Los monumentos populares que recuerdan al obispo Enrique Angelelli en La Rioja son visitados como si fueran un tesoro. Es que allí, el Pelado, como lo llamaban, es considerado un santo. A 34 años de su asesinato, el miércoles, la presidenta Cristina Fernández fue allí a homenajearlo. “Su compromiso con los pobres no era de discurso, era de todos los días. Y lo llevó a enfrentar los intereses de los que necesitan tener pobres para seguir explotándolos. Por eso fue asesinado”, dijo, y remarcó que su historia es bandera “no sólo para los riojanos, sino para los argentinos”.
Al obispo Angelelli le faltaban cuatro meses y nueve días para que lo mataran cuando las Fuerzas Armadas tomaron el poder en el país. La provincia de La Rioja, que antes del golpe había sido gobernada por Carlos Menem, ya era un paradigma en la persecución de sectores progresistas de la Iglesia. La Triple A había expandido sus olas represivas en todo el país, y la cacería allí era comandada por el jefe provincial del Batallón 141, coronel Héctor Battaglia. Esa estructura criminal no tardaría en incorporarse a los servicios de inteligencia, en especial, la Side y el Batallón 601. Angelelli, que había formado parte de las listas negras de José López Rega y que ahora era un blanco de la dictadura, vivía denunciando el terror que se vivía. Meses antes, habían detenido a monseñor Esteban Inestal, el vicario de la Diócesis riojana junto a dos dirigentes agrarios. “Es hora de que la Iglesia de Cristo discierna a nivel nacional nuestra misión y que no guarde silencio ante hechos graves”, escribía en abril de 1976 a monseñor Vicente Zaspe, el vicepresidente del Episcopado, y luego haría lo mismo ante la Conferencia Extraordinaria del Episcopado. Poco después, viajaba a Buenos Aires para ver al ministro del Interior, Álbano Harguindeguy. Aquella vez, lo curioso había sucedido en su regreso. Ya en el aeropuerto, y con su equipaje despachado, el avión despegó sin previo aviso. Angelelli, desconcertado, terminó viajando en micro hacia La Rioja. Cuando llegó, enseguida, fue a recuperar sus cosas. Su valija había aparecido, pero la documentación que llevaba adentro no estaba. Se la habían robado. Al general Benjamín Menéndez lo fue a ver directamente a Córdoba. Ya en su despacho, el comandante del Tercer Cuerpo se levantó de su silla, camino tres pasos hacia él y, sin titubear, con la voz en alto le dijo: “El que se tiene que cuidar es usted”. La preocupación del obispo, día a día, era mayor. “¿No tienes miedo, tío?”, le preguntaba su sobrina María Elena Cosean. Angelelli la miró, y guardó silencio por un instante. “Sí –contestó–. Tremendo. Pero no puedo esconder mi mensaje debajo de una cama.” En la tarde del 20 de julio, a cinco kilómetros de la ciudad de Chamical, una cuadrilla de obreros ferroviarios hallaba los cadáveres de los padres Gabriel Longueville y Fray Carlos de Dios Murias. Los habían maniatado, torturado y acribillado a balazos. “El próximo soy yo”. Angelelli no dudada. Se lo decía al médico de Chamical, César Abdala. Sus amigos insistían en que se exilie. “Eso es lo que buscan, para que se cumpla el Evangelio: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”, contestaba. Por entonces, el obispo había elaborado un informe que, curiosamente, aparecería después de muerto en el despacho de Harguindeguy. La casa de Angelelli días después era ametrallada. Y el 4 de agosto llegaba su hora. En su última homilía, había denunciado los asesinatos de los padres Ruiz, Oltra, Mecca, Longeville y Murias. Angelelli invitaba a orar por quienes los habían matado. “¿Cómo no vamos a llorar al que es carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, afecto de nuestro afecto, miembro de nuestra familia, hijo del cuerpo de cristo, miembro de su pueblo, testigo de su pueblo? ¡Cómo no los va a llorar Chamical!. No hay ninguna página del Evangelio que nos mande ser tontos. Nos manda ser humildes como la paloma y astutos como la serpiente. Nos manda tener alma y corazón de pobres.”
En medio de la bruma y de frente a la cadena de sierras, boca abajo y en forma de cruz, el cadáver ensangrentado del obispo permanecía tirado al costado de la ruta camino a La Rioja, a la altura de Punta de Los Llanos. Había viajado junto al padre Artuto Pinto en su camioneta Fiat cuando se produjo una especie de explosión. Pinto, que fue gravemente herido, sobrevivió y contó que vio cómo un Peugeot los seguía. Hoy es testigo querellante en la causa. El reloj de Angelelli marcaba las tres de la tarde y recién a las 9 su cuerpo fue retirado. La versión oficial no tardaría en circular. Hablaba de un accidente. El coronel Battaglia ese mismo día llamó a los directivos del diario El Independiente, cuyo principal interventor era el capitán Alfredo Marcó.
–¡Publiquen que fue un accidente. Que reventó la goma de atrás!– Ordenaba desde un teléfono del casino militar del Batallón 141. En el diario El Sol ya festejaban con champagne su cierre.
