Por Enrique Lacolla El actual momento político argentino se configura en torno de oposiciones que vienen de lo profundo de nuestra historia. Lo cual no es óbice para volver a un necesario debate sobre sus características esenciales. La oposición al actual gobierno argentino es variopinta. E ininteligible si se presume la existencia de una razón ideológica para intentar comprender su actitud. Por cierto, existe un núcleo duro en ese conglomerado que posee un proyecto, el más siniestro que imaginarse pueda: un retorno al esquema económico del Consenso de Washington, una vuelta a los ’90. Sus personeros se identifican con lo peor que ha habido en la política argentina, y tienen, en muchísimos casos, nexos con la dictadura militar de 1976-1983. Otras agrupaciones, en cambio, se identifican con políticas económicas que se dicen de izquierda. Sin embargo, con su actitud derogatoria respecto del Ejecutivo, terminan prestando un apoyo incomprensible a los personajes expresivos de la derecha cruda y nuda, únicos fautores de poder sobre los que podría recaer el gobierno en el caso de que el Frente para la Victoria fuese desalojado del gobierno en las elecciones del año próximo. La recurrente concurrencia, en tiempos recientes, del máximo exponente del Proyecto Sur a entrevistas mediáticas piloteadas por personeros del sistema que devastó al país durante casi 30 años y su preocupación en atacar primordialmente a la actual administración, callando respecto de la nocividad de sus adversarios, es expresiva de esta paradoja. Pero, más allá de esta singularidad política, el sustento de la opinión pública a los diversos sectores del frente opositor es considerable. Aunque varía o aparenta variar en sus motivos, el núcleo sustantivo de esa posición es una inequívoca animadversión hacia el Ejecutivo y hacia quienes lo integran. Esa inquina es comprensible en los grupos concentrados del poder financiero, personeros del modelo que sólo concibe al país como entidad dependiente. Estos grupos, que como sistema de intereses han comandado la mayor parte de la historia argentina, se encuentran estrechamente ligados al imperialismo, que otorga un rol subordinado a este país y al resto de los países iberoamericanos, con la excepción –relativa- de Brasil. En cambio, el por qué de ese rencor en vastos estratos de nuestra clase media no es fácil de comprender si nos atenemos a los datos objetivos. Una cierta proporción de este conglomerado está representado por chacareros enriquecidos y por las personas vinculadas al sector en las ciudades del interior que viven del comercio de granos. Todos ellos abominan de cualquier regulación que trabe o pueda trabar su apetito de ganancia. Las motivaciones de este grupo, por mezquinas que sean, tienen, a pesar de todo, una explicación racional: cierta insolidaridad, que en buena medida deviene del egoísmo de raíz inmigrante, expresivo de un individualismo que antepone el propio interés a cualquier otra cosa. Pero, ¿qué decir de los numerosos integrantes de la clase media de las grandes urbes que no tienen un motivo concreto para fundar su antipatía hacia el gobierno? Si atendemos a las declamaciones de una de las figuras más expectables de la oposición y que tiene un impacto relativamente grande en ese estamento, como Elisa Carrió, el motivo de esa inquina estaría determinado por el “autoritarismo” del Ejecutivo, por la “corrupción” que lo roería por todos los frentes y por sus pretensiones de eternizarse en el poder. En el fabuloso imaginario de la señora Carrió, estos datos se hermanan con comparaciones inesperadas y desprovistas de cualquier tipo de asidero, como su evaluación de Néstor Kirchner como un Hitler sin campos de concentración. No es probable que este dislate de la líder de la Coalición Cívica sea creído por la opinión media que se opone al gobierno. El rencor de esta tiene orígenes más difusos. Y que por ser difusos (y confusos) moviliza a ese sector incluso contra sus propios intereses. No es la primera ocasión en que esto sucede: en 1955 el gorilismo de los estamentos medios contribuyó a derrocar un régimen transformador que, cualesquiera hayan sido sus defectos, gozaba de legitimidad democrática y representaba un proyecto coherente de potenciación industrial que arrastraba a los sectores populares, incluida la clase media, a una mejor distribución y disfrute de la riqueza. Ahora, en otra escala, se produce algo parecido. ¿Por qué? Tracemos un cuadro de lo acontecido desde 2003. Después de 25 años de devastación neoliberal, en 2003 se produce la reaparición del Estado para corregir las peores lacras de los desniveles sociales, renace el fomento del mercado interno como motor de la economía, se produce una industrialización apreciable y la política exterior abandona