Una vez Rodolfo Ortega Peña dijo que la muerte no dolía pero la suya nos dolió a nosotros, sus compañeros y amigos, cuando el terrorismo de Estado encarnado en esos momentos en la Triple A, acribilló su cuerpo a balazos dando inicio a la noche más trágica y sangrienta que les tocó vivir a los argentinos.
Por
Gustavo Manilow.
El Pelado, como de forma cariñosa nos referíamos a él, se graduó de abogado muy joven, y al mismo tiempo estudió Filosofía y Ciencias Económicas; era un hombre de una inmensa cultura y aunque provenía de una familia burguesa y antiperonista, muy pronto abrazó la causa de los desposeídos, de los humillados y de los pobres, y al mismo tiempo comenzó a convertirse en un hereje para la clase a la que pertenecía.
Era profundamente humanista y como una expresión más de su irrenunciable compromiso con los derechos humanos –incluso con los que estaban opuestos en su ideológica y política–, junto con Eduardo Luis Duhalde protagonizaron las defensas de los miembros de las organizaciones armadas en los años 70 que luchaban por un proyecto socialista incluyendo el retorno de Perón. Su actuación como defensores de presos políticos durante la llamada “Revolución Argentina” (1966-1973) los iría convirtiendo en referentes del peronismo revolucionario y de la izquierda. En esa labor, intervinieron en causas difíciles, como las de acusados por los secuestros del general Aramburu y el empresario Oberdan Sallustro, e impulsaron la creación de la Asociación Gremial de Abogados.
Se transformó en un polemista feroz y periodista insobornable cuando con Duhalde fundaron la revista Militancia. El Pelado no quería ocultarse ni usar seudónimos, y cuando asumió como diputado nacional, utilizó en su juramento la frase “La sangre derramada no será negociada”.
En enero de 1974 Perón convocó a los ocho diputados de la Juventud Peronista que estaban en desacuerdo con la reforma del Código Penal en materia de terrorismo, y ante sus presiones y amenazas decidieron renunciar a las bancadas y fueron expulsados del Partido Justicialista.
Rodolfo Ortega Peña se negó a dimitir y continuó en solitario sus denuncias desde el Bloque de Base, pero sus declaraciones y la defensa activa de los derechos humanos fue imperdonable para el gobierno peronista, y deciden su destino asesinándolo el 31 de julio de 1.974 en pleno centro de Buenos Aires.
Mataron a un hombre que defendía a todo aquel que era capaz de enfrentarse con la explotación y luchaba por la dignidad. Era un intelectual ligado al destino de la clase obrera y del pueblo, porque toda su actividad estaba puesta al servicio de ese desarrollo político, del avance en la lucha de las clases postergadas a las que se había integrado por una firme convicción, saltando por encima de su origen social y tratando de darles lo mejor de sí mismo.
Raúl Lastiri, que era entonces el presidente de la Cámara de Diputados, ofreció el edificio del Congreso para su velatorio, pero su viuda, Elena Villagra, que también fue herida en el atentado, junto con sus compañeros y amigos dispuso que se realizara en la sede de la Federación Gráfica Bonaerense.
El féretro fue ubicado en una sala del primer piso, y detrás un cartel con la leyenda “La sangre derramada no será negociada”. Fue un velatorio multitudinario, desde la asistencia de dirigentes de todos los bloques parlamentarios hasta representantes de organizaciones revolucionarias y sindicalistas enfrentados a los títeres de la CGT, sin faltar las provocaciones de una corona con la inscripción “Ministerio de Defensa”, junto con otra de la antigua DIPA, en alusión a la División de Investigaciones Policiales Antidemocráticas que fue disuelta durante el gobierno de Cámpora.
Esa noche Eduardo Luis Duhalde declaró a la prensa: “Esta muerte es una muerte clara. Se sabe de dónde viene. No ha muerto simplemente un diputado, sino un militante del peronismo revolucionario que tenía una vieja y consecuente lucha al servicio de la clase obrera y el pueblo. No nos cabe la menor duda de que son precisamente los enemigos de esa patria socialista por la que luchó Ortega quienes lo asesinaron. No interesa demasiado la mano que empuñó el arma, sino de dónde proviene la orden de matar”.
El primer disparo atravesó el rostro de Elena, mientras que el cuerpo de Rodolfo recibió los otros 24. Su cadáver fue trasladado a la comisaría 15, adonde concurrieron sus amigos, Diego Muñiz Barreto, Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Zito Lema, quienes se enfrentaron con el comisario Alberto Villar, nombrado por Perón como jefe de la Policía Federal y fundador de la Triple A, quien entró sonriendo a la sede policial a poco de producido el asesinato.
