Dos vistazos sobre los medios y su capacidad de incidir en la construcción de perspectivas sobre la política y la sociedad. Nicolás Rivas Licenciado en Trabajo Social de la UBA, explica cómo desde la comunicación se edifica también una mirada sobre los problemas sociales.
Después de sincerar la influencia de los medios de comunicación en nuestra vida cotidiana, se presenta el desafío de adentrarse en esa forma, en los modos en que esta influencia va configurando abstracciones que adquieren sentido cuando los hechos son nombrados, son armados con palabras, con imágenes. La imposibilidad de estimar el grado o los grados porcentuales de lo que “está afuera” (esa influencia analizada en extremo que hasta nos lleva a pensarla en perspectiva analógica) desnuda a desgano nuestro reconocimiento –pequeño atentado a la celebrada y ansiada autonomía del sujeto– de que ese afuera probablemente no existe: ese afuera ya está adentro y forma parte del “imaginario colectivo”; del modo que tenemos de interpretar a la sociedad. Lo que cambiará será nuestra ubicación (individual y colectiva) en las distintas y heterogéneas clasificaciones que a diario cuadriculan las instituciones –con sus lenguajes, sus marcas, sus proyectos– como parte constitutiva y constituyente de nuestra comunidad.
Los que trabajamos en el campo de las “políticas sociales” –cuando podemos corrernos de la lupa medidora de la influencia y logramos adentramos en la constitución de ese imaginario colectivo– reflexionamos acerca del modo en que determinadas situaciones se convierten en “problemas sociales” y logran instalarse como demandas institucionales. (En este campo de las políticas sociales se incluyen tanto las llamadas prestaciones universales –salud, educación, seguridad social, etcétera– como al abanico de programas que tienen como objetivo la asistencia a poblaciones que se encuentran en situación de pobreza y/o desempleo transitorio o jóvenes que no estudian ni trabajan, etcétera.) Pero no todas las consecuencias de la denominada “cuestión social” se convierten en “problemas sociales” y logran instalarse como demandas de la sociedad –o de un sector– a las instituciones: las relaciones de fuerza, el umbral de tolerancia social, la predisposición de las burocracias y la legitimidad del reclamo –entre otras– formarán parte de ese entramado.
El discurso de los medios de comunicación también contribuye a moldear la construcción de esos problemas sociales. Estas operaciones distorsionan la presencia de derechos sociales negados apelando a sensibles sustitutos que borran la desigual distribución del ingreso cristalizando la inequidad social. En la mayoría de las situaciones se asocian a otras manifestaciones que, formando parte de ese (nuestro) imaginario colectivo, toman distancia y acorralan a la pobreza para ubicarla próxima, naturalmente, al delito, la pena y el castigo. A veces son presentados con caras –palabras, imágenes, sonidos– cercanas al efecto provocador de lástima (chicos pobres y con mocos, basura al lado de la casa, alguien llorando y, en lo posible, música con sentido). En otros casos toma la forma de caos de vecinos indignados que, por lo general, culmina con el clásico “volvemos a estudios” y continúa con una editorial que reclama pena y sanción. Lástima por un lado y castigo por otro. Del derecho negado ni noticia.
De esta manera, la adicción se convierte en un hecho de inseguridad (porque los que delinquen son adictos), la juventud es violenta (porque son jóvenes sin valores ni proyectos), los desocupados que protestan son un problema de tránsito que ya forma parte de los informes de la radio, de la tele (¡y hasta de los gps!), los que necesitan programas sociales de empleo son parte del clientelismo político (que siempre tiene la costumbre cíclica y con regularidad menstrual de aparecer semanas antes de las elecciones) y los que resisten el desalojo de una vivienda –porque no tienen casa propia y lo que reclaman es tener acceso a una propiedad...– son sólo sujetos que violan –usurpando– el derecho a la propiedad privada (y pública ahora también en la ciudad de Buenos Aires).
Uno de los saldos que ya forman parte de estas contemporáneas discusiones en torno de los medios de comunicación es el camino iniciado –y que estamos transitando– que nos lleva a dejar de representarlos como artefactos para interpretarlos como empresas que, entre otras cosas, comercializan audiencias en busca de rentabilidad. Cuando en el preproyecto de ley de Servicios Audiovisuales se habla de inclusión de nuevos sujetos (cooperativas de servicios públicos, universidades, fundaciones, el Estado en sus tres niveles, sindicatos), las tan mentadas “nueva voces”, no se está diciendo que –de aprobarse este proyecto– habrá más personas hablando en un escenario ya construido por los mismos que hoy poseen la posibilidad de decidir quién habla y quién no. Lo que se está diciendo es que habrá nuevas perspectivas, nuevos abordajes, nuevos constructores de agenda; nuevas maneras de representar la realidad.
No se trata de que sigan siendo los mismos los que les den –casi de modo filantrópico, caritativo o por pose progresista– la voz a quienes no tienen voz para convertirse en voceros de los excluidos, sino de que sean esos silenciados los que tengan la posibilidad de elegir cómo hablar y mostrar y decir.
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