La pequeña Naoti mira con cara de miedo desde el regazo de su madre, una nigeriana, y se chupa dos dedos de forma nerviosa. La niña de tres años es una de los más de 400 niños extranjeros que el gobierno de Israel quiere devolver pronto a sus países de origen .
“Es muy duro para nosotros. Vivimos con un miedo constante”, dice Linda, su madre. La controvertida decisión del gobierno de Benjamin Netanyahu ha causado un fuerte debate público en Israel, donde los críticos llegan incluso a comparar los planes con la deportación de niños judíos durante el Holocausto.
Miles de israelíes y trabajadores extranjeros protestaron la noche del sábado en el centro de Tel Aviv contra la expulsión de los niños, muchos de los cuales nacieron en el propio Estado hebreo.
“No nos expulsen, somos israelíes”, rezaba la pancarta amarilla que portaban dos niñas de pelo negro con rasgos asiáticos.
El gabinete de Netanyahu decidió a comienzos de agosto expulsar del país a 400 hijos de trabajadores extranjeros, tras meses de duros debates. Otros 800 podrán permanecer en el país porque cumplen con determinados criterios. Entre éstos está el hecho de que los niños estén matriculados en un jardín de infantes o en un colegio, o que vivan desde hace al menos cinco años en Israel y que hablen hebreo.
La decisión de enviar a los otros 400 a sus países de origen fue justificada con la pretensión de mantener la identidad de Israel , un Estado fundado originalmente para la nación judía.
Pero desde hace años llegan no sólo trabajadores extranjeros de forma regular, sino también desplazados de países africanos, que traen a menudo a sus niños.
El fenómeno ha dado pie al miedo al mestizaje y una excesiva presencia de extranjeros en Israel. “No queremos crear incentivos para que cientos de miles de inmigrantes laborales inunden el país”, señala Netanyahu.
Muchos críticos consideran sin embargo que el argumento es hipócrita. “Los niños inocentes no deben pagar el precio de que Israel no tenga una verdadera política migratoria”, señala al respecto la portavoz de la organización israelí Children, Rotem Ilan.
Para la activista se trata de una política de dos caras: mientras empresas de trabajo temporal reciben hasta 2.600 dólares por cada trabajador extranjero que llevan a Israel, otros residentes foráneos son expulsados del país. En Israel hay unos 220.000 trabajadores extranjeros.
El principal promotor de la idea de expulsar a los niños extranjeros es el ministro del Interior, Eli Yishai, líder del ultrarreligioso partido Shas.
El político ortodoxo acusó incluso a los trabajadores extranjeros la semana pasada de utilizar a sus hijos como “escudos humanos”. “Hay que decirles: Adiós, se terminó la excursión. Todos tienen que regresar a su país”, argumenta Yishai.
Para muchos de los niños afectados por la medida, Israel es sin embargo su patria, y el hebreo es a menudo la única lengua que hablan. Irene de la Cruz es un buen ejemplo: sus padres son filipinos, pero ella vive desde hace 15 años en Israel y no quiere marcharse de lo que considera su país.
“En el colegio aprendí todo sobre los días festivos judíos, adoro la comida israelí y tengo la mentalidad israelí”, señala De la Cruz, de 24 años, en un hebreo sin acento alguno.
Cada vez son más los que defienden a los 400 niños. La asociación de los supervivientes del Holocausto y el movimiento de los “kibbutz” se han pronunciado contra la “deportación”. Incluso Sara Netanyahu, la esposa del primer ministro, pidió “de corazón” a Yishai en una carta que permita que los menores se queden.
El fotógrafo Yigal Shtayim ha creado también un grupo en la red social Facebook para aquellos dispuestos a esconder a uno de los niños y evitar su expulsión.
“He recibido docenas de llamadas”, cuenta Shtayim. “La gente quiere esconder a los niños en recámaras, áticos o depósitos de heno”, agregó.
El escritor Jehuda Atlas pidió en la manifestación del sábado que se agradezca más bien a los trabajadores extranjeros por “limpiar sus baños y cuidar a los ancianos por poco dinero”.
Después, dejó claro cuál cree que debe ser la posición moral de sus compatriotas: “Un judío no deporta niños”, sentenció el escritor.
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