miércoles, 25 de agosto de 2010

LA ORGANIZACIÓN CÍVICO POLICIAL QUE RECLUTA MENORES PARA ROBAR Y MATAR




En el asesinato de Santiago Urbani anida la clave de quienes gerencian la violencia urbana.

Ese tipo había vivido a salvo de la justicia terrenal. Pero el impacto del juicio por el asesinato de Santiago Urbani cambió su destino. Lo cierto es que Oscar Pé rez Graham, alias el Gordo, siguió con atención las audiencias. El banquillo era ocupado por dos de los autores del hecho; se trataba de los adolescentes que el 10 de octubre de 2009 descerrajaron un tiro en la sien del desafortunado joven. Otro de los victimarios –un muchacho de 21 años– será juzgado en un futuro debate. En cambio, el cuarto integrante de la banda aún permanecía prófugo. Era nada menos que él.
Ya se sabe que la decisión del tribunal de aplazar las condenas hasta que los acusados cumplieran 18 años generó una polémica en torno a la responsabilidad penal juvenil y el disciplinamiento a través del juicio político de los magistrados dispuestos a respetar garantías constitucionales. En ello no fueron ajenos el intendente de Tigre, Sergio Massa, el ministro de Justicia y Seguridad bonaerense, Ricardo Casal, y el letrado querellante, Jorge Casanovas. En ese contexto, el Gobierno provincial aumentó a 100 mil pesos la recompensa por la captura de Pérez Graham, quien –según sus perseguidores– permanecía como tragado por la tierra desde hacia nueve meses y medio. No era tan así.
El Gordo había sido arrestado el 20 de octubre por efectivos de la comisaría de Garín, quienes lo liberaron a sabiendas de que era buscado por el caso Urbani. Lo cierto es que ese hombre corpulento de 43 años, quien se inició en el delito como levantador de autos, ejercía el viejo oficio de soplón al servicio de algunos comisarios de la zona norte, que le concedían zonas liberadas. Pero en los últimos tiempos sumó a esas especialidades la de reclutador de adolescentes en riesgo para salir a robar. Su modus operandi era canallesco: Pérez Graham solía ablandar la voluntad de los chicos con paco, pastillas y cerveza, tal como surgió en el juicio por Urbani. “Un señor pelado le dijo a los pibes si querían ir a robar; ellos no querían ir, pero él se los llevó a tomar droga y no volvieron más”, señaló un testigo en referencia a los dos acusados. En la fatídica noche de aquel 10 de octubre, el propio Pérez Graham llevó en auto hasta Tigre a quienes matarían a Urbani. Desde entonces, su vida de prófugo fue apacible. Circulaba sin preocupación alguna por las calles de Escobar y, en vísperas al juicio por el homicidio, hasta se dio el lujo de amenazar a testigos. Pero de la noche a la mañana –en razón a la trascendencia del juicio– pasó a ser el sujeto más buscado en la provincia.
El lunes por la tarde, él circulaba en una camioneta blanca por las calles de Ingeniero Maschwitz, sin imaginar que otro soplón lo había delatado. Una brigada de la Distrital de Tigre inició la persecución.Y él, al notarlo, saltó de la camioneta a una moto. Pérez Graham llevaba jeans, campera y un casco rojo cuando fue herido de un balazo en una pierna. Y cayó de la moto para rodar sobre el asfalto. Entonces, no sin resignación, anunció:
–Me embocaron. Soy yo.
Ahora, en una oscura celda de la comisaría de General Pacheco languidece la primera prueba viviente que posee la Justicia para investigar la despiadada utilización de pibes como mano de obra delictiva.


Réquiem infantil. En un país en el que el desempleo –según los índices de 1996– llegó a afectar al 19 por ciento de la población, se produjo un aumento geométrico en los delitos contra la propiedad y las personas. En ese escenario tuvo lugar la irrupción de generaciones delictivas cada vez más jóvenes, precarizadas y violentas. Fueron camadas enteras de pibes excluidos las que pasaron de una lactancia incierta a una adolescencia no menos crítica sin mantener siquiera un roce conceptual con las fuerzas productivas. Y son ellos quienes cambiaron de una manera cualitativa el mapa del delito. Fue así también como la elección de las víctimas empezó a ser un ejercicio indiscriminado y, muchas veces, gratuitamente sangriento. Este sector, pese a la poca envergadura de sus hechos, es el que diariamente alimenta portadas periodísticas y morgues. Y el que digita la sensación térmica de la inseguridad. Como ya se ha visto, los llamados pibes chorros son un fenómeno creciente en lo numérico y poblado por existencias cronológicas que, en la mayoría de los casos, mueren como ratas antes de alcanzar la adultez. Y, muchas veces, en manos de escuadrones compuestos por policías, quienes así articulan una suerte de limpieza social. Los pistoleros más experimentados suelen evitarlos. Y hasta hace unos años, a los uniformados tampoco le eran de gran utilidad: no había demasiado beneficio en cerrar pactos comerciales con quienes podían llegar a traer, en el mejor de los casos, un magro botín y, encima, tras haber liquidado a la víctima. En cambio, esta franja delictiva sí les era útil a las fuerzas de seguridad para engordar estadísticas, reclamar nuevas atribuciones y agitar leyes penales más severas. El asunto, por cierto, ahora cambió. Es que la crisis de 2001 también había alcanzado a los bajos fondos. Y, por caso, el precio irrisorio que los desarmaderos comenzaron a pagar por un vehículo robado hizo que los levantadores de autos estacionados migraran hacia otras modalidades delictivas, quedando esa fase del negocio en manos de chicos sólo calificados para asaltar conductores a mano armada. Ya se sabe que ello sería una fuente inagotable de tragedias. Ese mismo target delictivo sería también reclutado por el crimen organizado –en el cual suelen resaltar los policías– para incurrir en atracos de otro tipo. Así las cosas.
El primer signo visible de ello fue el asesinato del ingeniero Ricardo Barrenechea en octubre de 2008. El hecho instalaría el debate en torno a la baja de la edad de imputabilidad de los menores. En paralelo, la bandita de pistoleros adolescentes –encabezada por un tal Kitu– develó la existencia de una organización de policías que trasladaba pibes desde la villa San Petesburgo, en La Matanza, para robar casas en San Isidro. Otros casos –como el del camionero Capristo– robustecieron tal certeza, con el agravante de que dicho reclutamiento se había convertido en una práctica orgánica y extendida. La desaparición de Luciano Arruga –ocurrida el año pasado en Lomas del Mirador por haberse negado a robar para la policía– confirmó esa creencia.
Meses después, el juez de La Plata, Luis Arias hizo una denuncia pública sobre el vínculo policial en este tipo de robos, lo que generó una indignada réplica del entonces ministro de Seguridad, Carlos Stornelli. Pero éste no tardaría en hacer una denuncia similar ente el fiscal Marcelo Romero, a raíz del asesinato con fines de robo de tres mujeres, efectuado –según sus palabras– en manos de “menores reclutados por la policía a cambio de una prestación dineraria”. Stornelli poco después renunció. Y su presentación judicial quedó en la nada.
En medio del irracional señalamiento de los menores en conflicto con la ley como únicos culpables de los picos recientes en materia de violencia urbana, tanto la figura de Pérez Graham como la violenta salidera bancaria en el que fue herida Carolina Píparo y su bebé sugieren que el huevo de la serpiente está en otra parte.

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