En Brasil, las Fuerzas Armadas saben que no son las únicas. Otros ejércitos acechan invisibles. Camuflados en la multitud, sus tropas incalculables, armados como los mejores y uniformados como civiles, surgen de la nada y ya es tarde. Combaten por el territorio nacional y por el poder del Estado. Son las grandes organizaciones criminales nacidas en las cárceles pero ya proyectadas en todo el país como un país aparte. Una patria delictiva.
En el principio fue la violencia. En 1964, el gobierno del presidente Joâo Goulart era derrocado y los militares instalaban su dictadura. La inmediata persecución ideológica, con infantil brutalidad, metió a los presos políticos en las mismas prisiones que, ya por entonces, desbordaban de delincuentes comunes. Hacinados y revueltos, los comunes se mataban o robaban y violaban entre sí mientras miraban con curiosa admiración el respeto y la organización de los presos políticos. Mezclados y por fin unidos, en 1979, en el penal Cándido Méndes de Río de Janeiro, y en defensa de sus derechos, presos políticos y comunes fundaban la Falange Vermelha, embrión impensado de lo que en pocos años sería la más grande organización criminal del Brasil, y una de las mayores de América latina: el Comando Vermelho.
El estado soy yo. Mientras todo eso ocurría de un lado de los barrotes, del otro muchas cosas habían pasado. El proceso de industrialización iniciado en los ’50 comenzaba a estancarse. Las multitudes rurales atraídas por los centros fabriles, de pronto, con la dictadura, eran abandonadas a suerte. Y su suerte fueron los morros, sus laderas inhabitables. Así brotaban en Río y San Pablo los primeros asentamientos entre viejos resabios de los quilombos, y campesinos recién llegados pero ya marginados. Caseríos de chapa y cartón se esparcían ladera arriba, y las cubrían. Igual que un yuyo conocido en Brasil con el nombre de “favela”.
Apartados como recluidos en su propia desgracia vertical, alrededor la Ciudad Maravillosa siguió su vida alegre, indiferente. Eran los pobres de todo el mundo, y nada más. Bastaba no mirarlos, y mucho menos frecuentarlos. El Comando Vermelho hizo todo lo contrario.
Para entonces, las únicas mafias en Río eran “os bicheiros”, dueños del juego clandestino. Socios de la Policía, sobornaban políticos, manejaban la prostitución y alcanzaron su mejor momento cuando a fines de los ’70 blanquearon sus fortunas en el negocio del carnaval. Entonces los primeros socios del Comando Vermelho salían en libertad o comenzaban a fugarse en escapes financiados por la propia facción.
Inspirados en sus colegas, los presos políticos, ahora el CV no sólo tenía un comando central, sino también una caja central a la que aportaban todos.
Dueños ya de las prisiones cariocas, una vez en las calles descubrieron en los morros no sólo la ausencia total del Estado, sino además una topografía ideal donde parapetarse literalmente por encima de todo. Torres casi inexpugnables, muy de tanto en tanto sorprenden en los noticieros imágenes de esas casas levantadas a puro lujo por los grandes capos narcos en las cumbres del pobrerío. La miseria no causa el delito, pero en su maraña de injusticias lo oculta más seguro.
“Allí donde el Estado no está, está el Comando”, llegó a decir Carlos Gregorio, O Gordo, uno de los míticos fundadores del CV, explicando así, con insuperable síntesis, la razón de su existencia y el secreto de su victoria.
Allí donde el Estado nunca siquiera se había dignado mirar, el CV resolvía sin burocracias. La ecuación era tan simple que resultó genial y para fines del siglo XX el CV imperaba en el 50% de las favelas cariocas. Más: brindaban asistencia social y cobraban impuestos, otorgaban créditos, desde ya daban empleo, y por fin también sus tribunales impartieron justicia. Eran el Estado allí donde el Estado no estaba.
Según Juliana Rosende, autora del libro Operación Río, ya para 1994 el Comando Vermelho disponía de doce mil hombres armados con fusiles AR15, M16, FAL y HK-223, escopetas de repetición 12/70, pistolas ametralladoras, granadas, lanzacohetes, morteros y proyectiles antiaéreos. La cosa marchaba.
