El jesuita Jorge Eduardo Serrano ha dedicado treinta años de su vida a los más pobres y excluidos de Colombia. Ahora coordina un centro para desplazados internos, la población más afectada por la guerra.
Usted es el responsable del Servicio Jesuita para Refugiados (SJR) en Colombia y trabaja con los equipos puestos en marcha en Barrancabermeja. ¿En qué situación se encuentran los desplazados internos a los que atienden?
En la actualidad Colombia tiene dos millones y medio de desplazados internos, a los que hay que sumar unas 10.000 personas exiliadas en Panamá, Venezuela y Ecuador a causa de la guerra. Precisamente, Barrancabermeja acoge a un gran número de desplazados. En este lugar se inició el sindicalismo y la clase obrera real, es una sociedad muy abierta y desde siempre acoge a personas con problemas, como los desplazados.Esta población es muy joven y está formada, en su mayoría, por mujeres. Se caracteriza por su desconfianza porque antes alguien les ha engañado, les ha traicionado o les ha denunciado. Por eso nosotros nos aproximamos a ellos a través de una relación de confianza.
¿En qué consiste su proyecto?
El primer paso es establecer una relación de confianza para luego pasar a identificar lo que ellos desean y sus necesidades. Les ayudamos a tener planes de vida pero si ellos no tienen unas metas no existe un motor de arranque. Además, hay que tener en cuenta que la mayor parte de esta población es iletrada, por eso trabajamos con iconos y les hacemos dibujar su futuro. Aun así, es un ejercicio lento porque el desplazamiento les corta las alas y hay que esperar a que crezcan nuevas para que vuelvan a volar.Una vez que saben qué futuro desean empezamos a trabajar el hoy y el dónde estamos frente a esa situación de futuro y a partir de ahí nos fijamos varias metas a lo largo del tiempo. En todo este proceso lo realmente importante es que la población desplazada no se quede en la fase inicial, que no busque acomodarse en la mediocridad y la miseria y que gestionen ellos mismos sus propuestas.
¿Cuántas personas son usuarias de su proyecto en estos momentos?
En los últimos tres años el SJR ha trabajado con unas 10.000 personas, con 2.000 de las cuales mantiene una relación más directa. El resto se ha marchado a causa de las amenazas o del cansancio. Muchas veces esto se produce por el mal manejo de algunas organizaciones no gubernamentales, que sólo ofrecen ayuda de emergencia. En esta línea, muchos desplazados se acostumbran a obtener ayuda de emergencia y pueden sobrevivir años con ella, pero sin perspectiva de futuro.
¿En qué medida influye la puesta en marcha del Plan Colombia para que una persona se convierta en desplazada?
A través del Plan Colombia se están llevando a cabo numerosas fumigaciones pero muchos campesinos han descubierto el método para que éstas no afecten a sus plantaciones y sólo pierden una cosecha.Antes de poner en marcha el Plan Colombia, el Gobierno inició el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos Ilícitos, para sustituir los cultivos de coca por otros, como por ejemplo, por la yuca. Pero si no hay carreteras ni buenos precios de sustentanción que garanticen a los campesinos unos precios mínimos el proyecto no tendrá éxito.Por otro lado, en estos momentos Europa y Estados Unidos apuestan por la producción de drogas sintéticas, lo que repercute en el mercado de la heroína y la cocaína. En cinco o seis años la demanda de estos productos disminuirá y el precio también, por lo que no será rentable producir y no habrá tanto dinero para invertir en armamento.
El Gobierno del país y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) tienen previsto reunirse los próximos días para retomar las negociaciones de paz. ¿Es optimista ante esta situación?
La paz ha de construirse, la firma de unos acuerdos es importante pero para que realmente haya paz también ha de eliminarse la corrupción y la población ha de participar de ella. En este sentido estamos atrasados, los esfuerzos se centran en mantener a la guerrilla sentada en la mesa de negociaciones y nuestra materia pendiente es generar procesos de reconciliación y perdón, indemnizar a las víctimas y reinsertar a los victimarios.El proceso de paz se asemeja a la cosecha de cocos y aguacates, no a la de maíz. Para obtener maíz basta con esperar varios meses y volver a plantar en breve, mientras que las plantaciones de coco y aguacate se obtienen a largo plazo, pero son duraderas. El error de muchos colombianos ha sido esperar que la paz llegue en cuatro años, por eso muchos están desilusionados.
