Los jóvenes que toman en la previa, en boliches y fogones, son cada vez más chicos. Coimean para que les dejen utilizar las carpas. De la cerveza a las bebidas blancas.
Por Gonzalo Sánchez (desde Pinamar)
El hombre los deja. Vigila el balneario durante la noche y siempre pega la misma vuelta. Camina entre las carpas iluminando con una linterna potente el interior de cada una, y está acostumbrado a lo que sea: los vio borrachos, teniendo sexo, sangrando, vio chicas de menos de quince refregarse con pibes de 23, echó a tipos grandes que venían a vender bebida blanca, se peleó con un par, llamó una ambulancia, atendió periodistas. Pero a éstos los deja. Son siete varones y seis mujeres, todos amontonados, mezclando vodka con Red Bull en vasitos de plástico blanco. Ninguno tiene más de 19 años. Le dicen, al cuidador, que por dejarlos estar ahí, por ser tan bueno con ellos, debería ser intendente de Pinamar. Tres y media de la mañana.
–No molestan. Toman un traguito. Marihuana no los dejo. Sólo alcohol. Pero a veces se complica. Ahora suele aparecer la policía, los sábados, y les saca las botellas y se las vacía.
Dice el sereno, y a 20 metros, en la carpa, los chicos parecen animales controlados, abastecidos, en la jaula de un zoológico. Abstraída, quitada de contexto, la imagen transmite cierta tranquilidad. Pero dos horas más tarde, todo puede ser un desastre. O una noticia. Desde hace por lo menos veinte días, de manera sostenida, los medios de comunicación vienen contando el verano más salvaje de los últimos años. El saldo brutal de esta temporada incluye a un joven degollado en San Bernardo; once ahogados, según la asociación Madres del Dolor, por salir borrachos de bailar y meterse al mar; otro internado por recibir un botellazo que cayó desde un b a l - cón; dos acuchillados en Pinamar; más de 15 golpeados hasta la rotura.
¿QUÉ PASA? Los episodios de violencia se reiteran sin freno. La policía no sirve. Y los adultos discuten qué hacer, pero siempre después de los hechos. Con una carencia total de sentido de la previsión, se piensa en la seguridad de los jóvenes como algo posterior a la desgracia. Los adolescentes, mientras tanto, aparecen abandonados en una playa –o en el interior de un boliche o adentro de un departamento alquilado por sus propios padres– como si no hubiera antecedentes nefastos. Como si Cromañón, por ejemplo, no hubiera existido. El contraste es abrumador porque las mismas arenas que durante el día albergan a la clase media argentina, la clase alta y la clase dirigente, por las noches, se convierten en el escenario de la desidia y el descontrol.
QUÉ SE USA. Se asiste, entonces, a un cambio de paradigma. Los chicos de hoy adoptaron nuevas formas de diversión. Otros hábitos: la previa, esa antítesis de la gira bailable regada con alcohol, aparece como una escala central de la noche adolescente. Se hace en las carpas de los balnearios, o en las casas, en el caso de los chicos que veranean en grupo, sin su familia. La cerveza o los tragos, que antes se consumían dentro de la disco, ahora se compran por la tarde en supermercados atendidos por comerciantes que no piden DNI y venden a menores de edad, desconociendo que la ley lo prohíbe. El boliche es, quizás, el lugar donde menos se consume. Pero al boliche, es norma, se llega borracho.
Entre lo padres, mientras tanto, está expandida la idea de que los hijos de uno no se meten en problemas.
–¿Los míos? Los míos son responsables y conocen los límites –explica una madre. Pero a la misma hora en que lo dice, sentada a la mesa del quincho de una casa cualquiera de Pinamar, rodeada de gente jovial, profesional e informada, su hijo se está bebiendo en la rotonda de la avenida Bunge un vino blanco con Fanta o un champagne con Speed, y eso será lo primero y luego vendrán más tragos y más mezclas. Ejecuta –de manera sistemática– la decisión consensuada de ponerse en pedo hasta no dar más. Ése es el boleto para pasear el resto de la madrugada, para tirar hasta que amanezca, para no estar “careta” y animarte a encarar esa minita que te gusta y está mas ebria que vos, para pasear por la entrañas del boliche sin aburrirte en el intento. La ecuación indica que lúcido se puede estar bien, pero escabiado mejor.
