En Ias redes sociales hay cada vez más videos y fotos de partos, fiestas, recitales, actos escolares y otros más cotidianos. Para los especialistas, la ilusión hoy es que la tecnología ahuyenta la soledad.
Por Victoria De Masi.
Una escena. El hombre entra a la sala de partos. Desde hace horas su mujer sufre las contracciones, se retuerce, transita un alivio fugaz, vuelve a retorcerse. Hasta que el momento llega: de su vagina sale el bebito. Pero el hombre no la toma de la mano ni le pide que puje, sino que empuña una cámara y filma. Registra el nacimiento del hijo, una cabeza que asoma, las manos del médico, un hombro, el último torrente. La secuencia dura segundos. El niño llora. Ese video será recuerdo, souvenir íntimo. O será subido a la web con destino incierto, con espectadores anónimos. ¿El hombre presenció el parto?
Filmar un recital, el acto escolar de los hijos. Sacarle una foto a un plato de comida a punto de degustarse. O tomarse una foto frente al espejo y subirla a Facebook o a Twitter con la leyenda “éste es el pantalón que me compré hoy”. Cantar un feliz cumpleaños y no poder acompañar con las palmas porque las manos están ocupadas en sostener el equipo que materializará (y hará eterno) el instante. Estar ahí y no estar: es la fiebre –y creciente fenómeno– por registrar todo. Se da tanto con el video como con las fotos y los audios. Al mismo tiempo, crecen las posibilidades en plataformas para subir las imágenes. O mejor dicho, los archivos.
En pintura, en piedra, en papel, desde siempre los seres humanos se encargaron de dejar asentada su historia. La avanzada industrial y científica proveyó nuevas tecnologías. Hoy Internet es la reina madre. Allí los usuarios se exhiben y acumulan información, crean –sin proponérselo– la memoria colectiva de este tiempo.
“Existe una necesidad de estar conectados y registrar compulsivamente lo que nos rodea porque las tecnologías y la comunicación se han refuncionalizado. Imaginariamente, son artefactos rituales para controlar la incertidumbre, neutralizar la dispersión familiar, evitar la fragmentación biográfica, y garantizar la visibilidad, en un mundo donde los nuevos solos no son los que no tienen nadie a su alrededor, sino los que están desconectados”, observa Rosalía Winocur, antropóloga argentina radicada en México y especialista en usos sociales de los medios de comunicación, tecnología y vida cotidiana.
En la era de la exacerbación del individuo, el “yo estuve ahí y ésta es la prueba” arrasa con la vivencia. Para Darío Sztajnszrajber, filósofo, parece ser que para que una vivencia tenga valor, debe ser reproducida por algún medio digital. Dice: “Una vivencia que no es capturada se vuelve una apariencia, y una imagen es la que confiere a la vivencia razón de ser. No es que se vive y después recordamos gracias a los registros. Ahora, la vida es eso que pasa adentro de una película que registramos para nadie, ya que la gran mayoría de esas imágenes se pierden entre miles de gigas”.
Si bien aún hay zonas del país donde el uso de dispositivos no es masivo, en los centros urbanos tienen gran penetración y no distinguen edad ni clase social. El mercado ofrece productos inteligentes (celulares, tabletas, filmadoras) de bajo costo lo que los hace accesibles y convierte esta nueva costumbre en un fenómeno. O en la posibilidad de dominar el tiempo, según María Belén Igarzábal, psicóloga e investigadora de Flacso. “El hombre siempre buscó fijar la imagen como una forma de fijar el tiempo para que las cosas permanezcan eternas. El video de mis hijos, que pueda retener ese niño a esa edad y poder mirarlo siempre”, apunta Igarzábal.
En tiempos de exposición de la intimidad, cuando la tecnología desdibuja lo público y lo privado ¿quién vendría a ser el espectador, elquién en este Gran Hermano? “Los usuarios de redes sociales no se hacen preguntas sobre lo público y lo privado. Cuando la mayoría de ellos publica o chatea lo sigue haciendo en su vecindario. Es decir, son los mismos con los que interactúa offline. Los demás funcionan como un público virtual indiferente”, opina Winocur.
Nos acostumbramos a ser grabados. Eso dice Christian Ferrer, sociólogo y ensayista. “La primera transformación se da en el pudor humano, cuyo umbral se corrió. La gente se acostumbró a ser filmada. Pensemos en las cámaras de seguridad, en las ciudades devenidas en centros de vigilancia. Hay toda una fe puesta en lo visual”, dice, y ofrece como ejemplo a una pareja que se filma teniendo sexo. La cámara vendría a ser un tercer ojo o, en la fantasía, el riesgo a ser descubiertos. Un falso voyeurismo. La experiencia que no importa. Pero sí una prueba de la vivido.
Fuente: Clarín.
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