Hace seis años, Claudio Zeiger escribió en Radar que él no es de esos que no pueden ver Tinelli. Y es que hay, en efecto, una sensibilidad especial, hiperdesarrollada en círculos serios, que huye de Tinelli como de la peste. Yo, como Zeiger, puedo ver Tinelli. Aunque sea sexista y ramplón, repetitivo hasta el hartazgo, desde luego homofóbico, y siempre vuele bajo. Pero no lo neguemos: todos somos un poco Tinelli y Tinelli –como sucede con los gordos en los buffet libres– sabe sacar lo peor de nosotros: Tinelli nos invita a reírnos sin culpa del tonto, del goma, del que cae en la broma pesada, del que tropieza, del que no encuentra las palabras (un ejemplo entre miles: cuando Matías Alé apareció con su nueva y pulposa novia, el coro gritaba desde el off, para que escuchara Graciela Alfano, “¡Cambiaste de modelo, te compraste un 0 kilómetro!”). La novedad es que ahora, rompiendo una larga tradición, Tinelli ha adoptado una posición política: si la política lleva años tinellizándose, ¿se politiza Tinelli? Aunque diga barbaridades, no está de más preguntarse por qué.
“Gran Cuñado”
Tinelli es una creación estrictamente argentina, pero la tinellización de la política –es decir, la difuminación de las fronteras entre política y espectáculo o la adopción por parte de la primera de los códigos y los tics del segundo– no es un invento local: el escritor mexicano Carlos Fuentes acuñó el término “pipolización” (derivado de la revista americana People, modelo de publicaciones estilo Caras o Gente) para referirse a la farandulización de la política. En Argentina, Luis Alberto Quevedo suele recordar a Raúl Alfonsín como el primer presidente que no sólo lanzó una campaña electoral profesional en base a la idea de marca (el óvalo RA), sino también el primero en asistir a programas de televisión no periodísticos. Pero quien dio el gran salto fue Carlos Menem, cuya voluntad rupturista se expresó en muchas cosas, en general negativas, pero también en un desparpajo transgresor en muchos aspectos, no todos malos: primer presidente divorciado, por ejemplo. En todo caso, la de los ‘90 fue la década crucial. Con el lanzamiento a la arena electoral de celebrities mediáticas –de Palito Ortega y Carlos Reutemann a Graciela Fernández Meijide y Aníbal Ibarra–, la línea divisoria política-espectáculo, o política-sociedad civil, terminó de borrarse. Pero no sólo la política, la Argentina en general se tinellizaba. En este contexto, no debería llamar la atención que uno de los ejes de la última campaña electoral haya sido el Gran Cuñado. Más allá de la (exagerada y en todo caso incomprobable) discusión acerca de los efectos electorales del sketch, lo central es que la amplia participación de dirigentes en el show confirmó la complicidad de la clase política con esta tendencia profunda. Néstor Kirchner, que ya había llevado al extremo su amistad con Tinelli invitando a la Casa Rosada al brillante imitador de De la Rúa, concedió una aparición telefónica antes del cierre de la campaña. Pero también Francisco de Narváez brilló con aquello de “Alica, Alicate”. Y para no cargar las tintas sobre Marcelo, digamos que Scioli se expone rutinariamente al maltrato de Mirtha, que los políticos cantan tangos en lo de Susana, que Solá bromea con los noteros de CQC...
Lo que llama la atención, en todo caso, es que dirigentes muy representativos, que han obtenido millones de votos, en algunos casos revalidados electoralmente más de una vez, acepten jugar bajo las reglas de la televisión, legitimando con su presencia y sus chistes forzados la posición de las celebrities sin reparar en el efecto despolitizador que se genera (de entre los grandes líderes nacionales, sólo dos –Cristina Kirchner y Elisa Carrió– han evitado caer en la trampa).
La politización de Marcelo
Pero la gran novedad de estos días es la toma de posición de Tinelli. Su respuesta a las críticas de Cristina –que cuestionó la exhibición de la pobreza en televisión y a quienes se compaceden de los pobres sueltos pero los rechazan cuando están organizados– fue el primer paso de una secuencia de discursos. Siguió el reclamo de justicia, la mención a los derechos humanos, las críticas a Luis D’Elía, la inseguridad.
Hasta aquel momento, Tinelli, aunque tenía, por supuesto, sus simpatías, había evitado astutamente jugarse de lleno, logrando mantenerse siempre al margen de la disputa política cotidiana. Ahora, en cambio, recoge el guante de la antipolítica y lo lanza contra el oficialismo.
Como señalamos en otra oportunidad, la antipolítica es una tendencia mundial que en la Argentina tiene profundas y pluriideológicas raíces: hay una antipolítica originaria de izquierda, inspirada en las corrientes inmigratorias del siglo pasado, sobre todo anarquistas, que portaban un rechazo genético a la autoridad debido a las experiencias autoritarias en sus países de origen (Italia, España, Polonia); hay una antipolítica católico-integrista, según la cual la religión debería guiar y orientar a la política; hay, aunque a los peronistas no les guste, una antipolítica populista, de afán movimientista y negación del otro (usualmente la oligarquía); y hay finalmente una antipolítica noventista, liberal-tecnocrática, de administración y gestión de las cosas y negación del conflicto bajo la ilusión de la racionalidad técnica. Todo esto potenciado, en la Argentina, por el silogismo que Moisés Naím inventó para Venezuela pero que se aplica perfectamente a la realidad local: “Argentina es un país rico, yo soy pobre, luego alguien se robó mi dinero”.