CONFESIÓN DE PARTE. El monólogo lo hace un rubio con cara de buen alumno, que al principio no se anima a hablar porque teme que sus padres lo lean.
–La previa es en la playa, si viniste con tu familia y no podés reunirte en tu casa, o en un departamento, si alquilaste algo con tus amigos. La previa es eso, la previa, como dice la palabra, el antes. Además, es necesaria porque está mejor entrar escabiado al boliche. Si no, es un embole. Y además porque en un boliche no se puede tomar tanto porque es caro, no conviene. ¿Cómo compramos? Nosotros somos todos mayores de 18. Yo tengo 18, por ejemplo. Él, 19. Ella no, 16. Pero en general, no hay drama porque te piden el documento y se lo mostrás y listo. Sí, sí, te lo piden, en el mercadito de Ostende te lo piden. ¿Mis viejos? Están en casa. Vinieron ahora, la primera de febrero. Pero nosotros vinimos antes, la segunda de enero. Somos de Capital. Nosotros somos amigos. A ellas las conocimos acá. Hay una chiquita de 15, diminuta, pelo corto, cara de muñeca:
–Después ponen cualquier cosa, pero la previa es estar tomando algo con tus amigos. Y emborracharte un poco… y bueno, hay que divertirse, ¿o no?
De otro lado, los comerciantes consultados juran que piden documentos al tiempo que aseguran que este verano “aunque tuvo un turismomuy desparejo”, se triplicó la venta de alcohol.
El punto más álgido de la madrugada, el pico de hormona adolescente, se desata durante la desconcentración, cuando suena el timbre de salida de la disco y la masa sale a la calle. Es el momento en que unos corren hacia las playas a practicar un after hour desbordado y también cuando se arman las bataholas, las peleas diez contra diez, entre gritos y sirenas, iluminadas por la primera luz del día.
–Vos podés estar tranquilo –dice Federico–, pero te puede pasar lo que me pasó a mí. Federico tiene la nariz partida. Lo agarraron hace dos semanas once rugbiers tucumanos de entre 19 y 25 años, y lo molieron a golpes, según dice, porque rozó a uno de ellos.
–Pasé caminando por al lado, toqué sin querer a uno, se dio vuelta y me partió el labio de una trompada. Después fue todo un desastre. Me hice bolita y dejé que me pegaran.
A la guardia del hospital de Pinamar ingresaron en el mes de enero 124 jóvenes con cuadros de grandes ingestas de alcohol: 80 varones y 44 mujeres; 74 mayores y 50 menores de edad. Cuatro por día. Según los médicos, casi todos chicos estaban de vacaciones y habían venido solos o con sus familias.
Durante los primeros días del mes hubo una calma extendida, pero las cosas empeoraron después de la segunda quincena y la violencia fue noticia. A mediados de mes, entonces, cuando cayó una botella desde un balcón de Pinamar sobre la cabeza de José Luis Martín, un chico de 19 años que caminaba rumbo a su trabajo, el concejal Jorge Yeza propuso crear un registro para jóvenes que alquilan departamentos solos durante el verano. Una idea interesante y con rebote, pero con un interrogante previo: ¿quién le alquila a los chicos solos? “Los mismos padres –dice Yeza–. Gente muy generosa, con inmensas posibilidades económicas, que vienen y te dicen que quieren premiar a su hijo porque acaba de terminar el secundario y se lo merece. Les decís que no, que es una locura hacerlo porque rompen todo y es un riesgo. Te dicen: ‘Si pasa algo, respondo yo’.”
