La única garantía de ser honrado es ser pobre. Pero claro: la pobreza ha dejado de ser virtud franciscana, la de aquellos con los cuales el poeta quería su suerte echar. El voto de pobreza no se encuentra en las urnas de la democracia liberal. Por el contrario: la pobreza es la lepra de la democracia. Es la marca indeleble que los modelos siguen siendo malos ejemplos. “Es peligroso ser pobre amigo” cantan los Quilapayún en la inmortal Cantata Santa María de Iquique. Es peligroso porque la pobreza, como la lepra, desmiente que todos somos saludables, derechos y muy, pero muy humanos. La pobreza siempre será fea, sucia, mala y absolutamente no consumista. La desesperación por la pobreza no es en modo alguno, la preocupación por los pobres y por las pobres. Apenas se las rebautiza, piedad de funcionarios, como “jefas y jefes de hogar”. Hay algunos dichos que intentan paliar la fractura de la pobreza con un vendaje verbal. “Era tan pobre que sólo tenía dinero”. Piadoso. Sin embargo, la pobreza tiene muchos daños que no son colaterales, sino absolutamente centrales. El hambre, para ir bien cerca. Pero además de estos daños no colaterales, hay un deslizamiento que a mi criterio, es funcional a los intereses de la cultura represora. No son pocos los que plantean (yo mismo lo hice en alguna ocasión) que el problema no es la pobreza sino la exclusión. La pobreza sostiene un proyecto de vida, pero la exclusión es una sentencia de muerte. Confieso que ha sido un fallido, al menos el mío. Por supuesto que la exclusión es una forma de pobreza total. Absoluta. Pobreza final. Pero no por eso la pobreza pierde su naturaleza cultural de exterminio más o menos silencioso. Por la sencilla razón que “pobreza y riqueza” son realidades vinculantes. La lucha contra la pobreza es en el mejor de los casos ingenua, en el peor de los casos de un cinismo cuasi liberal. Porque la lucha fundante es contra la riqueza. Lucha que podría formar parte de la nueva cultura tributaria, pero que lamentablemente no es tan nueva. Con la renta financiera que no tributa, jueces y juezas que tampoco tributan, lo que es mucho más grave que los escandaletes por acarreos de automóviles. El gran tributo sigue siendo el IVA de un insoportable 21% para la canasta que de tan básica, ya es solo un diminuto canastito. La inequidad del sistema tributario impide cualquier lucha contra la riqueza, por lo tanto anula no sólo la distribución de la riqueza, pero asegura la permanente distribución de la pobreza. La pobreza-lepra tiene sus propios leprosarios, que algunos llaman villas. Por supuesto, no faltan los festivales, los sorteos de la quiniela oficial que beneficia a los carenciados, débitos automáticos para dar muy poquito para aplacar la mala conciencia burguesa. Crecemos a tasas chinas, aunque debo reconocer que ignoro totalmente si las tasas de crecimiento en china tienen que ver con la felicidad de los chinos. Ese tema del superavit y el crecimiento me recuerda a la fantasía disney del derrame de la copa. Es decir: mientras de las copas de las clases ricas se desborda el champán, en los vasos plásticos de las clases pobres gotea tetra. Esta teoría del derrame tiene el mismo efecto devastador de la teoría de los dos demonios, la forma más sutil de la impunidad. Supone que hay un acuerdo básico, esencial, fundante, entre los que brindan con burbujas y los que padecen sed, tanto de agua potable como de justicia. Que las clases sociales, políticas, económicas son una diferencia en lo mismo. Lo mismo puede ser la sociedad civil, la comunidad organizada, el estado nación, la patria o quizá sería mejor decir las patrias, el ser nacional, etc. Del otro lado de la pantalla estamos los que pensamos que las clases sociales, políticas, económicas aparentan ser lo mismo, pero tienen una incompatibilidad fundante. Aparentan lo mismo porque la gobernabilidad insiste en que todos estamos en el mismo barco, aunque todos sabemos que en el hundimiento del Titanic solamente murieron pasajeros de tercera clase. Más allá que estuvieran enamorados de pasajeras de primera clase, como la película de Cameron propone. Gobernabilidad es un arte encubridor, que supone que el sujeto político tiene un solo objeto político. Y que ese objeto político es el “bien común”. O sea: el menos común de los bienes. Esa idea de “bien común” es un bien no negociable para sostener la fantasía disney del estado benefactor. Pero es una fantasía, o más estrictamente, una ilusión. Freud estableció que la ilusión es una creencia basada en un deseo. Desde los Reyes Magos hasta los gordos de la CGT, el deseo fundante del “Estado-Sujeto” es ser generoso con dineros ajenos. Incluso que sean los supuestos beneficiarios del asistencialismo, los que paguen mediante impuestos distorsivos al consumo necesario la ayuda que luego recibirán como dádivas generosas. Por eso la lucha por el Indec es sin cuartel. En una sociedad tecnologizada, las estadísticas son la fuente de toda razón y justicia. Es la salida al mar de la ignominia del post fascismo. Por eso el control del INDEC es necesario, y hay que aceptar que se ha convertido en un nuevo Monopolio del Estado. Es una regresión de la política a la matemática, con el perdón de Paenza. Porque si algo es manipulable, son los números y las palabras. Lo menos manipulable es el sufrimiento, la desesperación, la angustia y el terror de millones de personas. Esos millones que nada saben de porcentajes, tampoco si están en la pobreza, en la indigencia, o acaso en la exclusión. Las estadísticas son la jactancia de los gerenciadores. Es necesario un esfuerzo de traducción a la vida real de esas cifras que parecen más de la astronomía que de la vida cotidiana. Por ejemplo: ¿qué implica una caída del 7,1% del presupuesto? Cuántas horas, días, semanas, habrá que esperar un turno en un hospital, cuántos exámenes de laboratorio no se harán en los tiempos requeridos, cuántas operaciones de urgencia dejarán de ser de urgencia simplemente porque los pacientes morirán antes que los quirófanos estén disponibles, qué mortalidad infantil es dable esperar en el próximo año. En estos casos de extrema desesperación, la honradez de los pobres es la tranquilidad de los ricos. Esa honradez que lo primero que hace es sentir y pensar que la pobreza es una culpa propia, que con la super abundancia de alimentos balanceados para personas, gatos y perros, la desnutrición es un descuido de lesa maternidad. Honradez que es mansedumbre pero no estupidez. La tranquilidad de los pobres es saber que los camellos no pasan por el ojo de una aguja. O sea: en el paraíso no habrá ricos ni camellos. Pero de lo que se trata es cómo recuperar la profecía del reino de dios, que no es otra cosa que la justicia en la tierra. De este mundo no es mi reino, porque este mundo es el mundo del César, de todo Imperio y de cualquier Imperio. Otros mundos son posibles, donde la honradez sea la única riqueza que importe.
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