el alineamiento automático con Estados Unidos, dirigiendo sus esfuerzos al fortalecimiento de los lazos con América latina como expediente para lograr la integración del bloque regional que es necesario para enfrentar a la marea globalizadora de impronta neoliberal que se desploma sobre el mundo. Además, y pronunciando el énfasis intervencionista, el Estado se reapropia del sistema jubilatorio, renacionaliza algunas empresas arbitrariamente privatizadas en los ’90 e intenta imponer cierta racionalidad impositiva en la ganancia agraria. Y, finalmente, lanza la ley de medios audiovisuales, que trata de romper el monopolio de la prensa por algunas empresas encastilladas en unas posiciones de poder desde las cuales transmite los contenidos monotemáticos del neocapitalismo ligado a una transnacionalización que apunta a perpetuar el sometimiento al imperialismo. La economía, pese a una inflación controlada y a una crisis mundial que trastorna a los mercados, se mantiene firme, y ninguno de los pronósticos apocalípticos emitidos por los gurús de turno, sean políticos o especialistas en cuestiones contables, se cumple. El gobierno, desde luego, comete un error de bulto al tergiversar las cifras del Indec; ese traspié es explotado por los monopolios de prensa y la oposición aprovecha la ocasión para sembrar aun más la duda en esos sectores medios que conforman su clientela. Pero los índices objetivos de la situación económica –empleo, exportaciones, balanza comercial y nivel de vida de los sectores medios- no son mayormente afectados. Señal de esto último es el pleno que en materia de disponibilidad habitacional se produce en la costa y en los principales centros turísticos de todo el país durante la presente temporada veraniega. A pesar de esto una ancha franja de la clase media incuba un rencor incurable contra el Ejecutivo y, sobre todo, contra la persona que lo encarna en primer término. “Yegua” es la más suave de las descalificaciones con que obsequia a Cristina Fernández de Kirchner. La burla, la irritación, el desdén que provoca la Presidenta en la clase media no tienen razón de ser y no pueden ser computados como parte de una reacción racional. Más bien comparten el mismo rencor que eclosionó en 1955, que hizo que ese sector social aplaudiera el bombardeo del 16 de Junio –el mayor atentado terrorista que sufrió el país- y que sustentara las políticas discriminatorias para con la mayoría del pueblo durante los 18 años de proscripción del peronismo, con las catastróficas consecuencias que sabemos. Esta antipatía visceral contra la Presidenta no se puede sostener con argumentos lógicos; sólo el placer de la invectiva ciega es capaz de explicarla. Ahora bien, ¿qué se le puede reprochar a Cristina Fernández a nivel personal? Es un cuadro político muy preparado, conoce de economía y es una excelente expositora. En más de un sentido nos parece superior a su marido el ex presidente, quien, con demasiada frecuencia, aparece sujeto a arrebatos de oportunismo que rozan la arbitrariedad. Sus cualidades no salvan a Cristina Fernández, pues quienes están decididos a odiar por odiar nunca quedarán satisfechos por las virtudes del objeto de su repulsa. En esta animadversión late, indiscutiblemente, esa sensibilidad gorila a la que hacíamos alusión y que deviene de la cortedad de miras y sobre todo de una antipatía incurable hacia todo lo que, de lejos o de cerca, huela a real representatividad popular o a proposiciones transformadoras de la sociedad que alteren el estado de cosas. Si nuestra presidenta fuera Hillary Clinton, por ejemplo, a nadie le preocuparía que escuchase el consejo político de su marido el ex presidente Bill Clinton, ni que usase carteras Vuitton o cosas por el estilo. Pero en el caso de la actual Presidente entra a tallar un factor que poco tiene que ver con cuestiones ideológicas y que más bien se vincula al odio que concita cualquier figura que se insinúe como mediadora entre el Estado y la muchedumbre de los no privilegiados. Un racismo no muy encubierto Hay una cosa oscura pero esencial para comprender el fenómeno que intentamos describir: el racismo. El racismo que trabaja a buena parte de los grupos que nutren esa animosidad. Pues, aunque la Argentina se haya glorificado a sí misma como ejemplo del “crisol de razas” esta cualidad es relativa. No puede negarse que aquí se han fusionado sin problemas los inmigrantes de origen europeo, pero los connacionales de proveniencia provinciana y de tez no tan blanca, en especial si pertenecen a los estratos bajos, no han terminado de ser aceptados como iguales por la gente “bien”. Los epítetos como “grasas”, “negros de m…” son o han sido parte del vocabulario común. El fenómeno se hizo perceptible con mucha fuerza a partir de la irrupción