Los adultos valoran los actos de sus hijos sobre la base de la experiencia doméstica. Pueden responder por el pibe, que es un ejemplo en el colegio o en el club o en la casa misma, por sus actos individuales, pero olvidan que en manada van en busca de otros estímulos y los parámetros se alteran. La chica rubia de 18 años que ahora se menea en un fogón playero, a las 7.10 de la mañana, con una botella de champagne en la mano acaba de contar que q u i e r e s e r pediatra. Probablemente lo consiga, pero ahora está posesa y mientras todos le celebran su contoneo, ella quiebra el cuello y bebe todavía más.
–Es difícil para un policía –dice el comisario Juan Tedesco, encargado de organizar los operativos de control que poco pudieron contener este verano–, porque al chico no lo podés detener por eso, y vos estás viendo que se está lastimando. Por otro lado, a las siete de la mañana, la misma situación se multiplica por mil. Y mientras tenés a la chica borracha en la playa, hay diez a las piñas en la calle.
–La sensación –dice un médico, padre, que veranea en Pinamar– es que los chicos hacen acá lo mismo que en los lugares donde viven, pero acá todo se dispara peligrosamente porque el municipio no cuenta con estructura para controlar. Estas ciudades están vacías durante diez meses. Cuando llega el verano, los locales necesitan facturar, y nadie se acuerda de pensar en medidas preventivas. Se abre la puerta y se deja que la multitud entre y que sea lo que Dios quiera. Yo sé que mi hijo vuelve borracho, tiene 17, pero no puedo impedirle que salga, ni que haga cagadas. Sólo me queda rezar y reclamar a los que mandan en esta ciudad medidas básicas de seguridad.
Culmina, y se acerca al punto. Los sociólogos utilizan el concepto de “riesgo controlado” para tratar temas vinculados con la juventud y los límites. Naturalmente, un adolescente en algún momento se pasará de la raya, franqueará el orden establecido: va a equivocarse. El desafío está en ver qué hacer para que el riesgo disminuya, para que las consecuencias estén dentro de lo previsible. Y ésa es tarea de adultos: de padres y del Estado. Pero durante todo enero, en la costa atlántica argentina, las redes de contención no fueron eficientes, ofrecieron resquicios, agujeros tremendos, por donde se filtró la desgracia y todo pudo ser peor. Nadie se ocupó de operar sobre los riesgos, de tejer tramas de prevención. De milagro, este verano no fue peor.
El hombre los deja. Vigila el balneario durante la noche y siempre pega la misma vuelta. Camina entre las carpas iluminando con una linterna potente el interior de cada una, y está acostumbrado a lo que sea: los vio borrachos, teniendo sexo, sangrando, vio chicas de menos de quince refregarse con pibes de 23, echó a tipos grandes que venían a vender bebida blanca, se peleó con un par, llamó una ambulancia, atendió periodistas. Pero a éstos los deja. Son siete varones y seis mujeres, todos amontonados, mezclando vodka con Red Bull en vasitos de plástico blanco. Ninguno tiene más de 19 años. Le dicen, al cuidador, que por dejarlos estar ahí, por ser tan bueno con ellos, debería ser intendente de Pinamar. Tres y media de la mañana.
–No molestan. Toman un traguito. Marihuana no los dejo. Sólo alcohol. Pero a veces se complica. Ahora suele aparecer la policía, los sábados, y les saca las botellas y se las vacía.
Dice el sereno, y a 20 metros, en la carpa, los chicos parecen animales controlados, abastecidos, en la jaula de un zoológico. Abstraída, quitada de contexto, la imagen transmite cierta tranquilidad. Pero dos horas más tarde, todo puede ser un desastre. O una noticia. Desde hace por lo menos veinte días, de manera sostenida, los medios de comunicación vienen contando el verano más salvaje de los últimos años. El saldo brutal de esta temporada incluye a un joven degollado en San Bernardo; once ahogados, según la asociación Madres del Dolor, por salir borrachos de bailar y meterse al mar; otro internado por recibir un botellazo que cayó desde un b a l - cón; dos acuchillados en Pinamar; más de 15 golpeados hasta la rotura.
