Por J. P. C.
Escritor de espíritu oscuro, el uruguayo creó las ya tradicionales historias ambientadas en la selva misionera, en las que imaginó un conjunto de fábulas capaces de transportar a los lectores más chicos a un mundo de aventuras.
La selva es silenciosa, aunque no es del todo exacto llamar silencio a esa cortina espesa de silbidos, chistidos y siseos que le raspaba los oídos desde que se apartó del camino principal. Pero él venía de la ciudad, de Buenos Aires, y tal vez por eso no le parecía mal llamar silencio a tanto ruido. Al hombre le pesaban los pies de tanto andar sobre la tierra, por senderitos angostos como serpientes, que de a ratos remontaban una lomada suave y en seguida bajaban, pero sin apuro, esquivando los árboles que con sus ramas parecían querer abrazarlo, detenerlo para que no siguiera, para que nunca llegara al lugar al que se dirigía. Llevaba caminando ya un buen tramo, cuando se detuvo en un claro a descansar. Se pasó un pañuelo por la frente transpirada, pero la tela ya había salido mojada del bolsillo donde lo tenían apretada, y el intento de secarse no le sirvió para nada.
En la selva le llaman claro a un espacio de donde la naturaleza ha decidido retirarse un poco y ahí el intenso color verde le hace un hueco al suelo colorado. “Verde claro”, pensó él mientras se sentaba sobre la enorme valija que venía cargando cada vez con más trabajo y se rascó la barba. Como no se quería volver pero entre tanto silencio tampoco podía pensar en seguir caminando, el señor Quiroga (que así se llamaba el señor de la barba que caminaba por la selva) decidió descansar ahí mismo. Pensó que le alcanzaba con un ratito nomás, que le iba a hacer bien quedarse sentado, rascarse la barba. Al principio funcionó y fue como quedarse dormido, porque aunque el silencio no se callaba, él no lo escuchaba para nada y era todo como un sueño. El aleteo de mariposas que parecían pétalos vivos de alguna flor; los anillos de colores de una víbora disfrazada de media, arrastrándose sigilosa sobre la irritada piel del suelo; pájaros vestidos de planta y tantos ojos pequeños que lo miraban sin miedo, con curiosidad, directo a la cara, como quien ve a uno de los suyos. Quiroga no quiso moverse, tan a gusto descansaba en aquel verde claro en medio de la selva, cómodo entre tanta historia por conocer y tanto cuento por contar. Y aunque estaba tan quieto, se sentía como un chico travieso imaginando la más divertida de sus picardías. Mientras tanto el silencio insistía con lo suyo, escondido detrás de la sombra de cada arbusto y cada tronco y el señor Quiroga, que antes que señor era curioso, empezó a prestar atención, mientras iba entornando de a poco los ojos.
Y así empezó a recordar a las amigas y los amigos de la ciudad, los escritores y las poetas que se había dejado allá lejos, volviendo por ese mismo camino sinuoso por el que había llegado hasta ahí. Seguramente pensó en esa chica que después se mudó al mar, y en el hombre de gesto riguroso, de anteojos con forma de bicicleta y versos como edificios. Seguramente allá también lo recordaban, con su barba de oso y sus cuentos terribles, mientras corrían sobre calles empedradas para esquivar tranvías, amasando sin saber ellos también los versos para sus propias despedidas. ¿Habrá pensado el señor Quiroga en el cine, que tanto le gustaba? ¿O en tantas otras cosas que había elegido dejar en la ciudad? Puede ser que así haya sido, pero debió ser sólo un momento, una distracción que apenas consiguió sacarlo por un rato de las palabras que ya habían comenzado a anudarse en su imaginación, detrás de esos párpados cerrados nada más que para descansar la vista.
Entonces alucinó un hombre de la selva, como él, pero corriendo, lanzándose al río solo en su botecito, buscando que la deriva lo salvara de dormirse sin sueño. Imaginó una mujer joven, cuya cabeza reposaba sobre un almohadón hinchado y gordo, de fundas tan blancas como la piel de ella, que se preguntaba con voz cansada “¿Por qué estoy tan triste?”, sin saber qué responderse. Inventó animales fabulosos, capaces de hablar la lengua de los hombres y también de imitar sus trampas. Todo eso lo vio el señor Quiroga con ojos cerrados, mientras algunos pájaros ya empezaban a hacerle nidos en la barba y la selva lo acunaba contra su pecho rojo.
Nadie sabe cuánto tiempo se durmió el señor Quiroga en aquel verde tan claro de la selva, ni por qué. Pero algunos conjeturan que se fue allá nada más que a dormir, para no tener que aguantar que nadie más lo volviera a despertar. El señor Quiroga se acostó en la selva y se quedó dormido.
