Ariel Gustavo Kestens es el argentino de mayor rango en la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y la Media Luna Roja. El 31 de diciembre de 2009, trece días antes del terremoto que devastó a Haití, dejó su oficina como director de la Unidad Panamericana de Respuesta a los Desastres (Padru, por sus siglas en inglés) en Panamá, para trabajar en la sede central del Cicr, en Ginebra, la capital de Suiza.
Por Exequiel Siddig
Cuenta que en Puerto Príncipe vio zumbar la muerte como una mosca alrededor de las cabezas de hombres y mujeres que parecían sonámbulos a la deriva. Inmediatamente después, tuvo que trasladarse a Chile para convertirse en el coordinador ejecutivo por el tsunami que aplastó la costa del Pacífico sur en febrero de 2010. Kestens es una de esas personas que no se puede permitir el desgarro in situ. De él, y de otros pocos, depende que la ayuda humanitaria llegue a destino.Kestens ahora se ocupa de rediseñar la dinámica organizativa al interior de la Federación y de cada una de las 186 sociedades nacionales. Es director de Formación y Desarrollo Institucional. Surfea la ola de la metamorfosis de una organización cuyos ejes en ayuda humanitaria pasan hoy por la urbanización de los desastres, la desnutrición y el hambre, y la violencia urbana.A comienzos de 2002, cuando el incendio neoliberal arreciaba la Argentina, Kestens fue nombrado director ejecutivo de la Cruz Roja Argentina. Dice que esa crisis inauguró un nuevo rumbo de la institución en el país: hasta el momento, una debacle socioeconómica no figuraba dentro de las definiciones de la ayuda humanitaria. “Fue una oportunidad para construir una Cruz Roja más fuerte y una relación más cercana con la gente. Pasar de la ‘respuesta al desastre’ al desarrollo de las comunidades desde adentro”, explica.De paso por Santa Fe, su ciudad natal, donde vino a pasar las fiestas, habló con Miradas al Sur de su larga trayectoria en el organismo creado por el suizo Henri Dunant, testigo del tendal de tullidos y moribundos que había dejado en 1859 la Batalla de Solferino en el Reino del Piamonte.–¿Cómo entró a la Cruz Roja?–Nadie me cree, pero fue así: había una vecina que me gustaba mucho y que se había anotado para comenzar un curso de primeros auxilios. Yo tenía 14 años y no sabía que emprendería la típica carrera de un voluntario. En1990, empecé trabajando en desarrollo comunitario con once comunidades de la periferia de Santa Fe, como el barrio La Loma. En el año 1997, luego de trabajar en Buenos Aires, hice una pasantía en las oficinas de Ginebra. Cuando en junio de 2000 volvía para terminar mi carrera universitaria, ocurrió el terremoto de Arequipa, en Perú, así que prácticamente me desviaron el vuelo. En Perú terminé poniéndome a cargo de toda la operación de rehabilitación y reconstrucción. En diciembre de 2001 volví a la Argentina y en julio del año siguiente fui nombrado director ejecutivo. Tenía 29 años. Fui el más joven que el Cicr tuvo en el mundo; hasta 2006 en que asumió un compañero en Kazajstán de 26.–¿Cómo se operativizó el cambio de la Cruz Roja Argentina en 2002?–Por ejemplo, en vez de llevar todos los meses una bolsa con alimentos a los necesitados, pasamos a hacer un programa de identificación de las personas que tenían un estado de desnutrición en algunas ciudades del Norte. De hecho, hicimos un informe que publicó La Nación. En el Tigre, trabajamos con comunidades isleñas para tener mejor acceso a la salud y a la nutrición. Otro programa que desarrollamos fue con José María Di Bello; era sobre VIH-Sida con personas privadas de la libertad. Trabajamos desde cómo ponerse un preservativo hasta la problemática de la discriminación. Eso conllevó una reestructuración de la Cruz Roja Argentina. Siempre basados en los tres principios fundamentales del organismo: humanidad, neutralidad e independencia. El principio de independencia marca claramente que la Cruz Roja es auxiliar de los poderes públicos, pero no reporta a ellos.–De hecho, tienen una política muy estricta respecto de las donaciones. ¿Cómo fue en el caso de Haití?–En Haití llegamos a uno de los récords mundiales: 1.000 millones de dólares. De hecho, movilizamos la mayor cantidad de Unidades de Respuesta a Emergencias (ERUs por sus siglas en inglés), que fueron 21. Las ERUs son unidades que se componen por aparatos y personas y que están listas para ser usadas en todo el mundo. Cada una de ellas responde a una necesidad específica. Por ejemplo, una planta potabilizadora capaz de procesar 40 mil litros de agua por día. Por lo general, están en los países que tienen la capacidad de mantener stand by ese equipamiento, que es muy caro. Una planta de esas puede costar un millón y medio de euros. A Haití llevamos varias: la primera llegó a los dos días y la última llegó antes de cumplirse el mes. Otras ERUs pueden ser hospitales, equipo de comunicaciones de alta complejidad y un campamento-base completo.–¿Cómo se define un “desastre”?–Un desastre se da cuando se supera la capacidad de respuestas del país donde ocurre. Las tendencias que más están afectando al mundo son: la urbanización de los desastres –por la cantidad de gente que se trasladó a las urbes desde el campo–, la violencia urbana –desde el narcotráfico a la violencia intrafamiliar–, la desnutrición y el hambre. Evidentemente, todos son problemas políticos.–Usted estuvo luego en Chile. ¿Qué lo diferenció en el impacto del desastre natural ocurrido en Haití?–Chile fue la contratara de Haití, casi no se lo podría comparar. El número de muertes en Chile fue ínfimo en relación a lo que podría haber sucedido. Ayudó que ocurriera de noche. Pero lo que marcó la diferencia del número de muertes fueron los años en que Chile se estuvieron haciendo programas de gestión e identificación de los riesgos. No olvidemos que Chile había tenido un terremoto en 1960. Las lecciones de aquello impactaron en la construcción de las nuevas casas. Eso, en 2010, se veía en las ciudades que habían padecido el sismo anterior: las casas que se habían caído en el terremoto de Valdivia, no se cayeron en el actual, porque las rehicieron según las nuevas reglas técnicas. Entonces, uno veía una cuadra de quince casas, con sólo dos caídas: eran las que no se habían caído cincuenta años antes. Mientras que en el llamamiento para Haití se recaudaron 1.000 millones de dólares, para Chile sólo se reunieron 21 millones.–Por un lado, están los enfrentamientos a muerte de la Primavera Árabe. Por el otro, está la crisis de la Europa meridional. Estos contextos, ¿modificaron el espectro de la ayuda humanitaria de la Cruz Roja?–Desde ya. Primero, la crisis mundial impacta en las donaciones y por lo tanto la Cruz Roja trabaja para mejorar la rendición de cuentas, que también se hace con los beneficiarios. Lo que trae a colación el segundo cambio, que es el uso masivo de las redes sociales para comunicarnos con ellos. Por ejemplo, en Haití se usa el celular para pasar mensajes de texto relacionados a la seguridad de las zonas.–¿Qué fue lo más sobrecogedor que vivió en una misión?–Lo pequeño… Haití llegó en una circunstancia muy particular para mí. Hacía pocos días que había pasado de ser jefe del Padru (con lo que hubiese estado encargado de la coordinación de la respuesta al desastre) a ocupar una de las tres gerencias superiores del continente, Jefe de Servicios de Apoyo. Eso significaba que estaba a cargo de organizar todo lo que el equipo de la Cruz Roja necesitara para funcionar. Desde la seguridad a la planificación y las comunicaciones. Ahora, en Haití, una de las cosas que me sobrecogió fue en Puerto Príncipe, cuando salí a hacer el primer reconocimiento. Allí me di cuenta –más allá de las imágenes que había visto en televisión– de lo impotente que uno es como ser humano frente a esa clase de desastres naturales. Es como si mañana te levantaras y Buenos Aires se hubiera convertido en escombros. A los 15 días de haber pasado el terremoto, me impresionó ver a muchísima gente caminando con la mirada hacia la nada, como si estuvieran totalmente desconectados de lo que pasaba a su alrededor.
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