Velorios cortos o inexistentes, el luto que es ya un recuerdo, las coronas que se reducen y las cremaciones que crecen son los síntomas de la reconsideración social de la idea de finitud, una tendencia urbana firme.
Por Ariel Bargach y
Roly Villani
La muerte ya no es lo que era y quizás no vuelva a serlo nunca más. Al menos en las grandes ciudades argentinas, aquella representación con esqueleto, capa y guadaña al hombro fue cediendo paso a una dama más cool, más décontracté. Hablamos de la muerte de los demás, claro. Lo que sucede con el cuerpo y el alma una vez que la muerte pisa nuestro huerto sigue siendo objeto de fe y por tanto, de debate acalorado. Pero –de manera silenciosa– se fueron desmontando uno a uno los rituales y puestas en escena con que cada uno se vinculaba años atrás con todos sus muertos. Los números siempre ayudan a sostener afirmaciones: sólo en Buenos Aires, las cremaciones ya son un 10 por ciento más que los entierros; si la mirada se extiende al Gran Buenos Aires, hay un 40 por ciento menos de velatorios y un 35 por ciento más de reducciones a cenizas, según los empresarios y funcionarios del sector. Nuevas tendencias, formas diferentes de procesar los duelos, razones económicas, cambios en los preceptos religiosos y hasta la misma comodidad son los elementos de una suma que da como resultado una bestial modificación en las costumbres sociales ante la muerte. Y a la que la clase media, sobre todo, se subió con ganas.
Un par de décadas atrás, los velatorios se hacían en las casas particulares y duraban, al menos, veinticuatro horas. Las enormes coronas de flores advertían a los vecinos que alguien había emprendido el último viaje. El color –negro– luto era condición obligatoria para los deudos y estaba muy mal visto no mortificarse. Todo este combo funerario sufrió un fortísimo impacto cuando, en la década del ’70, las empresas de sepelios se popularizaron y llevaron sus servicios profesionalizados hasta los barrios más remotos. Por esa época, Charly García le perdía el respeto luctuoso a su propio deceso, al asegurarle que no le tenía miedo y que suplicaba un anuncio para poder arreglarse. Pero la cosa no iba a quedar ahí, y en la década del ’90 el acortamiento de las ceremonias aplicó un nuevo golpe a la tradición. Ya no existen aquellas reuniones de 24 horas, en las que nadie sabía bien qué hacer y que se amparaban en una exigencia de normas que nadie vio. Costumbre adquirida en la Edad Media, hace algún tiempo que quienes deciden velar a su muerto aceptan apenas “unas horas, para que se despida quien quiera despedirse”. Y después, a cerrar la sala. Ese cambio viene acompañado de detalles como que la casas ya no son tan oscuras, tan lúgubres como algunas décadas atrás. Ni siquiera se piensa ya que hay que ir de traje. Y aquel mito de los “chistes de velorio” ya no es tal: aun con un cadáver cerca, las actitudes muy distintas y las charlas más sueltas. Y las ropas, otras.
Con todo, el fenómeno está circunscripto a Capital y GBA, porque en el interior el velatorio sigue siendo un “evento social”. Y hasta funciona, no tan lejos, en el interior de Buenos Aires mismo, el “abono de sepelio”, una cuota mensual que las familias pagan para que el día de una muerte, Dios no lo quiera, el servicio esté cubierto. “Ahí no cambió casi nada. Ahora, ¿dónde está la pared que hace que algo funcione en General Rodríguez, pero no en Merlo? No sé”, duda el gerente de la Asociación de Empresas de Servicios Fúnebres de Buenos Aires-Zona Capital (ASEF), Juan Carlos Cuburu, desde la autoridad que le da hablar en nombre de 150 casas de servicios fúnebres del primer y segundo cordón del conurbano.
Otra pregunta: ¿Y si estos cambios socioculturales también rebotaran en la cuestión del empleo? Rebotan, sí. “Antes las marmolerías estaban frente a los cementerios –rememora Roberto Reviello, titular de la Cámara Metropolitana de Sepelios–. Pero ahora, ¿quién hace algo de mármol para una tumba?” También desde la ciudad de Buenos Aires, el director de Cementerios, Néstor Julio Pan, pronostica que “estos floristas que están en la puerta, en algún momento, van a tener que adaptarse, porque ahora hay una ley que directamente prohíbe tener floreros con agua”.
Si es para ahorrar...
Juan Carlos Cuburu estima en un 40 por ciento la baja en la actividad de las casas de servicios fúnebres. Reviello dice que “hubo descensos en los velatorios, pero no en una gran cantidad”. Aunque reconoce que “hay un acortamiento importante de los tiempos y las ceremonias ya no son tan fastuosas como eran antes”.
Casi siguiendo el hilo causa-consecuencia, se dio un fuerte descenso de lo que los empresarios llaman “calidad del servicio”, básicamente en dos rubros: flores y ataúdes. Y tiene lógica: ¿para qué pagar una corona, cuyo precio va de 400 a 700 pesos, para una ceremonia de un par de horas? El “velorio XL” habilitaba la creencia de que esos accesorios se amortizaban mejor. Los arreglos florales que suelen ponerse encima de un cajón que va a cremación cuestan entre 100 y 300. En materia de cajones, la tendencia no sólo se dio hacia colores más claros, sino también hacia maderas más económicas. “Ataúdes de cedro prácticamente no se venden más; ahora la gran mayoría son de álamo”, detalla Reviello.