¿QUÉ PASA? Los episodios de violencia se reiteran sin freno. La policía no sirve. Y los adultos discuten qué hacer, pero siempre después de los hechos. Con una carencia total de sentido de la previsión, se piensa en la seguridad de los jóvenes como algo posterior a la desgracia. Los adolescentes, mientras tanto, aparecen abandonados en una playa –o en el interior de un boliche o adentro de un departamento alquilado por sus propios padres– como si no hubiera antecedentes nefastos. Como si Cromañón, por ejemplo, no hubiera existido. El contraste es abrumador porque las mismas arenas que durante el día albergan a la clase media argentina, la clase alta y la clase dirigente, por las noches, se convierten en el escenario de la desidia y el descontrol.
QUÉ SE USA. Se asiste, entonces, a un cambio de paradigma. Los chicos de hoy adoptaron nuevas formas de diversión. Otros hábitos: la previa, esa antítesis de la gira bailable regada con alcohol, aparece como una escala central de la noche adolescente. Se hace en las carpas de los balnearios, o en las casas, en el caso de los chicos que veranean en grupo, sin su familia. La cerveza o los tragos, que antes se consumían dentro de la disco, ahora se compran por la tarde en supermercados atendidos por comerciantes que no piden DNI y venden a menores de edad, desconociendo que la ley lo prohíbe. El boliche es, quizás, el lugar donde menos se consume. Pero al boliche, es norma, se llega borracho.
Entre lo padres, mientras tanto, está expandida la idea de que los hijos de uno no se meten en problemas.
–¿Los míos? Los míos son responsables y conocen los límites –explica una madre. Pero a la misma hora en que lo dice, sentada a la mesa del quincho de una casa cualquiera de Pinamar, rodeada de gente jovial, profesional e informada, su hijo se está bebiendo en la rotonda de la avenida Bunge un vino blanco con Fanta o un champagne con Speed, y eso será lo primero y luego vendrán más tragos y más mezclas. Ejecuta –de manera sistemática– la decisión consensuada de ponerse en pedo hasta no dar más. Ése es el boleto para pasear el resto de la madrugada, para tirar hasta que amanezca, para no estar “careta” y animarte a encarar esa minita que te gusta y está mas ebria que vos, para pasear por la entrañas del boliche sin aburrirte en el intento. La ecuación indica que lúcido se puede estar bien, pero escabiado mejor.
CONFESIÓN DE PARTE. El monólogo lo hace un rubio con cara de buen alumno, que al principio no se anima a hablar porque teme que sus padres lo lean.
–La previa es en la playa, si viniste con tu familia y no podés reunirte en tu casa, o en un departamento, si alquilaste algo con tus amigos. La previa es eso, la previa, como dice la palabra, el antes. Además, es necesaria porque está mejor entrar escabiado al boliche. Si no, es un embole. Y además porque en un boliche no se puede tomar tanto porque es caro, no conviene. ¿Cómo compramos? Nosotros somos todos mayores de 18. Yo tengo 18, por ejemplo. Él, 19. Ella no, 16. Pero en general, no hay drama porque te piden el documento y se lo mostrás y listo. Sí, sí, te lo piden, en el mercadito de Ostende te lo piden. ¿Mis viejos? Están en casa. Vinieron ahora, la primera de febrero. Pero nosotros vinimos antes, la segunda de enero. Somos de Capital. Nosotros somos amigos. A ellas las conocimos acá. Hay una chiquita de 15, diminuta, pelo corto, cara de muñeca:
–Después ponen cualquier cosa, pero la previa es estar tomando algo con tus amigos. Y emborracharte un poco… y bueno, hay que divertirse, ¿o no?
De otro lado, los comerciantes consultados juran que piden documentos al tiempo que aseguran que este verano “aunque tuvo un turismomuy desparejo”, se triplicó la venta de alcohol.
El punto más álgido de la madrugada, el pico de hormona adolescente, se desata durante la desconcentración, cuando suena el timbre de salida de la disco y la masa sale a la calle. Es el momento en que unos corren hacia las playas a practicar un after hour desbordado y también cuando se arman las bataholas, las peleas diez contra diez, entre gritos y sirenas, iluminadas por la primera luz del día.
