Por Eduardo de la Serna
Muchos recordamos slogans como el viejo “haga patria, mate un cura”, o “un judío”, o “un gaucho”, o lo que fuere según la posición e intolerancia del dicente. Es cierto que en nombre de la “Patria” –casa de los padres– hemos negado fraternidad (y sonoridad) a todo ese sector, grande o pequeño, que no pertenecía a nuestro modo de pensar o vivir. El tema parece ser “la patria soy yo”, en la misma línea del dicho “l’état c’est moi”, “la tradizione sono io”, siempre repetido, generalmente, por los que tienen algo de poder, o creen tenerlo, o lo reclaman.
Hoy parece ser que algunos se tironean el reclamo de “ser la patria” y de ese modo excluir a los demás, a “los otros”. ¿Y la patria? Mal, gracias...
Tengo mi posición tomada en todo este conflicto. Posición que puede no interesar a nadie, pero quisiera compartirla para que a aquellos que les interese les pueda servir, o me puedan servir sus comentarios.
Sé que muchos me dirán que no tengo buena información. Les aclaro que es cierto. Por eso creo que las cosas técnicas deben manejarlas los técnicos, o –para ser más precisos– discutirlas ellos y aportar caminos para que los que tienen que tomar las decisiones las tomen. Pero creo que el problema hace mucho que dejó de ser técnico. El problema hoy es político. Por un lado, creo que tenemos un gobierno con muy poca capacidad de diálogo, que suele ver a los que piensan diferente como adversarios y a veces hasta como enemigos. Esto se ha manifestado en decenas de momentos: desde las relaciones con la hermana República Oriental del Uruguay, las relaciones con la jerarquía eclesiástica, y ahora en el desencuentro con un sector poderoso del campo. Eso no significa que se deba estar de acuerdo. El diálogo no se mantiene con los que están de acuerdo con uno; en ese caso se parecería más a un soliloquio. Pero, por otro lado, por supuesto que quienes dicen que “la cosa es ganar o ganar”, o “el problema son los Kirchner” no manifiestan ninguna disposición al diálogo. Eso tampoco significa actitud de “bajar la cabeza”. Estoy de acuerdo con que el/la Presidente/a no vaya ni a la Sociedad Rural ni al Te Deum para ser retado públicamente.
Cuando veo los rechazos al ALCA, los resultados de las elecciones en los países vecinos, y a su vez los problemas que se van suscitando en Bolivia, entre países hermanos como Ecuador, Colombia y Venezuela, entre Argentina y Uruguay, para poner los ejemplos más evidentes, no puedo menos que recordar lo que me decía un rabino amigo: “esas cosas no pasan en EE.UU. porque allí no hay embajada yanqui”. Pero yo me hago algunas preguntas: el dirigente De Angeli dice: “Queremos ser un país agroexportador”. ¿Quiénes son esos “nosotros”? ¡Yo no! No quiero volver a la Argentina de la generación del ’80, que exportaba granos y carne al mundo para que el mundo le venda los productos elaborados. Y mucho menos en este tiempo. No quiero ser el país al que le “da lo mismo fabricar acero que caramelos”, como decía Martínez de Hoz y avalaba Domingo Cavallo. Personalmente creo que el debate de qué país queremos los argentinos es un debate que se da en cada elección, no al pie de un monumento. Es verdad que deseo que se habiliten las instancias de democracia indirecta con plebiscitos y referéndum que la Constitución del ’94 propuso y nunca se reglamentaron. Pero quisiera debates en serio y no en el caliente de una asamblea o ante los tiempos siempre tiranos de los medios de comunicación. Debates en los que participen las universidades y las fábricas, las escuelas, las comunidades religiosas, las organizaciones sociales, civiles, los colectivos... Pero me resulta raro que Gualeguaychú maneje nuestras relaciones exteriores y casi nos lleve a la ruptura con Uruguay, y ahora maneje mucho de nuestra relación campo-Gobierno. Además, recuerdo haber escuchado a su dirigente mientras impedían los pasos de todos los camiones preguntar a la asamblea si estaba de acuerdo con el paso de cítricos (cosa que obviamente se aceptó... al fin y al cabo se trata de Entre Ríos).
Los otros días hablaba con una religiosa que trabaja con indígenas y campesinos en el norte argentino y confirmó lo que escuchamos de otras partes: los campesinos están divididos en este tema y los más pequeños campesinos están de acuerdo con el Gobierno. Los campesinos a los que les confiscaron las tierras para el triunfo de la “patria sojera”, los que tienen 5 o 10 hectáreas. Los mismos a los que la antiguamente combativa Federación Agraria dejó de lado.
“Quiero ser enemigo de Cristina, pero sus enemigos no me dejan”, me decía un conocido con el que tengo muy buena relación y aprecio. Es verdad que hay decenas de cosas que no me gustan y quisiera debatir, sin que esto signifique negar su legitimidad; como no puedo negar la legitimidad de democráticos gobiernos pasados que he detestado. Pero cuando veo a muchos de los enemigos del Gobierno, no puedo menos que solidarizarme con él. Cuando escucho a Macri o Carrió, cuando leo algún diario o veo sus primeras planas, cuando veo a algunos políticos en Rosario, no puedo menos que sentirme en la vereda de enfrente.
Sé que el tema es complejo, que en los discursos una y otra parte parecen razonables, y también parecen razonables las críticas al “otro bando”. Esto entra en el terreno técnico; pero a la hora del terreno político no quiero una patria sin el campo, ni mucho menos contra el campo, pero mucho, mucho menos quiero una patria que se identifique con el campo. Ese modelo de De Angeli no lo quiero para mi país. Si lo quisiera, si quisiera hacer esa patria, leería La Nación, escucharía otros medios, viajaría por otros lugares a los que elijo conocer, y hubiera votado otros candidatos (y repito que no voté a Cristina).
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