La realidad de las empresas del sector es un buen indicador de la lenta desacralización de la muerte ajena. ¿Cómo se sobrevive a los cambios? “Y... algunos no sobrevivieron. Nosotros advertimos que cerraron muchas empresas fúnebres. En los últimos diez años debe haber cerrado un 10 por ciento, y algunas muy tradicionales. Y otras se transformaron, pero en desmedro de sus productos”, detalla Cuburu. Así las cosas, parecería que la misma tendencia social que delegó en las empresa fúnebres el manejo de los difuntos –y que significó su rutilante oportunidad de negocio– está siendo la causa de su ocaso. “Desde hace unos 10 años empezó un cambio que responde básicamente a cuestiones económicas. ¿Qué es lo más barato? No velar. ¿Cuál es la solución final? Cremar. Aunque todo tiene un trasfondo. Se produjo un desmejoramiento y una simplificación de lo que era el sepelio. Se dejó de lado el velar, el rendir el homenaje”, explica-lamenta el gerente de la Asociación de Empresas de Servicios Fúnebres de Buenos Aires-Zona Capital (ASEF), Juan Carlos Cuburu. Y, a esa razón casi puramente económica, agrega el hecho de que “hace 10 años mucha gente tenía una cobertura social; y cuando perdió el trabajo, el que pudo elegir, eligió la cobertura de salud”. Y sin embargo, la demoledora lógica del gasto eficiente no termina de explicar un fenómeno tan profundo. Porque ¿antes no era caro? Claro que sí, pero la fuerza de las apariencias y el qué dirán mezclados con el miedo a la muerte y los muertos inhibía su cuestionamiento. Es decir, el costo de las prácticas ritualizadas pudo entrar en la categoría de “caro o barato” solamente después de que hubo una modificación social de la idea de muerte. Para los abuelos de las generaciones actuales, no era un ítem pasible de “reducción de costos”.
Dame fuego
Pero el punto, el gran punto, está vinculado con las cremaciones. En la ciudad de Buenos Aires, en 1999 representaban apenas el 26 por ciento de los ingresos al cementerio de la Chacarita –el único con crematorio de los tres municipales porteños–, y exactamente 10 años después llegan al 43 por ciento. “Hay una tendencia firme, pero no exclusiva de acá. Está internacionalizado esto”, remarca Pan.
En general, la decisión de cremar va indisolublemente unida a la de no velar. Se contrata un servicio directo de la cochería al crematorio donde, a lo sumo, hay antes un pequeño responso. Para que esto suceda, hay que decirlo, la cremación debió antes ganar aceptación social. Se instaló con firmeza la idea de “lo que él/ella quería”, y que lo que él/ella querían parece ser, siempre, que sus cenizas fueran arrojadas en. La Iglesia hizo su parte, y no sólo dejó de considerar una herejía hacer cenizas de un muerto, sino que hasta habilitó cinerarios en no pocas parroquias, donde se depositan las cenizas de quien quisiera garantizarse su subida al cielo. Al crematorio porteño se suman algunas decenas en el Gran Buenos Aires, entre públicos y privados (había apenas uno hace 10 años), aun cuando su habilitación es un examen de paciencia.
La cremación constituye, hay que decirlo, también una suerte de “solución final”, con perdón de la dolorosa evocación: se hace de una vez y para siempre y evita las incómodas visitas a un cementerio y el costo de mantenimiento de sepultura/nicho/bóveda. La ida a un “camposanto” parece restringida hoy a una franja de mayores que retienen el rito casi hasta por agenda. “Mi viejo está en el cementerio de Morón. Y la verdad es que ni yo voy a verlo. Yo lo tengo en la cabeza y en el corazón”, se autoejemplifica Reviello. Es que sí: ¿quién sabe dónde está el cuerpo de un bisabuelo y hasta de un abuelo? El cuidado de una tumba puede extenderse, como mucho, a dos generaciones.
Capítulo aparte para el tema urnas. Por precios, formas, calidad, esa cajita donde guardar las cenizas son todo un tema en algunas familias. No parece cuestión que dé para el debate en quienes tienen decidido arrojar los restos, pero los que deciden guardarlas piensan, y mucho, el punto. El estante de las viejas cajas cuadradas tiene ahora otras variantes, que incluyen a las biodegradables, llegadas de España. Ahora, sí, los lugares comunes sobre dónde arrojar las cenizas: la cancha del club amado (ver recuadro), el mar, la ciudad de nacimiento, un río... Y esta ceremonia, en general pequeña, íntima, suele tener el valor de última despedida.
Queda preguntarse si no se está ante generaciones que decidieron vivir la muerte (de los otros) de manera diferente. Cuburu tiene, en su propia casa, un ensayo de respuesta: “Mi hija me dice siempre: ‘Papá, el día en que todos piensen como nosotros, ustedes van a tener que cerrar’”. Lo que se va desgastando es la idea de muerte tal como se la conocía. Por eso, no es del todo erróneo decir que la muerte, amigos, descansa en paz.
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