Las órdenes habían sido cumplidas. La Santa Sede hablaba de un extraño accidente. Por entonces, ya había 40 muertos y 120 desaparecidos de la Iglesia. La agencia Ancla, al mes, se convertía en el primero en hablar de un asesinato. “Fuentes eclesiásticas dignas de crédito afirmaron que tenían la convicción de que el accidente en el que perdiera la vida monseñor Angelelli, obispo de La Rioja, hace aproximadamente un mes, no fue casual, sino provocada intencionalmente”.
El crimen había sido “fríamente premeditado y esperado por la víctima”. Así lo establecería en 1986 el juez Aldo Morales que en 1983 había reabierto la causa, la que sería luego paralizada con las leyes de impunidad y otra vez abierta en 2006, ante el juzgado federal de esa provincia. Los imputados, que están siendo ahora citados a indagatoria, son: Rafael Videla, Harguindeguy, Menéndez, Battaglia, Luis Estrella, el interventor de la provincia, Roberto Nanziot, el jefe de la policía Edilio Di Cesare, el subinspector Vicente Herrera, el jefe de Gendarmería, Cerruti, y el agente de inteligencia del Ejército Antonio Todarelli. Todos son citados ahora por la Justicia.
En el libro Como los nazis, como en Vietnam, Alipio Paoletti narra que “Harguindeguy se encargaba en forma directa y personal de todos los hechos vinculados con el sector progresista de la Iglesia Católica, cuya jerarquía –con apenas algunas pocas excepciones– dio apoyo irrestricto y sostenido a la tiranía. En el ministerio se disponía en archivo de una lista con los nombres de unos 300 clérigos considerados miembros o simpatizantes del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo”. Esa información forma parte de una de las pruebas presentadas por la querella –de las cuatro que hay– de la secretaría de derechos humanos.
Al obispo Angelelli le faltaban cuatro meses y nueve días para que lo mataran cuando las Fuerzas Armadas tomaron el poder en el país. La provincia de La Rioja, que antes del golpe había sido gobernada por Carlos Menem, ya era un paradigma en la persecución de sectores progresistas de la Iglesia. La Triple A había expandido sus olas represivas en todo el país, y la cacería allí era comandada por el jefe provincial del Batallón 141, coronel Héctor Battaglia. Esa estructura criminal no tardaría en incorporarse a los servicios de inteligencia, en especial, la Side y el Batallón 601. Angelelli, que había formado parte de las listas negras de José López Rega y que ahora era un blanco de la dictadura, vivía denunciando el terror que se vivía. Meses antes, habían detenido a monseñor Esteban Inestal, el vicario de la Diócesis riojana junto a dos dirigentes agrarios. “Es hora de que la Iglesia de Cristo discierna a nivel nacional nuestra misión y que no guarde silencio ante hechos graves”, escribía en abril de 1976 a monseñor Vicente Zaspe, el vicepresidente del Episcopado, y luego haría lo mismo ante la Conferencia Extraordinaria del Episcopado. Poco después, viajaba a Buenos Aires para ver al ministro del Interior, Álbano Harguindeguy. Aquella vez, lo curioso había sucedido en su regreso. Ya en el aeropuerto, y con su equipaje despachado, el avión despegó sin previo aviso. Angelelli, desconcertado, terminó viajando en micro hacia La Rioja. Cuando llegó, enseguida, fue a recuperar sus cosas. Su valija había aparecido, pero la documentación que llevaba adentro no estaba. Se la habían robado. Al general Benjamín Menéndez lo fue a ver directamente a Córdoba. Ya en su despacho, el comandante del Tercer Cuerpo se levantó de su silla, camino tres pasos hacia él y, sin titubear, con la voz en alto le dijo: “El que se tiene que cuidar es usted”. La preocupación del obispo, día a día, era mayor. “¿No tienes miedo, tío?”, le preguntaba su sobrina María Elena Cosean. Angelelli la miró, y guardó silencio por un instante. “Sí –contestó–. Tremendo. Pero no puedo esconder mi mensaje debajo de una cama.” En la tarde del 20 de julio, a cinco kilómetros de la ciudad de Chamical, una cuadrilla de obreros ferroviarios hallaba los cadáveres de los padres Gabriel Longueville y Fray Carlos de Dios Murias. Los habían maniatado, torturado y acribillado a balazos. “El próximo soy yo”. Angelelli no dudada. Se lo decía al médico de Chamical, César Abdala. Sus amigos insistían en que se exilie. “Eso es lo que buscan, para que se cumpla el Evangelio: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”, contestaba. Por entonces, el obispo había elaborado un informe que, curiosamente, aparecería después de muerto en el despacho de Harguindeguy. La casa de Angelelli días después era ametrallada. Y el 4 de agosto llegaba su hora. En su última homilía, había denunciado los asesinatos de los padres Ruiz, Oltra, Mecca, Longeville y Murias. Angelelli invitaba a orar por quienes los habían matado. “¿Cómo no vamos a llorar al que es carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, afecto de nuestro afecto, miembro de nuestra familia, hijo del cuerpo de cristo, miembro de su pueblo, testigo de su pueblo? ¡Cómo no los va a llorar Chamical!. No hay ninguna página del Evangelio que nos mande ser tontos. Nos manda ser humildes como la paloma y astutos como la serpiente. Nos manda tener alma y corazón de pobres.”