Y en este proceso, ¿qué papel está jugando la comunidad internacional?
Está ayudando a que las partes sigan negociando pero también es cierto que tienen intereses políticos y económicos. La paz podría darles un mayor control sobre la riqueza de Colombia, ninguno de los países colabora por filantropía sino que se juegan el derecho de piso sobre la riqueza. Además, no les interesa que el conflicto salga de las fronteras para mantener la estabilidad en la región, no tanto política sino económica.
Ollas de sopa para 3.000 personas
Por otro lado, su trabajo con los desplazados internos no es el único que ha realizado con la población excluida de Colombia, ¿verdad?
No. Mientras estudiaba Filosofía, hacia 1974, estuve en una zona rural del norte de Colombia donde había muchos pobres y unas cuantas familias eran las dueñas de la tierra. Durante un año ayudamos a los campesinos a organizarse y a trabajar la tierra. Más tarde, mientras finalizaba la carrera de Filosofía y estudiaba Teología trabajé con la población de los cerros orientales de Bogotá. Esta gente vivía en la parte alta de la ciudad, una zona por donde querían hacer pasar una autopista y construir viviendas de estrato seis, la más alta de Colombia. Eso suponía echar a la gente que vivía allá desde hacía 40 años y nuestro esfuerzo se centró en ayudar a estas familias a organizarse para reclamar sus derechos. Al final, muchos se quedaron pero otros marcharon y se construyeron varias viviendas para la alta sociedad.Después de estas experiencias marché a Brasil a terminar mis estudios de Teología y a mi regreso empecé a trabajar en una parroquia de la frontera colombiana con Venezuela.
¿Es allí donde puso en marcha la iniciativa de las ‘ollas comunitarias’?
Sí. En el momento en que llegué a la zona Venezuela era un país con una economía fuerte y con demanda de mano de obra, mientras que Colombia se encontraba en una situación de desempleo y con una moneda devaluada. Mucha gente entraba de manera ilegal a Venezuela, a través de Cucutá y Maicao, pero los que no lo conseguían se quedaban allá.Cucutá, donde yo estaba, empezó a crecer con la población que estaba a la espera de pasar la frontera. Surgieron barrios irregulares pero había un relativo bienestar porque además de ir a trabajar a Venezuela, muchos venezolanos venían a comprar al municipio porque los productos eran más baratos. Así, la gente vivía bien gracias al subempleo. Pero en el 83 Venezuela se enfrenta a la devaluación de su moneda y mucha gente regresa a Colombia. Cucutá se convierte en un lugar de paso donde numerosas personas deciden quedarse. Entonces nos abocamos a una situación de gran pobreza y a los miembros de la parroquia nos impactó de tal manera que decidimos poner en marcha las ollas comunes.La iniciativa consiste en cocinar una comida nutritiva en grandes ollas para 20 o 40 familias. Esta gente ha de llevar algún alimento o, si no trabajan en la agricultura, pagar dos céntimos de euro a la semana. La primera olla la organizamos en casa de unos abuelos del municipio y sólo vinieron 15 personas, aunque semanas más tarde atendíamos a 3.000 personas al día. A raíz de este proyecto la población se organizó, sobre todo gracias a la iniciativa de las mujeres.
Este trabajo le supuso su exilio del país, ¿no?
Los políticos veían como la gente solucionaba sus problemas y empezaron a estar incómodos porque, además, les reclamaban agua potable, hospitales, escuelas... cosas que se consiguieron años después pero que en ese momento era un sacrilegio exigir porque hasta entonces Cucutá no había pedido nada. La clase política responsabilizó a los jesuitas y nos acusó de comunistas, hasta el punto de hablar de ‘ollas comunistarias’. Además, intentó vincularnos a las FARC, que operaban en el lugar. En este marco, el obispo nos dio apoyo absoluto pero el señalamiento a nuestro trabajo era tan fuerte que tuve que marcharme del país en 1988.Tres años después regresé a Bogotá para trabajar en una parroquia de la periferia junto a mujeres víctimas de la violencia doméstica. El objetivo era que entendieran sus derechos, además de ofrecerles un centro de acogida. En la actualidad el proyecto funciona y atiende a más de 500 mujeres. Ha avanzado de tal manera que la labor no se queda sólo en las mujeres sino que también implica a sus hijas y a sus hijos.
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