de las masas en la política, hecho que se cumplió con el primer peronismo, cuando el nuevo proletariado se hizo presente en el escenario; pero proviene de mucho más atrás: deriva de los tiempos incluso anteriores a la organización nacional. A mediados del siglo diecinueve, sin embargo, encontró su formulación teórica y práctica más acabada. Era la época en que Sarmiento –eximio exponente de la clase ilustrada de su época- solicitaba que “no se ahorrase sangre de gauchos” y cuando Mitre confiaba al ejército de línea la misión de acabar con las resistencias que en el interior se oponían a la concepción del país factoría, desprendido de Latinoamérica y mirando hacia Europa. Proceso que se cerró con la sangría del gauchaje, juzgado como imposible de reducir a la civilización, y con el confinamiento de la vida de la población criolla a niveles de mera subsistencia. El racismo implícito en nuestra historia tiende sus tentáculos hasta el presente: los inmigrantes de los países limítrofes, en especial los paraguayos y los bolivianos, son víctimas de este sordo rechazo proveniente de los sectores medios. Este factor, el racismo, sumado a la aspiración a diferenciarse socialmente de las clases más bajas, han hecho de nuestra pequeña-burguesía una clase notoriamente permeable al discurso de la clase dominante. Carente de asidero sólido en el plano económico, se deja seducir por el relumbrón del “éxito” ajeno, teme quedar confundida con los sectores derrotados de nuestro pasado y cree que el fracaso de estos deriva de la holgazanería y de factores genéticos, sin tomar en cuenta el background histórico que explica esa frustración. A su modo, el conglomerado medio de la opinión argentina ha elaborado una teoría implícita que se asimila a la del “winner and loser”, del ganador y el perdedor, de tan fuerte arraigo en la cultura estadounidense y que expresa la competividad de esa sociedad. Aquí, sin embargo, esa feroz puja que caracteriza al universo norteamericano no se advierte –afortunadamente- por ningún lado y la infatuación clasista se limita a la exhibición de algunos signos emblemáticos: el auto, el colegio privado, el color de la piel –“Yo soy rubia incluso por dentro”, dice Mirtha Legrand- y la voluntaria reclusión en barrios cerrados. La conciencia política, para “la gente como uno”, tiene entonces que adolecer de una superficialidad lamentable. Y esa superficialidad se refleja en el ámbito legislativo, donde la consigna opositora parece ser hacerle cuantas zancadillas pueda al gobierno, ocupándose de derruir cualquier posibilidad de debate serio en torno de las cuestiones que efectivamente cuentan. A saber: la necesidad de profundizar las medidas dirigidas a aumentar el empleo, la indispensable reforma del mercado laboral para eliminar algunas de las lacras del más viejo capitalismo redivivo, como es el trabajo en negro que en algunos casos roza el trabajo esclavo; la importancia de debatir una reforma de la ley de entidades financieras, la renacionalización de YPF y de la riqueza minera, y la política de Estado a fijar respecto del avasallamiento de los derechos soberanos de nuestro país en Malvinas, en estos días vulnerada por enésima vez por el comienzo de la prospección y explotación, por parte de Gran Bretaña, de la cuenca petrolera submarina que se extiende cerca de las islas. De este último tema se ha ocupado, afortunadamente, la reciente reunión en México de la Cumbre del Grupo de Río y la Cumbre de América latina y el Caribe, donde además se ha parido a una nueva organización de integración latinoamericana y caribeña que no incluye ni a Estados Unidos ni Canadá, y que debería dejar a la Organización de Estados Americanos (OEA) relegada al desván de los recuerdos. Al menos en lo que hace a cualquier fin práctico. Pero este asunto, el de la reunión en Cancún y sus resultados, merece un examen más circunstanciado, que quedará para otra ocasión. Aquí, sin embargo, los temas fundamentales se diluyen en el juego de masacre que se practica en las Cámaras. Es difícil encontrar un momento de nuestra historia democrática en el cual el nivel del debate haya caído tan bajo. El país está pagando todavía la devastación –física e intelectual- que produjo el período negro que enganchó a la dictadura con su sucesión legalmente constituida, pero sometida al espejismo de la libertad de mercado y del desguace del Estado. Volver a construir una conciencia realista en torno de estas cosas llevará tiempo y esfuerzo. Sin embargo, a pesar de los errores cometidos a lo largo del período que arranca con la náusea popular que desbancó al neoliberalismo en Diciembre del 2001, se ha recorrido un trecho en este camino. Es importante que la vía continúe expedita.
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