El sábado fui a esa misa hereje cuya eucaristía son las bengalas. Estuve en La Plata, y formé parte de esa liturgia popular: la "misa ricotera".
Por H. Brienza.
El sábado fui a esa misa hereje cuya eucaristía son las bengalas. Estuve en La Plata, y formé parte de esa liturgia popular que desde principios de los noventa hasta ahora se denominó “misa ricotera”. Hacía unos años que no iba: exactamente desde 2001, cuando tocaron juntos por última vez en el Chateau Carreras, en Córdoba, el Indio Solari y Skay Beilinson. Hacía siete años que no formaba parte de la ceremonia. Sin embargo, fue cuestión de acercarse a un par de cuadras del estadio platense para reencontrarme con esas “banderas rojas y negras, de lienzo blanco en el corazón”, con esos pibes que gritaban y cantaban alimentados con molotovs de alegría improvisada en botellas de plástico cortadas por la mitad. No eran Los Redondos esta vez. Era solamente El Indio, pero allí, entre la multitud serena, estaban los desconocidos de siempre: los sin dientes, los negros, los pobres, los gordos, los feos, los desahuciados, los sin esperanzas, los desangelados, los que “chupan la fruta sin poder morderla”, los que “rapiñan el maldito amor que tanto miedo da”, los que se arremolinaban en un pogo mágico y feliz que muchos desprecian desde su sillón progre. Aclaración: no lo hacen para “demostrarse a ellos mismos que están vivos”, lo hacen porque “están efectiva y conscientemente vivos” en un mundo desgastado, corroído, y que es horrible desde la Guerra del Fuego. Y allí delante de todos estaba él: ese demiurgo hosco y oscuro, de malos tratos, insoportablemente contradictorio pero ferozmente honesto, siempre oculto y paranoico, inaprensible, subido al podio de los mejores poetas del rocanrol.
El Indio estaba allí cantando el himno de las bandas: “Juguetes perdidos”, compartiendo ese tesoro que consta de nada más que un par de promesas, de tics de la revolución, un rocanrol implacable y un par de sienes ardientes. Como ocurre siempre, el fantasma de Cromañón sobrevoló el estadio en forma de bengalas, de luces verdes, lilas, amarillas, azules, rojas. El estadio se iluminó, el pueblo ricotero deliró con el ritual ancestral del fuego. Lamento anoticiarlos (progres, fachos, viejos, hipócritas, distraídos): nos gustan las bengalas. Siempre nos gustaron. Por eso Cromañón partió en dos al rocanrol, porque la muerte vino desde las entrañas de la felicidad, de la alegría, de la fiesta absurda. No sientan culpas, señores apoltronados, ustedes hicieron lo único que los seres humanos sabemos hacer: generar corrupción, construir sociedades violentas, desiguales, refugiarse en gobiernos desidiosos, con funcionarios incapaces, rapaces. El rocanrol, en su mejor momento, no cuando es sólo una cancioncita de tres minutos para pasar por la frecuencia moderada, es furia. Y en Cromañón la furia se nos dio en contra.
La culpa fue nuestra. De los que nos extasiamos con los fuegos de artificios, los que fuimos a escuchar música a sucuchos insoportables, maltratados, pero reconociéndonos en la oscuridad, en la humedad, en los márgenes de lo oculto. Siendo, existiendo, allí, en el momento en que se apagaban las luces y los redobles de batería golpeaban el pecho.
Por eso Cromañón partió en dos al rocanrol. Porque murieron 200 pibes de los nuestros –esta vez no fue Isaac el que hundió el puñal–, porque el rocanrol se reencontró cara a cara con su peor rostro: todo lo que habíamos sostenido se caía con ese empresario despreciador –al que la mayoría estigmatizó para limpiar las culpas propias–, con los integrantes de Callejeros, que luego de alentar a los pibes a ser “rebeldes, agitadores y revolucionarios” fueron corriendo a refugiarse bajo las faldas del abogado de Alfredo Yabrán y Christian Von Wernich, y con el “boludo” que tiró la bengala perdida en un lugar cerrado sin pensar que lo que había hecho durante años podía desatar la tragedia.
En Cromañón nos encontramos con nuestra peor cara: nosotros también fuimos como el mundo, fuimos lobos sueltos y corderos atados. No fuimos inocentes ni inconscientes. Fuimos culpables, aunque no responsables. Nos mató aquello que nos hizo vivir. Y nosotros matamos lo que amamos. El sábado en La Plata, entonces, “disfrutamos, sin dañar, de los placeres que nos quedaron”. Ya no teníamos opción: “Todo el sueño quedó en manos de los pavotes”. Todos somos Porco Rex (mensaje cifrado).
El Indio estaba allí cantando el himno de las bandas: “Juguetes perdidos”, compartiendo ese tesoro que consta de nada más que un par de promesas, de tics de la revolución, un rocanrol implacable y un par de sienes ardientes. Como ocurre siempre, el fantasma de Cromañón sobrevoló el estadio en forma de bengalas, de luces verdes, lilas, amarillas, azules, rojas. El estadio se iluminó, el pueblo ricotero deliró con el ritual ancestral del fuego. Lamento anoticiarlos (progres, fachos, viejos, hipócritas, distraídos): nos gustan las bengalas. Siempre nos gustaron. Por eso Cromañón partió en dos al rocanrol, porque la muerte vino desde las entrañas de la felicidad, de la alegría, de la fiesta absurda. No sientan culpas, señores apoltronados, ustedes hicieron lo único que los seres humanos sabemos hacer: generar corrupción, construir sociedades violentas, desiguales, refugiarse en gobiernos desidiosos, con funcionarios incapaces, rapaces. El rocanrol, en su mejor momento, no cuando es sólo una cancioncita de tres minutos para pasar por la frecuencia moderada, es furia. Y en Cromañón la furia se nos dio en contra.
La culpa fue nuestra. De los que nos extasiamos con los fuegos de artificios, los que fuimos a escuchar música a sucuchos insoportables, maltratados, pero reconociéndonos en la oscuridad, en la humedad, en los márgenes de lo oculto. Siendo, existiendo, allí, en el momento en que se apagaban las luces y los redobles de batería golpeaban el pecho.
Por eso Cromañón partió en dos al rocanrol. Porque murieron 200 pibes de los nuestros –esta vez no fue Isaac el que hundió el puñal–, porque el rocanrol se reencontró cara a cara con su peor rostro: todo lo que habíamos sostenido se caía con ese empresario despreciador –al que la mayoría estigmatizó para limpiar las culpas propias–, con los integrantes de Callejeros, que luego de alentar a los pibes a ser “rebeldes, agitadores y revolucionarios” fueron corriendo a refugiarse bajo las faldas del abogado de Alfredo Yabrán y Christian Von Wernich, y con el “boludo” que tiró la bengala perdida en un lugar cerrado sin pensar que lo que había hecho durante años podía desatar la tragedia.
En Cromañón nos encontramos con nuestra peor cara: nosotros también fuimos como el mundo, fuimos lobos sueltos y corderos atados. No fuimos inocentes ni inconscientes. Fuimos culpables, aunque no responsables. Nos mató aquello que nos hizo vivir. Y nosotros matamos lo que amamos. El sábado en La Plata, entonces, “disfrutamos, sin dañar, de los placeres que nos quedaron”. Ya no teníamos opción: “Todo el sueño quedó en manos de los pavotes”. Todos somos Porco Rex (mensaje cifrado).
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