En los inicios, la recaudación provino del asalto a bancos, el robo de autos y la práctica del secuestro. Pero llegaron los ’80 y el negocio del narcotráfico y el Comando Vermelho se apuró a manejarlo. Nacía una estrella: Luiz Fernando da Costa, el hoy famoso Fernandinho Beira Mar, mandamás actual de la organización.
El teólogo del mal. Mucho antes de ser considerado uno de los mayores traficantes de drogas de América latina, Fernandinho Beira Mar era ya considerado uno de los mayores traficantes de armas de América latina. Así fue como en los inicios de los ’80 llegó hasta Colombia a negociar con las FARC y así descubrió el magnífico negocio de la cocaína.
Armas por droga, a partir de entonces las ganancias del CV crecieron como su poder. A su paso compraban o mataban policías, políticos y jueces. Blindados por la miseria inadmisible de las favelas, dominaban las cárceles pero también la ciudad. Para inicios de los ’90 Beira Mar ya era sospechado de triangular todo el tráfico de armas entre Ciudad del Este y las FARC; apenas sus bocas de fumo facturaban más de 15 millones de dólares por año, y su organización ya dominaba 500 favelas cariocas donde la policía y el Estado seguían sin entrar. Él era la ley.
Pero todo mediodía es un instante apenas. Para 1994 Beira Mar aún reinaba, pero ya no era absoluto. De sus propias costillas había surgido una nueva facción: el Tercer Comando (TC), nacido de la unión de algunos rebeldes propios, y otros de la policía, que así se pasaban al crimen.
En 1995, Beira Mar fue detenido en Minas Gerais. Para 1997 compró todos los obstáculos que se le oponían y huyó. Prófugo de Interpol, lo buscó todo el mundo.
El Ejército regular de Colombia terminó por atraparlo en abril de 2001 en una selva controlada por la 39ª División de las FARC.
Extraditado inmediatamente, la justicia brasileña lo encerró en 2002 en el penal de Bangú de Río de Janeiro. Apenas entró, ajustó viejas cuentas con sus rivales del TC: mató a sus jefes como quien marca el terreno, y se sentó a reinar.
Pero fue tan luego por aquellos crímenes que en marzo de este año Fernandinho Beira Mar sería finalmente condenado a 200 años y confinado al penal de máxima seguridad de Catanduvas, en Paraná, donde ahora dice que estudia teología, pero todos saben que maneja su facción igual que siempre. Más protegido. Tampoco le faltan enemigos.
En aquella carnicería de Bangú, el CV terminaba de astillarse. Más disidencias inspiraban nuevas facciones igual de feroces. Al Tercer Comando se sumaban el Tercer Comando Puro (TCP), y la cada día más poderosa ADA, Amigos dos Amigos… y ahora también las llamadas milicias... El CV quizá perdía territorio, pero el crimen ganaba otras legiones. Más ejércitos de la misma noche.
Cien horas de terror. Con mil favelas para repartirse por toda la ciudad, las guerras entre facciones costarán muchos muertos, pero siempre alcanzan sus acuerdos.
Después de la matanza de Bangú, algunos resabios del TC se aliaron al TCP y otros al ADA. Así, ambas facciones se fortalecieron y afirmaron. En las grietas que le abrían al CV, unas dominaban ya la zona sur de la ciudad; otras, la norte; otras, el oeste... Prosperaban.
Pero para entonces, una organización destinada a ser la mayor de todas nacía en San Pablo: el PCC, el Primer Comando Capital que hoy revista aproximadamente unos 130 mil soldados.
Fue en la Casa de Custodia de Taubauté, más conocida entonces como O Calderao do Inferno (La caldera del infierno). Era setiembre de 1993.
Un año antes, el 2 de octubre del ’92, allí mismo, en San Pablo, las fuerzas del orden mataban 111 presos en la histórica masacre del penal de Carandirú. En nombre de todos esos muertos, ahora nacía el PCC.
