dije que era peruano. Les di la dirección de Córdoba, donde funcionaba un albergue de estudiantes universitarios. Con el nombre que di Interpol confirmó la existencia de Raúl Moisés Dávila Sueyro.–En el penal de Villa Las Rosas, usted protagonizó una huelga de hambre porque fue encarcelado sin haber sido acusado de ningún delito.–El fiscal Alberto Velarde no quería acusarnos y le metimos una huelga de hambre de ocho días. (Arturo Humberto) Illia estaba de presidente. La prensa comenzaba a hablar de los guerrilleros en huelga de hambre. Hasta que Velarde nos acusó. El general (Julio Argentino) Alsogaray nos entrevistó y nos dijo: “Ustedes se salvaron porque el jefe del Regimiento los presentó ante la prensa”. Al llegar a Orán, el jefe del Regimiento llamó a los periodistas. Fotografiaron a (Oscar) del Hoyo, a Fernando (Alvarez), que acaba de incorporarse, a dos “pungas” que nos infiltraron, y a mí. Uno de los prisioneros era Federico Frontini, hijo de un abogado y periodista de Buenos Aires. Henry Lerner era hijo de un comerciante de Cosquín. Uno de los muchachos infiltrados dijo: “Les presento al primer cubano”. “Yo no soy cubano, soy latinoamericano”, me salió.–Habrá pensado que había llegado al final.–En los interrogatorios me enseñaron una foto de Fidel, me preguntaron si lo conocía. Dije que no. Después me enseñaron una foto del Che. “No lo conozco, sé que es el Che Guevara pero nunca lo he visto.” Así me mantuve siempre. Hubiera sido un buen boxeador. Mira que me pegaban y no me tiraban al piso. Salí fortalecido porque a golpes no hablo. Me podrían haber ofrecido dinero para que los traicionara pero no tengo precio. Son momentos en los que se prueban las bases de los principios; te das cuenta de que eres capaz de morir por una idea.–¿Cuándo supo que Hermes Peña había muerto?–Me dan una paliza grande. Al amanecer me llevan ante su cadáver y me obligan a meterlo en el cajón. Tenía el brazo izquierdo completamente partido. Cuando lo levanté estaba rígido. Su cuerpo estaba acribillado a balazos pero no se veían las heridas por la ropa que llevaba puesta. Cuando leí la noticia sobre el asesinato del Che en El Tribuno de Salta, no lo podía creer.–Con motivo de su muerte se publicaron fotos de la boda del Che donde usted estaba.–Un preso salteño me reconoció en una foto donde estaba con barba y uniforme: “Este sos vos”, dijo. Yo estaba cagado. “Si fuera ese tipo, el alcalde tendría que pedirme audiencia”, contesté. Al tipo le decían “el Indio”; se calló la boca. Lo recordé en la entrevista que me hicieron en Salta (N. d. R: durante el rodaje de Alberto Castellanos, la vanguardia del Che en Orán). Si está vivo, sabe que lo estoy mentando y reconociendo que no me delató.–Finalmente, lo liberaron el 14 de diciembre de 1968.–Salí en libertad condicional a las dos de la tarde. Me llevaron a la policía, a Inmigración. Querían deportarme a Perú. Como no tenía documentos, mis abogados lograron un permiso para presentarme al día siguiente. El abogado Farat Salim organizó un “motivito” allí y salimos con el doctor Gustavo Roca y el doctor Horacio Lonati. Llegamos a Córdoba al amanecer. Al día siguiente ya estaba en manos del Partido Comunista Argentino. Con una cámara fotográfica que habíamos logrado meter en la cárcel me sacaron una foto y me hicieron la cartilla de colimba. Salí con ese documento para Buenos Aires el 17 de diciembre, escoltado por un agente del PC. Antes de llegar a la Terminal de Buenos Aires nos bajamos. Fuimos a una cafetería, el agente llamó por teléfono, vino un auto con un chofer y una muchacha y me llevaron a otro lugar. Volvieron a llamar, vino otro auto con otro chofer y otra muchacha y me metieron en una casa de familia. El 24 de diciembre del ’68 cruzamos el Río de la Plata.–...Y su familia se enteró de la misión en Argentina diez años después.–Una de mis hijas había empezado a estudiar ruso en los Camilitos. Un día me dice: “Papi, ¿cómo se dice ‘jugar’ en ruso?”. Le dije que no sabía ruso. “¡Papi, mira que eres bruto! ¡Cinco años en la Unión Soviética y no sabes hablar ruso!”, respondió. Aquello me hirió tanto... Entonces senté a las mellizas y a la madre. Les dije que no podían contar nada de lo que iba a decirles porque, hasta que no lo dijeran oficialmente, era secreto. Terminada la historia sobre Argentina salimos llorando los cuatro.–Hay quienes señalan que haber llevado la guerrilla a Salta fue, al menos, una utopía del Che.–¡Ninguna utopía! Estábamos creando las condiciones para cuando él llegara. Teníamos órdenes de tratar de no combatir, explorar el terreno y no incorporar a ningún campesino mientras no estuviéramos combatiendo. Si el Che hubiera llegado a Argentina, o nos mataban a todos o terminábamos haciendo una gran revolución aquí. El tenía una gran confianza en la juventud. Ustedes estaban muy politizados y lo hubieran seguido sin dudar.–¿Cuáles fueron sus sensaciones durante este regreso a Argentina?–Sentí una emoción muy grande. Conocía Argentina por dentro pero no por fuera. Fui a la Quebrada (de Humahuaca) en Jujuy y a Chaco. Conocí el Paraná. La ciudad de Salta y la de Jujuy se parecen a Las Tunas, donde nací. La Habana se parece a Buenos Aires, con su bullicio y su gente en las calles. Los caribeños y los sudamericanos tenemos características similares, no somos europeos. Regresé a la cárcel y recordé cómo era la celda, la comida. En Orán me acordé cuando pasé por el río Bermejo, con el agua hasta la cintura y el fusil en la mano. Me emocioné en la selva cuando entramos por un terraplén hacia un sitio boscoso parecido al lugar donde había estado. ¡Figúrate, a tantos años! La otra vez había llegado como guerrillero, escondido. Ahora llego filmando, como artista.
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