lunes, 12 de agosto de 2013

TODO PUEDE SER, MENOS LA PAZ

Como si fuera un cuento emergido de los manglares de Macondo, las negociaciones en La Habana entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos entraron en una ciénaga resbalosa de donde nadie sabe si saldrán con cien años de paz, o si éstos serán como han sido, otra época de una extraña guerra en la que nadie sale vencido ni nadie sale triunfante, pero cada tanto arroja genocidios, migraciones y matanzas reiteradas de gente humilde, como si se tratara de una estirpe condenada a 100 años o más de soledad.

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Modesto Emilio Guerrero. 

Negociar con una pistola en la cabeza. El pasado 29 de julio, el Directorio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, una de las dos partes en la Mesa de Negociaciones que se reúne en la Habana, con patrocinio de Noruega y Venezuela, lanzó “Diez propuestas mínimas de Garantías plenas para el ejercicio de la oposición política y social y del derecho a ser gobierno” (Delegación de paz de las FARC-EP. La Habana, Cuba, sede de los diálogos de paz, julio 29 de 2013)
Traducido a términos de la vida cotidiana, las FARC reclaman el derecho político a constituirse y actuar como un partido más con todas las opciones institucionales, incluso la de ser gobierno.
No habían pasado 24 horas, sólo 24 horas, y un Tribunal provincial emitió un fallo judicial condenando a toda la dirección nacional del movimiento insurgente a 40 años años de prisión. 40 años de prisión para personas que superan todos los 50 es lo más parecido a una cadena perpetua con un extraño tiempo determinado. “El Tribunal Superior de Villavicencio dejó en firme la condena de 40 años de prisión contra los integrantes de la cúpula de las FARC por la explosión de un hotel en el municipio de Puerto Rico (Meta), en hechos registrados el 20 de febrero de 2005.” (Nodal/El Espectador).
Más de ocho años después del suceso en Villavicencio, bastaron 24 aceleradas horas de acción judicial para que la intención de las FARC de institucionalizarse dentro de la vida política colombiana fuera cerrada con un portazo que se sintió en las capitales de los países que participan de las negociaciones.
Así es la burguesía colombiana. Si no era ese expediente, hubiera sido otro, cualquiera que tuviera rango jurídico para emitir una sentencia de ese calibre político. La sentencia incluye a muertos como el Mono Jojoy y Alfonso Cano.
El gobierno no les niega el “derecho” a ser partido político, pero les pone una condición: lo podrán formar sólo cuando salgan de la cárcel con más de 90 años a cuestas.
En exacta sintonía con el fallo judicial del 30 de julio, el presidente de esa nación, Juan Manuel Santos, tiró la siguiente bomba incendiaria sobre la mesa de negociaciones de La Habana: “Refiriéndose a una huelga de mineros artesanales que se suma al grave conflicto campesino que se desenvuelve en la región de Catatumbo, dijo: “Los ilegales están usando de escudo a los legales”. (semanarioLiberación, Malmo, 2 de agosto)
Estos dos datos develan una de las característica más constante de la clase dominante colombiana desde la Guerra de los Mil Días, a finales del siglo XIX: el poder no se negocia, ni siquiera cuando una entidad como las FARC se quiere acomodar para sobrevivir.
Según el investigador de la Universidad Autónoma de México Raúl Benítez Manuat, desde la integración de las guerrillas venezolanas a la vida institucional, en 1967, el mundo conoció 11 negociaciones “de paz" entre movimientos insurgentes y gobiernos de distinto tipo. África y América latina registran 7, Asia 2 y Europa 2.
El autor no lo advierte, pero el resultado general fue de adaptación, y en algunos casos de capitulación política, a las normas del sistema que antes combatían. La mayoría de las guerrillas no supieron resolver la contradicción entre el desgaste inevitable cuando pasa el tiempo y no se triunfa, y su conversión a la vida legal, sin ser usados por sus enemigos. De lo primero no son responsables, de lo segundo sí. Esta mecánica social vale igual para un sindicato o una personalidad relevante. Lo que no se renueva, retrocede. Pactar no es el problema si los insurgentes no terminan sirviendo a sus enemigos.
En Guatemala, El Salvador, Sudáfrica e Irlanda se vivieron las peores muestras de esta historia de tránsito mal resuelto a la legalidad. Es posible que la clase dominante de Colombia nos ahorre la duda sobre el próximo capítulo de esta historia de adaptaciones.
Santos no quiere. Al contrario de la leyenda negra difundida, los movimientos guerrilleros colombianos casi siempre han buscado espacios de participación política para vincularse a las instituciones. El M-19 lo logró con el alto precio de haber sido cooptado casi todo al servicio de quienes combatieron con las armas.