Ocho presos, bajo el lema “Paz y Justicia”, declaran la fundación de lo que allí llaman ya el Primer Comando Capital. Ese mismo día escriben los 16 puntos del estatuto constitucional. El Estado no quiso creerlo.
Así organizaron sin interferencias un auténtico sindicato, reivindicaban los derechos de los presos, y a partir de una cuota social asistían a los familiares, asesoraban legalmente a los socios, financiaban fugas y prisión por prisión iban quedándose con todas. El Estado seguía sin creerlo.
En 1997, la red de televisión Bandeirantes emitió un informe que hacía pública por primera vez la existencia del PCC. El Estado no quiso verlo.
Por fin, en febrero de 2001, una megarrebelión simultánea puso en pocas horas 32 presidios en manos de uno solo, y el Estado decidió investigar. Cuando todos los caminos llevan al mismo grupo, en una jugada fatal las autoridades deciden repartir a sus cabecillas en distintos presidios del país, y allí esparcen el PCC por donde no había llegado todavía.
El error sería apreciado en toda su tragedia recién en 2006, cuando el PCC se presentó públicamente ya fuera de las prisiones en una secuencia de ataques que arrasaron todo el estado de San Pablo desde la noche del 11 de mayo hasta la tarde del 16.
Cien horas de terror durante las cuales 81 presidios fueron tomados, se registraron 373 ataques a comisarías y patrulleros, hubo 82 ómnibus incendiados, 17 agencias bancarias quemadas y destruidas, 48 policías ejecutados, 50 heridos, y 304 muertos del lado del PCC. Pero nadie se rindió. Simplemente el día 16, se firmó la paz. Una tregua.
Ya el 17, el diario Folha de San Pablo denunciaba en su editorial que el gobierno del Estado había llegado a un “acuerdo” con el jefe máximo del PCC.
Según Folha, el día15, el gobierno articulaba una reunión secreta entre autoridades de la Policía Civil y Militar y de la Secretaría de Administración Penitenciaria, con Marcos William Herbas Camacho, O Marcola, líder supremo del PCC. Nacía otra estrella.
El infierno del Dante. Rápido, aún encerrado, hasta recién desconocido, O Marcola ya era leyenda.
Las pocas fotos suyas cruzaban de pronto las pantallas sostenidas por historias formidables que destacaban su frialdad, pero antes su inteligencia y su exquisita formación. Decían que había leído más de tres mil libros y que podía recitar de memoria La divina comedia.
Astuto, escurridizo, él lo niega todo. Jura todavía que no es el jefe de nada y que eso es un invento del gobierno para hacerle creer a la población que atraparon al líder del PCC.
Guaracy Mingardi, ex director de la Secretaría Nacional de Segurança, lo advirtió enseguida: “Marcola es una persona brillante, ha leído al Dante y sabe muy bien cómo transformar nuestras vidas en un infierno”.
Nacido en San Pablo en 1968, entró en el delito a los 9 años, y hoy, a los 45, ya pasó más de la mitad de su vida en prisión.
Encerrado por primera vez en 1986, se fugó en 1997, fue recapturado en el ’98, huyó y lo volvieron a encontrar, y ya no volvió a salir desde 1999. En marzo de este año, juzgado por las muertes durante la rebelión de 2001 en Carandirú, fue condenado a 160 años. Sin embargo, nada de esto, tampoco a él, le impide manejar con mano firme su extraordinario ejército.
A diferencia del CV y sus genéricos cariocas, el PCC hace rato trascendió las fronteras de su estado natal y hoy domina cárceles en Mato Grosso, Maranhao, Bahía, Espíritu Santo, Pernambuco, Minas Gerais y sigue su marcha. Monopolio nacional del tráfico de drogas, fuera de Río de Janeiro casi todo el país le pertenece.
Pero al igual que el CV, a su comando central le corresponde una caja central a la que aportan todos sus miembros.
El dinero recaudado asiste a la familia de los presos, fleta ómnibus para sus visitas, paga abogados, becas universitarias para sus mejores muchachos, y financia fugas, robos y demás emprendimientos del ramo. Otra parte del dinero, en cambio, es destinada a un plan social para las favelas, donde el PCC reparte bolsas de alimento, leche, pañales y garrafas de gas. Las familias interesadas sólo deben registrarse y a cambio vender droga al menudeo.
