El inevitable tema de la inseguridad elevó la discusión en dos ejes: la "sensación" y la policía. Los climas mediáticos se instalan mientras que las investigaciones serias concluyen que la fuerza de seguridad, lejos de ser la solución, es una parte indispensable del problema.
Entre los innumerables argumentos repartidos en las últimas semanas sobre el inevitable tema de la inseguridad, hay dos sobre los que valdría detenerse: uno, el de la “sensación”; el otro, el de la policía –aunque, en realidad, éste no es un argumento usual, y por eso quiero discutirlo con más énfasis–. Sensaciones: un periodista de nota afirmaba en estos días que la inseguridad aparecía como principal preocupación de “la gente”, lo que se volvía un argumento irrefutable a la hora de convertirlo en primerísima prioridad. Permítanme disentir: empleo, pobreza, educación y salud deben seguir estando primero, opine lo que opine esa ilusión llamada “la gente”. Allí tienen razón los que sostienen que se trata de climas mediáticos, alimentados por alguna prensa: por un lado, porque los medios siguen ordenados por lógicas sensacionalistas (incluso la prensa “seria”) que privilegian el crimen por sobre cualquier otra temática; por otro, porque les viene espléndido para pegarle al kirchnerismo, al que no se le ha caído una sola idea al respecto en seis años. La opinión pública se rige por criterios poco científicos: aunque la tasa de homicidios sea más baja que en la mayoría de América Latina, “salís a la calle y te matan”, afirmación que a fuerza de ser repetida se vuelve verdad indubitable –al igual que, entre tantas otras, “los negros no quieren trabajar”, “se reproducen como conejos” o “la culpa es de la droga y el alcohol”–. Reclamarles seriedad y precisión a los deudos de las víctimas es ridículo; pedírsela a vecinos indignados, una ilusión.
Exigírsela a los medios, a los opinadores de toda laya y, especialmente, a la clase política, en cambio, es una obligación: las voces públicas, incluidos gobernantes y opositores, no pueden regirse por el principio del “me parece” transformado en ley universal. Canas: especialmente, porque hay una enorme producción en el campo de la sociología, la antropología y los estudios de medios dedicada al tema. Las investigaciones sobre violencia y seguridad son innumerables, y señalan la existencia de una gran cantidad de equipos en todo el país concentrados en entender la situación desde criterios más exactos que los de Eduardo Feinmann, De Narváez o Stornelli. Además de proponer relaciones entre situación social y delito bastante más sofisticadas que la ecuación “pobreza es igual a choreo”, esas investigaciones se han detenido largamente en el rol de las policías en la cuestión. En general, todos concluyen que la policía, lejos de ser la solución, es una parte indispensable del problema. Basta leer, para ser escueto, los trabajos dirigidos por Juan Pegoraro o Sofía Tiscornia o la producción del CELS. No hace mucho, un colega afirmaba que explicarle a la población que sus policías son las administradoras del delito causaría un pánico social. Y, sin embargo, es hora de comenzar a asumirlo. Pongamos apenas el foco sobre tres casos de la última semana. Primero, el crimen de Wilde, al que los propios vecinos vincularon con los desarmaderos de autos y que los niños y niñas de los jardines de infantes saben que está estrechamente organizado por la complicidad (no pasiva) policial, además de que colabora en el financiamiento de las fortunas de algún comisario o de algún puntero del conurbano (según lo dijo Marcelo Saín cuando era funcionario de Seguridad de la provincia: mi fuente no es la IV Internacional). Segundo, el escándalo macrista, que insiste en inventar una policía que ya está inventada, y para eso no se le ocurre mejor cosa que hacerlo con los mismos inútiles que ya fracasaron una vez. En realidad, “fracasaron” es fuerte e inexacto: son exitosos en sus funciones reales, consistentes en administrar el delito, inventarles causas a pobres y espiar opositores o familiares para hacer uso del chantaje. Pero mi tercer caso es más urgente, más concluyente y más desolador. El sábado pasado, en las inmediaciones del estadio de Vélez, un chico fue puesto al borde de la muerte, más que aparentemente, por la represión policial.
Todo indica –no hay indicios contradictorios– que la Federal lo apaleó y lo dejó tirado –seguramente, porque no tenía un Riachuelo a mano para hacerlo nadar–. Se alegó la necesidad de reprimir desórdenes causados por miles de fieritas descontrolados, en aplicación de la doctrina de Susana Giménez. El caso da más tela para cortar, y tiene que ver con muchas de mis obsesiones: el rock, el aguante, el descontrol y hasta la barra de Vélez. Pero lo incontrastable es que la Federal puso a otro chico al borde de la muerte y no hay responsables; que ese pibe casi muerto no tiene la prensa de Fernando Cáceres, y que eso ocurre porque esta sociedad –y estos medios– participan de la idea de que es mejor matarlos de chiquitos. Las policías cumplen allí una función, al fin, socialmente pertinente: cumplir con los deseos ocultos de tanto opinador y tanto vecino indignado.
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