En medio de la bruma y de frente a la cadena de sierras, boca abajo y en forma de cruz, el cadáver ensangrentado del obispo permanecía tirado al costado de la ruta camino a La Rioja, a la altura de Punta de Los Llanos. Había viajado junto al padre Artuto Pinto en su camioneta Fiat cuando se produjo una especie de explosión. Pinto, que fue gravemente herido, sobrevivió y contó que vio cómo un Peugeot los seguía. Hoy es testigo querellante en la causa. El reloj de Angelelli marcaba las tres de la tarde y recién a las 9 su cuerpo fue retirado. La versión oficial no tardaría en circular. Hablaba de un accidente. El coronel Battaglia ese mismo día llamó a los directivos del diario El Independiente, cuyo principal interventor era el capitán Alfredo Marcó.
–¡Publiquen que fue un accidente. Que reventó la goma de atrás!– Ordenaba desde un teléfono del casino militar del Batallón 141. En el diario El Sol ya festejaban con champagne su cierre.
Las órdenes habían sido cumplidas. La Santa Sede hablaba de un extraño accidente. Por entonces, ya había 40 muertos y 120 desaparecidos de la Iglesia. La agencia Ancla, al mes, se convertía en el primero en hablar de un asesinato. “Fuentes eclesiásticas dignas de crédito afirmaron que tenían la convicción de que el accidente en el que perdiera la vida monseñor Angelelli, obispo de La Rioja, hace aproximadamente un mes, no fue casual, sino provocada intencionalmente”.
El crimen había sido “fríamente premeditado y esperado por la víctima”. Así lo establecería en 1986 el juez Aldo Morales que en 1983 había reabierto la causa, la que sería luego paralizada con las leyes de impunidad y otra vez abierta en 2006, ante el juzgado federal de esa provincia. Los imputados, que están siendo ahora citados a indagatoria, son: Rafael Videla, Harguindeguy, Menéndez, Battaglia, Luis Estrella, el interventor de la provincia, Roberto Nanziot, el jefe de la policía Edilio Di Cesare, el subinspector Vicente Herrera, el jefe de Gendarmería, Cerruti, y el agente de inteligencia del Ejército Antonio Todarelli. Todos son citados ahora por la Justicia.
En el libro Como los nazis, como en Vietnam, Alipio Paoletti narra que “Harguindeguy se encargaba en forma directa y personal de todos los hechos vinculados con el sector progresista de la Iglesia Católica, cuya jerarquía –con apenas algunas pocas excepciones– dio apoyo irrestricto y sostenido a la tiranía. En el ministerio se disponía en archivo de una lista con los nombres de unos 300 clérigos considerados miembros o simpatizantes del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo”. Esa información forma parte de una de las pruebas presentadas por la querella –de las cuatro que hay– de la secretaría de derechos humanos.
Con un oído en el Evangelio y otro en el pueblo. Angelelli fue el primer hijo de Juan Angelelli y Celina Carletti, una pareja de inmigrantes italianos que vivía en las afueras de la ciudad de Córdoba. Había nacido el 17 de julio de 1923. A los 15, ingresó al seminario y terminó sus estudios en Roma. De vuelta en Córdoba, fundó un movimiento juvenil desde donde trabajó en barrios junto a los pobres. Fue el 12 de diciembre de 1960, cuando el Papa Juan XXIII lo nombró obispo auxiliar de la arquidócesis de allí. Participó en conflictos gremiales, defendiendo y protegiendo a los humildes. Quería que la Iglesia reconquiste su lugar de protección por ellos. Y eso le costó grandes sacrificios. Tanto es así que, en 1964, ante la resistencia del conservadurismo eclesial, fue removido. Pero él siguió visitando, con más intensidad, las parroquias. En1968, fue nombrado obispo de la diócesis de La Rioja. “No vengo a ser servido, sino a servir sin distinción alguna de clase”, decía. Angelelli ya era historia. Colaboró en la creación de sindicatos de mineros, trabajadores rurales y de domésticas, cooperativas, entre otros. Su consigna ya era célebre: “Con un oído en el Evangelio y otro en el pueblo”. En los ’70, mientras crecían las catequesis populares y movimientos rurales, sufría distintos ataques, de quienes lo acusaban de comunista. En el ’71 fue prohibida su misa radial. Durante la campaña de Cámpora y Solano Lima, el obispo promovía el derecho al voto. Cámpora ganaba la presidencia, Menem la gobernación. Era democracia. Pero la represión se haría insostenible hasta sus últimos días.
La dictadura se lo llevaría para siempre.
La dictadura se lo llevaría para siempre.
Colaboró: Stella Segado (Coordinadora del Fondo Documental Conadep)
No hay comentarios:
Publicar un comentario