Por Miguel A. Semán
Sábado 31 de octubre de 2009. Tarde tormentosa. Esquina de Yerbal y Bolivia, cerca de la estación de Flores. Gonzalo Jesús Torres de doce años cae en la calle apuñalado. Para la investigación policial su madre, 38 años, adicta al paco, es la asesina. El móvil: el pibe, que pedía limosna en la estación de Flores, recaudaba poco. La mujer apareció cuando lo estaban atendiendo y dijo que de lejos ella vio a un hombre que atacó a su hijo con un cuchillo y escapó. Los testigos recordaron después que esa tarde hubo una pelea entre dos personas y una de ellas llevaba una campera de lluvia y capucha. Para “los investigadores” el encapuchado no era el hombre que huyó sino la madre de Gonzalo. Nadie buscó al supuesto agresor porque nadie creyó nunca en la versión de la mujer. Todos coincidieron en señalarla como la autora del homicidio porque la habían visto enojarse con Gonzalo y sus hermanos cuando traían poca plata. Otra evidencia en su contra: después de la muerte del chico la mujer desapareció varios días, hasta que al fin la encontraron en una sala de Moreno donde estaba internada por intoxicación con paco. Quizás sea ésa la verdad y la mujer desquiciada haya matado a su hijo, como dicen las crónicas, en un acto de crueldad gratuita, mezquina y solitaria. O tal vez no haya sido ella sino otros los que los mataron a los dos, esos otros a los que nunca buscamos y que siempre andan lejos de la escena de sus crímenes. Ahora la mujer está presa. Seguramente volverá a contar una y otra vez la historia del hombre que apuñaló a su hijo porque pedía limosna y escapó entre la gente. La contará cuantas veces se lo pidan y aunque no se lo pidan y nadie la escuche volverá a contarla, y cada vez que lo haga creerá un poco más en ella. Porque ésa es su historia y en todas las historias de pibes que mueren en la calle siempre, tarde o temprano, hay un hombre que huye.
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