La mayoría de los hombres no alimentamos ilusiones desmesuradas, apenas las suficientes para mantener limpia la camisa de la dignidad, unas gotas de autoestima y un moderado, también inconfesado, amor al prójimo. Por eso el crimen imperdonable, imprescriptible por excelencia debería ser el saqueo de nuestras esperanzas. Y ese delito se ha perpetrado y se continúa perpetrando minuto a minuto en las vidas de los argentinos. Así lo revela al menos una encuesta hecha sobre 2.500 hogares, en nueve centros urbanos del país, por el Observatorio de la Deuda Social Argentina, dependiente del Departamento de Investigaciones de la U.C.A. El estudio dice que en ocho de cada diez hogares de nivel económico bajo o muy bajo sus integrantes ni siquiera se permiten pensar en proyectos a futuro. Alguien podrá sostener que, en rigurosa verdad, el futuro no existe y el pasado ya nos ha dejado, por lo tanto sólo nos quedaría el presente implacable. Pero el presente sin el minuto, el día, la semana y el mes que lo siguen es lo más parecido a la muerte que podamos imaginar. Esta ausencia de mañana no se da sólo, ni siquiera principalmente en la Autónoma ciudad de Buenos Aires, que como decía el Leopoldo Marechal tiene el vuelo metafísico de una gallina, sino que se hunde como una daga en el vientre del país interior. Es en las provincias donde la incertidumbre sobre los proyectos personales a largo plazo se expandió aún más que la pandemia. Dice el informe de la U.C.A. que mientras en los dos estratos más altos (medio bajo y medio alto) el incremento de la desesperanza rondaba en promedio el 50%, en los sectores más postergados de la sociedad la variación interanual superaba en promedio el 110%. Esta idea de no poder pensar más allá del día, es decir la incertidumbre, o la certeza, de no poder imaginarse la mañana siguiente alcanza casi al 50% de la población del país. Pero además, hay otro dato: Cuatro de cada seis argentinos cuando se los consulta dicen no saber a dónde ir. Si de cada seis de nosotros cuatro no sabemos hacia dónde vamos, eso significa que estamos perdidos. No irremediablemente, pero nos guste o no, hemos dejado que se nos escapara el rumbo. En general, dice el informe publicado por La Nación, en las poblaciones donde más cuesta encontrar un camino para poder mejorar las condiciones de vida o que viven en crisis cíclicas es donde más se instalan las ideas de que existe poca o ninguna posibilidad de evitar que factores externos "gobiernen" las propias acciones. Dice Ana María Brenla, responsable del área de investigación de la UCA, que a los humanos los pone mal el hecho de no poder controlar sus propias vidas. Los descreídos todavía sienten en sus manos la ausencia de algo que nunca podrán recuperar. Sus herederos ni siquiera pueden aferrarse a esa carencia; no sólo no llegan a pensar en mañana, se les hace imposible creer que alguien alguna vez les haya imaginado este presente.
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