viernes, 11 de diciembre de 2009

VIVIMOS CADA VEZ MÁS SOLOS


Las sociedades occidentales no están resolviendo los problemas que surgen de combinar una vida más prolongada con lazos familiares y sociales muy frágiles. La soledad, sobre todo de los ancianos, es la dura consecuencia.



Por Jean Michel Dumay (columnista de "Le Monde)


En Chantilly (Francia), una escuela vive dentro de los muros de un asilo de ancianos desde hace dos años, alegrando los días de los residentes gracias a una asociación que se llama Colores de infancia.En Antibes y en Saint-Marcellin, un grupo de voluntarios visita a las personas solas para practicar juegos de sociedad y acompañarlas a dar un paseo. En París, la asociación Le PariSolidaire propone a las personas mayores alojar a un estudiante a cambio de su presencia y pequeños servicios.La Agencia de Prácticas e Iniciativas Locales (www.apriles.net) enumera una serie de "buenas prácticas" para luchar contra el aislamiento y la precariedad de las relaciones: redes de escucha y ayuda mutua, solidaridades de proximidad, intergeneracionales; pequeñeces a veces, que tejen un lazo social y tienen sentido dentro de proyectos de vida locales.El aislamiento gana terreno y a los responsables del desarrollo social les preocupa el aumento de la fragilidad de las relaciones acompañado de una precariedad económica identificada hace ya largo tiempo. El tórrido verano europeo de 2003 reveló su esencia, causando una hecatombe entre las personas mayores de las ciudades donde abunda la soledad. También preocupa el mayor número de niños en peligro que, según el Observatorio Nacional de Acción Social Descentralizada (ODAS), sería resultado principalmente del aislamiento social de las familias.Vivimos cada vez más solos, es cierto.


Por ejemplo, en Francia, la población incluye hoy un 14,5 por ciento de almas solitarias, según el Insee (Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos). Eran 6,1 por ciento en 1962. Llegarán al 17 por ciento en 2030, según los cálculos.Sabemos también que vivimos más años.


Sobre todo las mujeres, que envejecen solas a causa de su mayor longevidad, mientras los hombres todavía envejecen de a dos.Y además nos separamos y nos divorciamos, lo que alimenta el flujo de familias monoparentales social y económicamente fragilizadas. Creemos menos en Dios o en un futuro venturoso —lo que impulsa menos a tender una mano—. Vivimos menos "en el pueblo", menos en el campo, donde han desaparecido antiguas solidaridades. Y además —quizá lo más importante—, tenemos cada vez más miedo.Hoy la falta de confianza en el futuro conduce al repliegue sobre sí mismo, al aislamiento. Nos lo recuerda el filósofo y psicoanalista Miguel Benasayag, en un informe de la revista del Socorro Popular —"Convergence"—, que en este número trata el tema de las "soledades modernas". "El vínculo social no desaparece totalmente", afirma el autor de La fragilidad, "pero sigue existiendo sobre todo en sus dimensiones utilitarista, de seguridad y de provecho".La familia sería la última muralla. Aunque el sociólogo Robert Castel señalaba a comienzos de los años 90 que la transformación de la estructura familiar va "hacia un empobrecimiento en su calidad de vector fundamental de la inserción relacional". Todos los índices se orientan a un achicamiento de las redes familiares: un solo hijo por familia, disper sión familiar en el espacio, fin de la familia grande con lo que ésta implicaba en materia de grandes redes de sociabilidad y de ayuda económica.Este distanciamiento de los lazos familiares caracteriza hoy a los ancianos. En 2006, una encuesta que realizó el Secours Catholique a 5.000 "personas mayores" mostró cómo la falta de lazos verdaderamente íntimos y la ausencia de relaciones emocionales estrechas actuaba como mecanismo de base del sentimiento de soledad.Poco importa la cantidad de contactos posibles, el conjunto de ayudas movilizables en el vecindario o la red de amigos: nada puede reemplazar la profundidad y la calidez de una relación íntima.Podríamos proponer una razón probable para todo esto, que se ve exacerbado por el individualismo de las sociedades occidentales: la necesidad de reconocimiento. Ser reconocido como alguien que tiene una posición, un valor, una identidad, algo que únicamente la intensidad de una relación cargada de emociones parece aún poder testimoniar.

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