Lo mataron por muchas razones, pero en especial por sus continuas denuncias sobre la derechización del gobierno de Juan Perón, muerto un mes antes. En uno de sus últimos discursos, en el homenaje a un grupo de compañeros asesinados por la Triple A, sostuvo que el responsable directo de esa política, del abandono de las pautas programáticas, no era otro que el general Perón.
Rodolfo Ortega Peña perteneció a esa generación que hace cuatro décadas tuvo un sueño de un mundo más solidario, con una revolución política, económica y social que posibilitase ese cambio y actuó en consecuencia, hasta sus propios límites.
Su compromiso con la vida fue humanista y de allí nace su vocación política entendida como servicio a los demás unida a su vasta cultura, desdeñando un posible futuro de abogado al servicio de intereses antipopulares y rechazando las ofertas altamente beneficiosas en lo económico con que le tentaron para acallar su voz disidente. Murió pobre, sin más patrimonio que su biblioteca.
Era un ferviente partidario del enfrentamiento dialéctico, en el marco de las instituciones democráticas, y no perteneció a ninguna organización armada, aunque alguna lo haya reivindicado. Como fiscal insobornable que fue del gobierno peronista, aceptó ser diputado de la Nación conformando un bloque unipersonal, para luchar por una democracia auténtica, que reflejase el mandato recibido, y trabajando de forma incansable para mejorar la legislación, pero al mismo tiempo, estando presente en la calle, cuando había una necesidad o una arbitrariedad impuesta por las injusticias.
El pasado 31 de julio se cumplieron 39 años del crimen, y su nombre quedó grabado a fuego en la historia argentina, aunque muchos jóvenes hoy no sepan quién fue.
A la mañana siguiente del velatorio, una movilización acompañó el cuerpo hasta el cementerio de la Chacarita, incluyendo desde líderes de organizaciones armadas hasta estudiantes y obreros. El arco ideológico comprendía desde el ERP y los Montoneros hasta jóvenes dirigentes radicales como Leopoldo Moreau y Marcelo Stubrin. La composición social del cortejo que acompañó los restos de Ortega Peña era una expresión propia de la época, porque fueron años en los que la política se hacía en el barrio, en la escuela, en las universidades, en las fábricas y también en la Casa de Gobierno.
La columna a cuyo frente marchaban los abogados defensores de presos políticos, junto con otros compañeros, arrancó su recorrido por Paseo Colón y la única consigna fue su juramento como diputado nacional “La sangre derramada no será negociada”, mientras que el cajón que trasladaba su cuerpo iba custodiado por sus amigos más íntimos y cercanos. Al pasar por la Casa Rosada todo el cortejo se acordó de los antepasados de Isabel Perón, López Rega, Villar y Casildo Herrera, entre otros, y en especial de sus respectivas madres.
La Policía Federal trató de impedir el paso de la multitud que lo acompañaba y montó un operativo de proporciones inusuales, desplegando una cantidad de efectivos y tanquetas en número suficiente para un enfrentamiento armado, con intentos de apoderarse del cajón y dispersar el cortejo, pero fue impedido por quienes lo acompañaban en su último adiós.
Los policías se dispusieron a reprimir, porque el gobierno no quería que el entierro fuera un acto político, pero eso no era posible y por ello se contuvieron ante la negativa de los acompañantes a dispersarse, aunque hubo detenciones aisladas y al llegar al cementerio de La Chacarita ya eran menos los integrantes del cortejo. Cuando entramos al recinto la represión se desató sin límite. Los garrotes, los gases lacrimógenos y los escopetazos con balas de goma fueron la digna despedida de El Pelado.
El asesinato de Ortega Peña cerró una etapa. y las ráfagas de ametralladora que acabaron con su vida, completaron la tarea que había quedado inconclusa en octubre de 1965, cuando al salir de la CGT, tanto él como Eduardo Luis Duhalde lograron escapar a una inesperada encerrona que quería acabar con ellos. .
Nos decía Duhalde durante su sepelio que Ortega Peña no tenía una vocación suicida o destructiva. Por el contrario, era profundamente vital. Amó tanto la vida que no vaciló en morir para que otros pudieran vivir más dignamente, y decimos simplemente, como a él le hubiera gustado: Ha muerto un revolucionario, viva la revolución.
Su asesinato fue el inicio de un cambio en la lucha política y un incremento en las acciones armadas que habían comenzado a crecer ya con Perón en el poder, y bajo la protección del gobierno, desatar el terror que jamás vivió el pueblo argentino, cerrando este capítulo infame de masacres las Fuerzas Armadas al servicio del imperialismo.
Fuente: Miradas al Sur.
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