Escritor de espíritu oscuro, el uruguayo creó las ya tradicionales historias ambientadas en la selva misionera, en las que imaginó un conjunto de fábulas capaces de transportar a los lectores más chicos a un mundo de aventuras.
La selva es silenciosa, aunque no es del todo exacto llamar silencio a esa cortina espesa de silbidos, chistidos y siseos que le raspaba los oídos desde que se apartó del camino principal. Pero él venía de la ciudad, de Buenos Aires, y tal vez por eso no le parecía mal llamar silencio a tanto ruido. Al hombre le pesaban los pies de tanto andar sobre la tierra, por senderitos angostos como serpientes, que de a ratos remontaban una lomada suave y en seguida bajaban, pero sin apuro, esquivando los árboles que con sus ramas parecían querer abrazarlo, detenerlo para que no siguiera, para que nunca llegara al lugar al que se dirigía. Llevaba caminando ya un buen tramo, cuando se detuvo en un claro a descansar. Se pasó un pañuelo por la frente transpirada, pero la tela ya había salido mojada del bolsillo donde lo tenían apretada, y el intento de secarse no le sirvió para nada.
En la selva le llaman claro a un espacio de donde la naturaleza ha decidido retirarse un poco y ahí el intenso color verde le hace un hueco al suelo colorado. “Verde claro”, pensó él mientras se sentaba sobre la enorme valija que venía cargando cada vez con más trabajo y se rascó la barba. Como no se quería volver pero entre tanto silencio tampoco podía pensar en seguir caminando, el señor Quiroga (que así se llamaba el señor de la barba que caminaba por la selva) decidió descansar ahí mismo. Pensó que le alcanzaba con un ratito nomás, que le iba a hacer bien quedarse sentado, rascarse la barba. Al principio funcionó y fue como quedarse dormido, porque aunque el silencio no se callaba, él no lo escuchaba para nada y era todo como un sueño. El aleteo de mariposas que parecían pétalos vivos de alguna flor; los anillos de colores de una víbora disfrazada de media, arrastrándose sigilosa sobre la irritada piel del suelo; pájaros vestidos de planta y tantos ojos pequeños que lo miraban sin miedo, con curiosidad, directo a la cara, como quien ve a uno de los suyos. Quiroga no quiso moverse, tan a gusto descansaba en aquel verde claro en medio de la selva, cómodo entre tanta historia por conocer y tanto cuento por contar. Y aunque estaba tan quieto, se sentía como un chico travieso imaginando la más divertida de sus picardías. Mientras tanto el silencio insistía con lo suyo, escondido detrás de la sombra de cada arbusto y cada tronco y el señor Quiroga, que antes que señor era curioso, empezó a prestar atención, mientras iba entornando de a poco los ojos.
Y así empezó a recordar a las amigas y los amigos de la ciudad, los escritores y las poetas que se había dejado allá lejos, volviendo por ese mismo camino sinuoso por el que había llegado hasta ahí. Seguramente pensó en esa chica que después se mudó al mar, y en el hombre de gesto riguroso, de anteojos con forma de bicicleta y versos como edificios. Seguramente allá también lo recordaban, con su barba de oso y sus cuentos terribles, mientras corrían sobre calles empedradas para esquivar tranvías, amasando sin saber ellos también los versos para sus propias despedidas. ¿Habrá pensado el señor Quiroga en el cine, que tanto le gustaba? ¿O en tantas otras cosas que había elegido dejar en la ciudad? Puede ser que así haya sido, pero debió ser sólo un momento, una distracción que apenas consiguió sacarlo por un rato de las palabras que ya habían comenzado a anudarse en su imaginación, detrás de esos párpados cerrados nada más que para descansar la vista.
Entonces alucinó un hombre de la selva, como él, pero corriendo, lanzándose al río solo en su botecito, buscando que la deriva lo salvara de dormirse sin sueño. Imaginó una mujer joven, cuya cabeza reposaba sobre un almohadón hinchado y gordo, de fundas tan blancas como la piel de ella, que se preguntaba con voz cansada “¿Por qué estoy tan triste?”, sin saber qué responderse. Inventó animales fabulosos, capaces de hablar la lengua de los hombres y también de imitar sus trampas. Todo eso lo vio el señor Quiroga con ojos cerrados, mientras algunos pájaros ya empezaban a hacerle nidos en la barba y la selva lo acunaba contra su pecho rojo.
Nadie sabe cuánto tiempo se durmió el señor Quiroga en aquel verde tan claro de la selva, ni por qué. Pero algunos conjeturan que se fue allá nada más que a dormir, para no tener que aguantar que nadie más lo volviera a despertar. El señor Quiroga se acostó en la selva y se quedó dormido.
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