Sangre y cerebro, en 2003 Marcola asumía el comando superior del PCC y antes de 2008 ya había cuadruplicado su facturación, que para 2009 la policía estimaba en cinco millones de reales por mes.
Por entonces, la revista Istoé lo reconocía: “Si el PCC fuera una empresa, ciertamente estaría en esas listas de compañías exitosas. Marcola ha demostrado ser un gran emprendedor. Es una pena que haya invertido en el crimen”.
Tal vez Marcola no lo cree una pena. Su organización maneja ya el 80% de las bocas de expendio del Estado, y entre el 50 y el 60 en todo el país. Y a los 130 mil soldados que hoy se estiman bajo sus órdenes, hay que sumarles sus familias, amigos y allegados, como un Estado aparte del Estado. Quizás Marcola prefiera verse así, como el jefe de un Estado.
Una guerra es una guerra. Patear un hormiguero es fácil. Pero luego ya se sabe lo que pasa. Más o menos así resultaron los experimentos cinematográficamente bautizados como Operación Río I y II, cuando en 1994 y 1995 el Ejército entró –o quiso entrar– a sangre y fuego en las favelas de Río. Repelidos como humillados por un ejército en musculosa, dejaron varios muertos y eso fue todo. El problema –el horror– quedó ahí. Así.
En 2007, un nuevo megaoperativo probó la misma suerte y entró en el Complexo do Alemao. Dejó 19 muertos y un montón de narcos dispersos por la ciudad. Poco tardarían los vecinos de Niteroi para advertir el aumento del crimen en su distrito hasta recién inmaculado. Las hormigas desbordaban el jardín.
Recién para 2008 el gobernador de Río de Janeiro, Sergio Cabral, con el apoyo del presidente Lula, intentó algo distinto y dio inicio a la política de las UPP, las Unidades Pacificadoras de la Policía, las cuales siguen y ya suman 30 en distintas favelas de la ciudad. Llevan el Estado allí donde el Estado…
Pero no van por la victoria. El mismo Sergio Cabral reconoció que el objetivo no era acabar con el narcotráfico. “Eso hasta hoy no lo consiguió nadie. El narcotráfico no acabó en París, en Nueva York, ni Estocolmo, donde tienen muchos más recursos que nosotros. El objetivo es alcanzar niveles civilizados de criminalidad”. Ninguna victoria.
Aún así, las UPP son, sin dudas, el mejor intento de la historia de esta historia, y quizá el experimento pueda exportarse a otros Estados, si funciona.
Porque mientras tanto, libres o presos, los líderes de todas las facciones siguen su guerra, y hacen ahora, con un celular, lo que antes hacían con un arma. Marcola, Fernandinho Beira Mar, todos ellos.
Y todos ellos ostentan cada tanto estrechas relaciones con políticos, fiscales y policías, que por supuesto los aludidos niegan puntualmente.
Pero el último 5 de julio, en el estado de Rondonia, la Policía Federal detonaba una banda de narcos y detenía 42 personas. Entre ellos, dos legisladores y el hijo del presidente de la Asamblea Legislativa del Estado. El negocio es inmenso y la guerra está servida.
Porque además están los muertos. Las víctimas inocentes, sobre todo. Según la ONG Justicia Global, en la guerra entre israelíes y palestinos murieron 467 niños desde 1987 a 2001. En el mismo período, nada más que en el Estado de Río de Janeiro, la violencia mataba 3.937 menores.
Consciente del alcance del conflicto, por fin en 2011, bajo el nombre Operativo Ágata, la presidenta Dilma Roussef terminaba por incorporar oficialmente a las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico. Una guerra es una guerra.
El Estado Nacional y las Fuerzas Armadas del Brasil saben mejor que nadie que en su propio territorio operan otros ejércitos. Organizaciones inmensas como estados paralelos, prósperos y feroces, con sus tropas incontables, uniformadas como civiles y camufladas en la miseria porque parece invencible.
Fuente: Miradas al Sur.
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