Por Alberto Morlachetti
(APe).- Las formas de violencia reconocidas por el colectivo social se encuentran inscriptas en una realidad jurídica y policial que las identifica como transgresiones a la ley penal y justifican la represión como tributo a la seguridad, amplificadas estas cuestiones por los noticieros televisivos y sus réplicas destinadas a conmover a la población.
No obstante hay otras formas de vejaciones -como el hambre- que cierto imaginario social no reconoce como violencia ni como delito, y se encuentran ausente en los relatos sociales. Sin embargo, el hambre también es un crimen.
Los niños y los jóvenes -en su mayoría- viven el presente como los herederos de una derrota. Sufren los efectos de una marginación múltiple: no gozan de las primicias de las cosechas y no hay espacio para ellos en los barrios ni en las instituciones, y la escuela, como organizador social privilegiado, se aleja cada vez más de sus problemas cotidianos aumentando la deserción.
Arturo Jauretche dejaría su legado: "La escuela no continuaba la vida, sino que abría en ella un paréntesis diario. La empiria del niño, su conocimiento vital recogido en el hogar y en su contorno, todo eso era aporte despreciable".
LA NACION del 14 del actual consignaba que el presidente del Consudec había advertido: "En el conurbano bonaerense hay unos 800.000 chicos, de 8 a 17 años, que no van a la escuela". ¿En qué vertientes terribles se despeñan esas almitas intactas de urgencia?
Esto nos lleva a reflexionar que si la vida y la condición de la vida fueran el núcleo más precioso en nuestra escala de valores, no sólo deberíamos estallar de indignación ante un robo o un secuestro, sino también ante la falta de nutrición en nuestros niños, que viven como fragmentos y mueren en lugares olvidados. Pero esto afecta la seguridad de la vida y no de los bienes.
No obstante hay otras formas de vejaciones -como el hambre- que cierto imaginario social no reconoce como violencia ni como delito, y se encuentran ausente en los relatos sociales. Sin embargo, el hambre también es un crimen.
Los niños y los jóvenes -en su mayoría- viven el presente como los herederos de una derrota. Sufren los efectos de una marginación múltiple: no gozan de las primicias de las cosechas y no hay espacio para ellos en los barrios ni en las instituciones, y la escuela, como organizador social privilegiado, se aleja cada vez más de sus problemas cotidianos aumentando la deserción.
Arturo Jauretche dejaría su legado: "La escuela no continuaba la vida, sino que abría en ella un paréntesis diario. La empiria del niño, su conocimiento vital recogido en el hogar y en su contorno, todo eso era aporte despreciable".
LA NACION del 14 del actual consignaba que el presidente del Consudec había advertido: "En el conurbano bonaerense hay unos 800.000 chicos, de 8 a 17 años, que no van a la escuela". ¿En qué vertientes terribles se despeñan esas almitas intactas de urgencia?
Esto nos lleva a reflexionar que si la vida y la condición de la vida fueran el núcleo más precioso en nuestra escala de valores, no sólo deberíamos estallar de indignación ante un robo o un secuestro, sino también ante la falta de nutrición en nuestros niños, que viven como fragmentos y mueren en lugares olvidados. Pero esto afecta la seguridad de la vida y no de los bienes.
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