Pero algunos procesos de negociación y varios acuerdos suscritos demuestran esa vocación, contraria al guerrerismo permanente del gobierno. Un pacto fue el de La Uribe en 1984; el otro se llevó adelante en San Vicente del Caguán en 1998-2001. La formación de la coalición electoral llamada Unión Patriótica (UP), a mediados de la década de los ’80 fue producto de esa búsqueda. El resultado fue el asesinato de más de 3 mil cuadros de la UP y el ELN en pocas semanas. Buena parte de ellos era candidatos electorales a alguna institución.
No es necesario sentirse tentado al pesimismo político o periodístico, para entender que lo que estamos viendo en Colombia es cada vez más incierto. Ni el gobierno de Santos negociará nada de su poder centenario, ni las guerrillas pueden retroceder más de lo que han retrocedido.
Aunque el dilema es para ambos, el tiempo actúa contra los movimientos insurgentes, cuyo desgaste se profundizará como la de todo organismo vivo que no logra cumplir su cometido.
Es evidente el agotamiento social de la estrategia armada para la toma del poder en Colombia, sostiene el autor colombiano Nicolás Herrera. Basta ver su actual grado deslegitimación, luego de haber sido una de las pocas guerrillas latinoamericanas con raíces sociales profundas.
Cinco décadas de lucha armada, sin triunfar en la guerra, aunque hayan sido vencidas totalmente, produjo un agotamiento social con sus expresiones de cansancio, estrés, dislocaciones y desmoralización. Esto se expresó en el caso de las FARC en la masiva deserción de cuadros y combatientes, la cooptación de otros por el Estado, incluso el extremo moral de las traiciones internas, como las que condujeron a varios asesinatos, el más conocido el del Mono Jojoy. El psicólogo social colombiano Nicolás Herrera acota una frase adecuada: “Es una suerte de alacrán que se entierra su propio aguijón”.
Una democracia militarizada. Ni los últimos 14 gobiernos de ese país en más de 60 años, con masacre tras masacre, pudieron estabilizar un estado de control social suficiente para explotar y gobernar sin espasmos de reacciones sociales, sindicales, estudiantiles y guerrillas.
Pero tampoco los movimientos insurgentes, que desde hace medio siglo militan para derrotar a ese régimen de democracia militarizada y buscar una salida progresiva a la crisis nacional, lograron darle vuelta a la realidad política, ni por las buena ni por las malas.
En ese contexto de cierre gubernamental y con esa dinámica de agotamiento de las negociaciones, bajo un régimen altamente concentrado y represivo, tiene explicación racional que la mesa esté casi quebrada en La Habana, a pesar de las ilusiones despertadas.
El psicólogo social colombiano Nicolás Herrera, estudioso del tema de la violencia en su país, sostiene con razón que “la burguesía colombiana ha demostrado con creces que no está interesada en ceder un ápice en materia de participación política, que no sea aquello que esté estrictamente bajo su control. Para lograr su objetivo ha acudido no sólo a artilugios retóricos en el campo jurídico sino a una aceitada, sostenida y variopinta estrategia de boicot, silenciamiento y exterminio de la oposición política, propia del modelo de Terrorismo de Estado”.
Herrera hace un resumen del tipo específico de terrorismo de Estado del sistema político colombiano. “Incluye, entre otras acciones, asesinatos selectivos y magnicidios; recordemos que cuatro candidatos presidenciales fueron asesinados en las elecciones de 1990, pero tres eran de izquierda. Nadie quiere recordar el genocidio que ha dejado centenas de miles de muertos campesinos, sindicalistas, jóvenes e indígenas, pero sobre todo contra las organizaciones que agrupan a luchadores políticos y sociales. El más célebre es el caso de la Unión Patriótica, que incluyó a los movimientos A Luchar, Frente Popular y a los desmovilizados del M-19 y del EPL. Una suma de intimidaciones, desapariciones forzadas, masacres selectivas y amenazas sistemáticas a opositores, han generado situaciones de exilios físicos y simbólicos, como no se conocía desde las feroces dictaduras del cono sur y Centroamérica”.
Herrera sostiene que se trató de una estrategia con método de guerra contrarrevolucionaria, que no se limitó a los movimientos guerrilleros, “golpeó a toda la oposición política al régimen en general”.
Eso explica, por ejemplo, que no exista en Colombia una sola institución democrática o personalidad opositora de la izquierda, incluso entre la más moderada, que se haya salvado del sistema represivo estatal.
Este dilema histórico de las guerrillas colombianas, se mantendrá mientras la rebeldía popular masiva no se ponga en marcha, como en Venezuela, Bolivia o Ecuador, y sirva de base a nuevas organizaciones, armadas o no, para darle vuelta a la historia de un enfrentamiento, en el que ninguna de las partes tiene la capacidad de imponerse definitivamente.

Fuente: Miradas al Sur

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