Pero lo interesante es que la antipolítica es, a esta altura, parte constitutiva de la clase política, y no sólo un recurso fácil de los conductores televisivos. La complicidad de los políticos con Mirta o Tinelli, aunque comprensible en términos electorales, genera un efecto pernicioso para el conjunto, al que degrada como un todo. Y aunque sería absurdo sobreinterpretar las declaraciones de Tinelli como parte de un plan premeditado para destruir al Gobierno, y mucho menos como el origen de una futura candidatura (el creador del Dinosaurio Bernardo parece demasiado inteligente para eso), cabe preguntarse por qué decidió hablar.
En las mesas de novedades
Aunque se venía cocinando desde el comienzo, en los últimos dos o tres años el clima anti–K se ha ido afianzando hasta alcanzar el punto caramelo durante el conflicto por el campo. Tras su derrota en las elecciones de junio, el Gobierno ha conseguido una serie de triunfos políticos inesperados –la ley de medios es el más notable– que le permitieron consolidar su (minoritaria) base de apoyo, solidificarla, aunque al costo de afianzar un núcleo de rechazo no menos intenso, tal como suele suceder en contextos políticos polarizados (minorías intensas en uno y otro extremo y un centro que se manifiesta cada vez más cansado del conflicto y clama por consenso y serenidad: Julio Cobos como paradigma).
La existencia de este sector anti-K es fácilmente comprobable, por ejemplo recorriendo las librerías. Como se sabe, desde hace ya varios años que la industria editorial, al menos en su vertiente más comercial, ha ingresado de lleno a los mercados del capitalismo, con los libros convertidos en vehículos para el consumo de masas y los autores en estrellas mediáticas. Las grandes editoriales, dominadas por holdings globalizados, integrados plenamente a los circuitos de la industria del entretenimiento y dependientes de casas matrices situadas en el Primer Mundo, son verdaderas industrias masivas, muy atentas a los climas del mercado y capaces de detectar, por supuesto antes que los sociólogos, los humores de la sociedad.
Ultimamente apuestan a los libros anti-kirchneristas, presuntos desnudadores de los secretos del régimen: El poskirchnernismo, de Mariano Grondona; La política de la desmesura, de Joaquín Morales Solá; El Dueño, de Luis Majul, o Patria o Medios, de Edi Zunino, entre tantos otros.
Y como Tinelli no es un creador sino un interpretador de tendencias sociales, se limita a surfear sobre una ola anti–K construida previamente. Pero, ¿por qué eligió la inseguridad –y no las relaciones exteriores o la inflación– como eje de su discurso? Gabriel Kessler, el investigador que con más inteligencia ha trabajado el tema, explicó en marzo a Página/12 que, como la inseguridad puede tocarle a cualquiera, todos se sienten habilitados a plantear soluciones (el caso de Juan Carlos Blumberg, de víctima convertido en especialista, es el más conocido, pero el ejemplo se repite entre los miles de vecinos entrevistados diariamente por los movileros: “Acá lo que hay que hacer...”). Con la inseguridad pasa como con la inflación en los ’80 (todos tenían una respuesta) o con el fútbol en los mundiales (cualquiera puede ser director técnico). Lo nuevo –agrega Kessler– es la idea de que nadie está haciendo nada, peligrosa en la medida en que alimenta una sensación de falta de control que puede derivar en respuestas equivocadas.
La inseguridad como problema
La cuestión es cómo asumir políticamente el problema de la inseguridad desde un enfoque progresista. El Gobierno ha sido renuente a hacerlo por una serie de motivos. En primer lugar, como resultado del diagnóstico simplista de considerar a la inseguridad como un subproducto automático de la desigualdad, de lo que se deriva –como señala el investigador brasileño Marcos Rolim en La seguridad como desafío moderno a los derechos humanos– la inmovilizadora tesis de que hasta que no se acabe la segunda no tiene sentido ocuparse de la primera. A ello se agregan otros factores, como el natural rechazo de las corrientes progresistas a utilizar la represión legítima debido a la alergia que le produce el contacto con un policía o un gendarme a cualquiera que haya sufrido la acción de la dictadura, lo que ha generado una notable falta de capacidad de gestión sobre el tema (con excepciones contadísimas, como Marcelo Saín). Finalmente, está el argumento de que la impunidad de los crímenes de la dictadura y la falta de castigo de los delitos de guante blanco, sobre todo la corrupción, alimentan la inseguridad. Y si por un lado es posible que la falta de justicia haya generado un contexto social afín al delito, la interpretación parece un poco forzada: en otras palabras, no parece fácil encontrar una correlación directa entre la sanción de las leyes de obediencia debida y punto final y la industria de los secuestros, o entre los indultos y los desarmaderos de autos o entre Antonini Wilson y los arrebatos en el subte (si fuera así, la recuperación de la ESMA debería haber generado una baja automática de los índices de homicidios).
Ninguno de estos argumentos es suficiente. Desde luego, la inseguridad es un fenómeno estructural, comprobable en otras latitudes, vinculado con la desestructuración social de los ’90, el desmantelamiento del modelo de bienestar y la individualización y despersonalización de las relaciones sociales. Está, como señala el sociólogo Marco Aurelio Nogueira, en la base de la “sociedad del riesgo”, en la que todo –el empleo, el vínculo matrimonial, la propia vida– se encuentra en estado de amenaza permanente. Pero que esto sea así no implica que el Gobierno deba resginarse a ceder el tema al populismo penal de derecha. La modificación de las contravenciones propuesta por Daniel Scioli es una peligrosa señal de lo que puede venir.
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