–Vos podés estar tranquilo –dice Federico–, pero te puede pasar lo que me pasó a mí. Federico tiene la nariz partida. Lo agarraron hace dos semanas once rugbiers tucumanos de entre 19 y 25 años, y lo molieron a golpes, según dice, porque rozó a uno de ellos.
–Pasé caminando por al lado, toqué sin querer a uno, se dio vuelta y me partió el labio de una trompada. Después fue todo un desastre. Me hice bolita y dejé que me pegaran.
A la guardia del hospital de Pinamar ingresaron en el mes de enero 124 jóvenes con cuadros de grandes ingestas de alcohol: 80 varones y 44 mujeres; 74 mayores y 50 menores de edad. Cuatro por día. Según los médicos, casi todos chicos estaban de vacaciones y habían venido solos o con sus familias.
Durante los primeros días del mes hubo una calma extendida, pero las cosas empeoraron después de la segunda quincena y la violencia fue noticia. A mediados de mes, entonces, cuando cayó una botella desde un balcón de Pinamar sobre la cabeza de José Luis Martín, un chico de 19 años que caminaba rumbo a su trabajo, el concejal Jorge Yeza propuso crear un registro para jóvenes que alquilan departamentos solos durante el verano. Una idea interesante y con rebote, pero con un interrogante previo: ¿quién le alquila a los chicos solos? “Los mismos padres –dice Yeza–. Gente muy generosa, con inmensas posibilidades económicas, que vienen y te dicen que quieren premiar a su hijo porque acaba de terminar el secundario y se lo merece. Les decís que no, que es una locura hacerlo porque rompen todo y es un riesgo. Te dicen: ‘Si pasa algo, respondo yo’.”
Los adultos valoran los actos de sus hijos sobre la base de la experiencia doméstica. Pueden responder por el pibe, que es un ejemplo en el colegio o en el club o en la casa misma, por sus actos individuales, pero olvidan que en manada van en busca de otros estímulos y los parámetros se alteran. La chica rubia de 18 años que ahora se menea en un fogón playero, a las 7.10 de la mañana, con una botella de champagne en la mano acaba de contar que q u i e r e s e r pediatra. Probablemente lo consiga, pero ahora está posesa y mientras todos le celebran su contoneo, ella quiebra el cuello y bebe todavía más.
–Es difícil para un policía –dice el comisario Juan Tedesco, encargado de organizar los operativos de control que poco pudieron contener este verano–, porque al chico no lo podés detener por eso, y vos estás viendo que se está lastimando. Por otro lado, a las siete de la mañana, la misma situación se multiplica por mil. Y mientras tenés a la chica borracha en la playa, hay diez a las piñas en la calle.
–La sensación –dice un médico, padre, que veranea en Pinamar– es que los chicos hacen acá lo mismo que en los lugares donde viven, pero acá todo se dispara peligrosamente porque el municipio no cuenta con estructura para controlar. Estas ciudades están vacías durante diez meses. Cuando llega el verano, los locales necesitan facturar, y nadie se acuerda de pensar en medidas preventivas. Se abre la puerta y se deja que la multitud entre y que sea lo que Dios quiera. Yo sé que mi hijo vuelve borracho, tiene 17, pero no puedo impedirle que salga, ni que haga cagadas. Sólo me queda rezar y reclamar a los que mandan en esta ciudad medidas básicas de seguridad.
Culmina, y se acerca al punto. Los sociólogos utilizan el concepto de “riesgo controlado” para tratar temas vinculados con la juventud y los límites. Naturalmente, un adolescente en algún momento se pasará de la raya, franqueará el orden establecido: va a equivocarse. El desafío está en ver qué hacer para que el riesgo disminuya, para que las consecuencias estén dentro de lo previsible. Y ésa es tarea de adultos: de padres y del Estado. Pero durante todo enero, en la costa atlántica argentina, las redes de contención no fueron eficientes, ofrecieron resquicios, agujeros tremendos, por donde se filtró la desgracia y todo pudo ser peor. Nadie se ocupó de operar sobre los riesgos, de tejer tramas de prevención. De milagro, este verano no fue peor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario