sábado, 18 de febrero de 2012

LA FERIA DE LAS HUMILDADES


Anticipo: Sangre Salada, de Sebastián Hacher. Ilusiones, desencantos, poder, corrupción, traiciones, trabajos, alegrías y sinrazones en las crónicas que dan cuenta del mayor centro de venta informal de América latina. Un recorrido por las dos caras de la sociedad argentina.
Su nombre era Raúl Sepúlveda y vivía en Ingeniero Budge, a pocos metros de Camino de Cintura.Cuatro años antes, investigando la extraña muerte de un ladrón del barrio, había llegado hasta su casa por recomendación de un abogado. Raúl era el padre de dos adolescentes asesinados por la policía, con una diferencia de tres años. Uno de ellos había sido baleado mientras estaba indefenso.–Estoy en la feria hace quince años –dijo Raúl–. Empecé vendiendo tortillas asadas y acá me ve, dueño de todo esto.El perímetro de su dominio era enorme, quizás el más grande de toda La Ribera, y estaba marcado con postes de quebracho y faroles de mercurio. Los había puesto él mismo. (…)Los autos llegaban por decenas, y era imposible mantener una conversación. Quedamos en encontrarnos una semana más tarde de mañana, que es cuando la feria comienza a apagarse y ya no hay tantos vehículos para cuidar.El miércoles siguiente lo busqué en el mismo lugar, pero Raúl no apareció. En su taller estaba Yoni, su hijo. Era tan grandote como él y tenía una lágrima tatuada debajo del ojo izquierdo.–Mi papá tuvo un accidente –dijo.Le pedí detalles.–Un accidente laboral –precisó–. Cosas que pasan en los barrios, amigo.La lágrima negra en su mejilla era un imán: no podía dejar de mirarla.–Así son las cosas acá, amigo –dijo después–. Hace veinticuatro horas que estoy trabajando, y hasta que no se vaya el último auto no me puedo ir.Yoni estaba sentado sobre una piedra, al lado de un bracero y acompañado por un adolescente esmirriado. El humo se le había impregnado en el cuerpo hacía rato. No sólo era el humo de su fogata, sino el de los cientos de autos que estacionaba por feria, y el de los efluvios del Riachuelo.–Estábamos por desayunar, amigo. Sentate por acá –invitó.El pibe que estaba al lado suyo se levantó y fue hasta el trailer. Al rato volvió con una botella de Legui y vasos descartables. Me sirvió sin preguntar: no parecía útil explicar que dejé el alcohol de forma radical. Fui tomando de a sorbos. Era un licor dulzón y algo azucarado que me produjo acidez y muchos recuerdos.–Una marinera –ordenó Yoni un rato más tarde.El pibe se volvió a parar. Está vez Yoni sacó un fajo de billetes de un bolsillo y le extendió tres de diez pesos. El otro se alejó hasta un puesto de comidas y al rato volvió con tres paquetes: eran sándwiches de milanesas marinadas y fritas. Comimos y hablamos de generalidades: Yoni había aprendido de su padre los rudimentos de un pensamiento político, que en el suyo se mezclaba con el resentimiento.–Una vez –contó– con mi viejo trabajamos haciendo canchas de tenis. Y los tipos que jugaban me decían “alcanzame la pelota, gordito”. Me daban ganas de acogotarlos como a un pollo. De chico pasé mucho sufrimiento. A mí no me gusta pasar hambre, amigo.Me quería convencer de que era pobre. Era extraño: había facturado en esas 24 horas lo mismo que yo en dos meses. Le dejé saludos para Raúl y me despedí. Esa noche tuve un ataque al hígado.Volví al estacionamiento dos semanas más tarde del primer intento, también de mañana. En el lugar estaba Mirtha, la esposa de Raúl. Era una mujer rubia, de unos cincuenta años, que le hacía honor al tamaño de su marido y sus hijos. Le pregunté por él.–Tiene para un año de reposo –dijo.–Fue un accidente grave.–Sí, se pegó un tiro a sí mismo –precisó ella.–¿Se quiso suicidar?La mujer largó una carcajada. Tenía un tono de voz potente, capaz de romperle los nervios a cualquiera.–Nos quisieron asaltar –explicó–. Nosotros acá terminamos a las ocho de la noche, cuando ya no queda ningún auto. Yo me fui a dejar el carro enfrente, y él me decía “dale, Mirtha que viene el remise”. Ya tenía el arma montada porque se venían cuatro sobre nosotros. Se venían al queso. Él no me quería asustar y me decía “dale, apurate”. Subimos al remise, a uno de esos que están todos rotos y cuando quiso cerrar la puerta se enredó y escuché un plafff. Se la puso a él mismo.(…)Raúl y Mirtha son tucumanos, y del mismo pueblo: Concepción. Cuando eran chicos, sus familias se mudaron a Buenos Aires y consiguieron un terreno en Ingeniero Budge. Se conocieron en una plaza que parecía parte del campo. Ella tenía doce años, él dieciséis. Tuvieron cuatro hijos varones, uno atrás del otro. A los veintidós años, Mirtha volvió a quedar embarazada y dijo: quiero una nena. No fueron una, sino dos. Eran mellizas, una igual al padre y otra un calco de la madre. (…)Raúl se ligó a los grupos que organizaban tomas de tierras, y pronto se convirtió en amigo del Partido Comunista. En los ’70 ya había tenido un acercamiento con la guerrilla de Montoneros y en los ’80 con el Movimiento Todos por la Patria. Nunca había sido un cuadro político: tenía un sentimiento de solidaridad muy marcado y un gusto apasionado por las armas.Mientras tanto, se la rebuscaban. Toda la familia cocinaba milanesas y tortas fritas y atravesaban todo el barrio hasta las piletas de La Salada. Allí descansaban un rato, luego cruzaban el Riachuelo y se metían entre los puestos del Mercado Central, donde los productores de verduras vendían al por mayor.Yoni era el tercero de los hermanos. Le gustaba salir con los dos más grandes, feliz porque a la tarde, media hora antes de que cerraran las piletas, abrían las puertas de Ocean o Punta Mogotes y ellos iban a darse un chapuzón gratis.–Así éramos, amigo –contó cuando ya había disuelto parte de su desconfianza hacia mi presencia -Andábamos como chicos de la calle. A veces nos escondíamos en el pastizal, y cuando pasaba el tren de carga le robábamos naranjas y aceite.El primero que salió a robar de verdad fue el mayor. Empezó llevándose cajones vacíos del mercado, hasta que descubrió que lo más rentable y fácil era apretar a los que iban de compras en colectivo.El día que la policía lo mató, Mirtha trabajaba en la Sociedad de Fomento del barrio. Ella era la encargada de lavar los platos del comedor, y lo hacía al ritmo de una canción de Horacio Guaraní.Tres años después mataron al segundo. Lo atraparon mientras robaba con la misma modalidad. Yoni logró zafar y vio como se lo llevaban a los golpes. Unas horas más tarde apareció con un tiro.Mirtha pensó que se moría ella también.–Rompí todo en la comisaría –dijo con cierto orgullo–. Los policías se escondían porque sabían que yo estaba loca mal.Con la muerte del segundo hijo empezó la época más oscura de su vida. Una de las mellizas entró en una profunda depresión.El día que la encontraron colgada de una viga de la terraza había cumplido quince años.–Era mi bebé –recordó Mirtha–. Ella me decía que quería estudiar, que no me iba a defraudar. No sé qué le pasó. En la carta que me dejó dice que estaba enojada consigo misma porque era morocha como el papá. Quería ser rubia como la hermana. En la carta también puso que yo vivía para los nietos, que no la tenía en cuenta a ella. Y que no me había dado cuenta de que ya no era una nena, que ya había crecido.El día que su hija se suicidó, Mirtha subió al mismo remise que había usado en las dos muertes anteriores. Como en cada parto y en cada velorio, lloraba un poco de dolor, un poco por la suerte que parecía ensañarse con ella.–Doña –le dijo el remisero–, ¿por qué no hace tortillas para vender en La Salada? Así junta unos pesos y toma un poco de aire.Una semana más tarde, ese mismo chofer la llevó hasta la vía del tren que marcaba el comienzo de la feria y le mostró el lugar donde podía instalarse. Mirtha fue con Raúl y montaron una parrilla al lado de donde paraban los cuatro o cinco remises que trabajaban en esa época. La familia se mantuvo con eso durante un tiempo. La feria creció, y donde había cinco autos empezaron a trabajar quince. El que manejaba la parada era el hermano del jefe de calle de la comisaría de Budge. Era un tipo violento, que a veces llegaba pasado de cocaína y le ponía el arma en la cabeza a los que no habían pagado.Con los Sepúlveda no se metía: desde la toma de la comisaría, los jefes preferían evitar chocar con ellos. Mirtha conocía esa ventaja y la quiso utilizar para ganar terreno. Lo habló con el mayor de sus hijos y una mañana en la que no estaba el capo encaró a los remiseros:–Nos vamos a plantar –dijo ella–. ¿Quieren que maneje la parada ese hijo de puta o quieren que vengamos nosotros?–Vengan ustedes –respondieron los otros, aunque en realidad les daba lo mismo, porque igual iban a tener que pagar.Esa noche, Mirtha convocó a cinco de sus vecinos, los mismos con los que había organizado las primeras tomas de tierra en el barrio. En sus memorias había historias de los ’70, llenas de grupos guerrilleros que robaban camiones y repartían mercadería casa por casa, armas escondidas en el patio y operativos comando enfrentando a la policía. Era un pasado mítico, más hecho de leyendas que de recuerdos concretos, pero igual servía de motivación: estaban por empezar un negocio privado y se lo planteaban como un acto de justicia popular.Se armaron y cayeron en la feria ni bien se escondió el sol. Esperaron en la orilla del Riachuelo, agazapados como si fueran a tomar por asalto un tren en el lejano oeste. Cerca de la medianoche apareció el hermano del policía a cobrar las comisiones. El primero en encararlo fue Mirtha.–Esta parada ahora es mía –desafió.–Tuya las pelotas –respondió el otro.Cuando el capo hizo un ademán de sacar un arma de la cintura del otro lado aparecieron los amigos de Mirtha con media docena de pistolas. Algunas estaban oxidadas, otras parecían piezas de museo, pero no era cuestión de averiguar si funcionaban o no.Esa noche Mirtha dirigió el tránsito de remises, organizó a los choferes y cobró una comisión por cada viaje. De madrugada volvió a su casa y le contó las novedades a Raúl.–Nos quedamos con la parada –le dijo.–¿Por qué?–Porque me siento capaz.Una noche llegó el hermano policía del jefe depuesto. Era un tipo rubio y usaba varias cadenas de oro. Bajó del patrullero y casi sin mediar palabras se trenzó a golpes con Julián, el otro hijo de Mirtha. Estuvieron casi veinte minutos dándose trompadas y revolcándose por el piso. Al final ganaron los Sepúlveda. El triunfo le permitió a Mirtha ampliar sus dominios: además del lugar para remises, copó todo un espacio para armar puestos y estacionar autos.Raúl quedó al frente del estacionamiento. El terreno tenía capacidad para unos trescientos autos que pagaban diez pesos cada uno. A veces estaban una hora o dos, y cuando se iban entraban otros. Los días de mucha actividad alquilaban cincuenta puestos a setenta pesos la noche. Pronto no alcanzó con toda la familia para trabajar, y los Sepúlveda convocaron a la gente que tenían cerca: un ejército de primos, vecinos y novias dispuestos a poner el lomo y ganar dinero. Yoni empezó a ir con sus amigos del barrio. Julián, el otro hijo varón de la familia, llevó a su mujer. Era una chica joven y muy humilde.–La teníamos como si fuera una hija –me contó Mirtha durante una de nuestras charlas de madrugada– y mi hija la tomaba como hermana. Casi que se había criado con nosotros. Cuando empezó a vender cds, la arreglamos para que esté presentable. Lo único que no tenía era dientes. Y él se los hizo poner.Pronunció la palabra él con odio. Le pregunté de quién hablaba.–De mi marido –dijo.Fue en una época en la que Raúl se había ido de la casa, en teoría porque estaba entregado al alcohol y quería emborracharse tranquilo todos los días. Alquilaba un departamento a dos cuadras de la feria, y seguía trabajando con su familia como siempre.Mirtha empezó a sospechar una noche, cuando vio que su nuera cargaba un termo con agua caliente rumbo al estacionamiento.–¿A dónde vas? –le preguntó.–A cebarle mate a Raúl –contestó la otra–. Me dijo que tenía frío.Ese día Mirtha tuvo un déjà vu: recordó cuando su marido ayudaba a la chica a lavar la lechuga para hacer los sándwiches de milanesa que vendían en uno de los puestos, calculó las noches y los días que se habían quedado solos en la casa, en ese constante cambiar de sueño y dormir a deshora que significaba la vida en La Salada.A las tres de la madrugada, con la feria a pleno, ella volvió a dejar su puesto. Esa vez dijo:–Me voy a hacer unas compras a Punta Mogotes.Un rato más tarde, Raúl avisó que se sentía mal y que se iba a su nueva casa a dormir un rato. Mirtha dejó que se adelantara y lo siguió. Era imposible perderlo de vista: aun en la multitud de La Ribera, la nuca y los hombros sobresalían del resto. Cuando llegaron a una de las calles laterales, Raúl dobló y entró a una casa. Mirtha esperó un rato, intentó espiar por las ventanas y no logró ver nada. Entonces tocó timbre. No contestó nadie. Volvió a insistir. Raúl abrió y se la quedó mirando. Detrás de él estaba la mujer de Julián. Los amantes no se esperaban la visita de Mirtha.La chica pegó un grito y salió corriendo. Pensó que Mirtha la iba a matar, pero ni siquiera intentó atajarla. Dejó que se perdiera entre la gente. Estaba concentrada en su verdadero objetivo.–No sé de dónde saqué fuerzas –contó luego– pero lo tiré al piso y le di la paliza de su vida. Había sangre por todos lados. Hasta pensé que lo había matado. Y me quedé re-mal: al otro día me enteré que la piba estaba embarazada de mi marido. (…)El día que Mirtha me habló de su desengaño estábamos sentados en el trailer en el que se tiraba a descansar. Una mujer nos cebaba mate, y cada tanto alguien venía a pedir instrucciones sobre cómo solucionar tal o cual problema. La historia me había llenado de preguntas: el romance de Raúl y la mujer de su hijo había pasado hacía dos años y ahora toda la familia seguía trabajando junta.¿Lo habían perdonado? ¿Se mantenían unidos porque era la única forma de defender el territorio? (…).

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