Barbara Rodbell, la amiga de Ana Frank. Simuló una identidad durante la Segunda Guerra Mundial y fue bailarina en el Gran Teatro de Amsterdam, dirigido por una amiga de Hitler. Cómo sobrevivió al Holocausto.
POR JORGE REPISO
Está sentada debajo de una amplia galería y sonríe. Los intensos años vividos no pudieron quitarle la mirada firme, la lucidez y cierta alegría. Barbara Lederman nació en Berlín en 1925, en la naciente locura nazi. Atravesó la guerra y la pérdida de sus afectos. Tuvo que disimular su apariencia e identidad para sobrevivir. Junto a su familia se instaló en Amsterdam en 1933 y en medio de una atmósfera cada vez más adversa compartió juegos con Ana Frank, que vivía en el mismo vecindario. Visitó la Argentina invitada por la sede local del Centro Ana Frank, para dar testimonio de su participación como miembro de la resistencia, delante de las narices de los agresores y con sólo 17 años. Una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, Barbara cruzó el Atlántico para comenzar una nueva vida. En el camino habían quedado una infancia feliz, sus padres y su única hermana Susanna, asesinados en las cámaras de gas en Auschwitz. En los Estados Unidos prosiguió con su carrera en el mundo del ballet y tuvo cuatro hijos con Martin Rodbell, que en 1994 ganaría el Premio Nobel de Fisiología.
–¿Cuál fue su rol en la resistencia?
–Me convencí del peligro un día en el que presencié una razzia y a partir de ese momento me escondí por mucho tiempo bajo tierra, desde 1942 y hasta el final de la guerra. Antes había estado en una academia de danzas por ocho meses aproximadamente y después de que se llevaron a mis papás, me fui a vivir con un grupo de gente joven. Todos trabajábamos juntos, tuve que acostumbrarme, ayudando con tareas pequeñas como distribuir periódicos, a los que teníamos que esconder debajo de una gran bolsa de compras donde poníamos tomates, lechugas y esas cosas. Me indicaban dónde dejarlos y yo iba a esa dirección y no sabía quién recogería el paquete. Otro de los trabajos era hacer la fila para conseguir comida una vez que recibía los cupones que nos eran asignados por los grandes grupos de la organización de la resistencia. También me ocupé de mover gente que estaba oculta de un lugar a otro por la noche, fueran hombres o mujeres, hacia algún lugar seguro. Nos decían adónde debíamos conducirlos en un pequeño carro tirado por una bicicleta como esos que se usan en la India. Yo iba sentada encima de alguien que viajaba acostado debajo del asiento. Había una especie de toque de queda y se suponía que no se podía circular de noche. Si alguien nos llegaba a parar, yo estaba allí sentada, sonriendo. Por suerte, contaba con unos papeles que me permitían estar en la calle después del horario.
–Antes había asistido a la escuela de ballet.
–Estaba con una amiga de Hitler, o por lo menos eso me dijeron, que era la cabeza del ballet en el Gran Teatro de Amsterdam, durante la guerra. Bailaba ahí, fui a algunos viajes y hasta me permitieron conseguir muy buenos papeles con falsa identidad. A mi madre ya se la habían llevado pero algunos amigos de ella se enteraron de mis actividades y pensaron que era muy peligroso. A la supuesta amiga de Hitler ya le habían contado que yo era judía. Un día me llamó, pensé que me iba a entregar pero nunca lo hizo y además me sugirió que era mejor que no viajara más, pero que siguiera asistiendo a clases y a los ejercicios. Yo estaba bien, pero decidí dejar.
Durante un día de julio de 1942 fue a visitar a la familia Frank y se encontró con la casa vacía. Nunca supuso que todos vivían ocultos detrás de la falsa pared de un mueble. El primer novio de Barbara la convenció de pasar a la clandestinidad, por lo que hubo que conseguir documentos falsos. Era mejor eso a obedecer órdenes de los alemanes.
–¿Cómo vivió esos años, con miedo o acostumbrada?
–Estaba muy ocupada y viviendo con otra identidad. Sabía que era peligroso y trataba de no pensar y en tener esperanzas. Al comienzo de la guerra pensaba que jamás se iba a terminar. Con el tiempo conseguimos una pequeña radio, con la que nos íbamos enterando de la situación de los alemanes en el frente ruso. Teniendo en cuenta la posible caída de los nazis, tuvimos esperanzas de sobrevivir.
–¿Se detiene a pensar en las vueltas que dio su vida?
–Me resulta difícil contestar pero después de la guerra toda mi vida cambió. Del grupo subterráneo, cada uno se fue por su lado y se podía bailar sin preocupaciones. En el teatro había otra gente a la cabeza del ballet, me fui a bailar a una nueva organización llamada 1945, viajé y trabajé allí. Pasó el tiempo y no pude conseguir buenos documentos en Holanda. Después, pude comprobar que mi familia no iba a volver, ya que la Cruz Roja tenía todos los registros de los muertos en los campos de concentración. Ya no tenía motivos para quedarme porque era difícil conseguir trabajo. Unos amigos de mis padres que estaban en América y tenían dos hijas me vinieron a buscar para llevarme a los Estados Unidos. Primero me quedé con ellos en Nueva York pero quería ser autosuficiente y me mudé a Baltimore por trabajo. En esa ciudad conocí a mi marido, con el que me casé en 1950.
–Fue una afortunada, a pesar de las circunstancias.
–Sí, tuve mucha suerte por los buenos amigos y la gente que me cuidó cuando hacía tonterías, personas que me aconsejaban sobre lo que debía hacer. Pienso en ellos y en los que me ayudaron a conseguir papeles cuando mis padres ya no estaban. Tengo una cuestión con la culpa, mejor dicho, el hecho de que esté viva y que los míos hayan sido asesinados. Siempre me dijeron que no había motivos para sentir eso, que nacemos porque Dios quiere que vivamos. No soy religiosa pero creo en Dios y en la responsabilidad de cualquier ser humano de cuidarse y de ayudar a cualquiera que lo necesite.
–¿Cuándo decidió contar su historia?
–Después de que mis hijos crecieron un poco. Cuando tuve hijos, tuve dos por mí y dos por mi hermana. Después de quedarme sola a los 17 años, tuve suerte de armar una familia y poder cuidarla. Pude esconderme, y la única vez que me paró la policía fue por llevar la bicicleta en sentido contrario. Tuve suerte.
Fuente: Revista Veintitrés.
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